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martes, 26 de junio de 2012

LA AUTOLESIÓN




El problema de la autolesión  ( ANSELM GRUN)
La cuestión que plantea Crisóstomo es una cuestión que tiene que ver también con nosotros: ¿Cómo puedo prescindir del juicio de los hombres?, ¿cómo puedo llegar a liberarme de la dependencia de cosas externas como la posesión, el éxito, el reconocimiento, la seguridad'?, ¿cómo superar el miedo a la enfermedad y a la muerte, al fracaso y al rechazo de los demás? Son unas preguntas que preocupan hoy a la gente tanto como antes. Y como observo a menudo en mi tarea de acompañamiento, el problema está en que la gente se mete en situaciones en las que una y otra vez se hiere a sí misma. Cada vez hay más gente, más de la que a primera vista se pudiera pensar, que no cesa de herirse continuamente. Estas autolesiones pueden ser consecuencia de los autocastigos a que se someten .

Me contó una vez una mujer que se castigaba a sí misma por miedo a las palizas de su padre, hasta que cayó enferma. De esta forma su padre ya no la podía castigar. Así pues, la enfermedad era el único modo que tenía de librarse de las palizas de su padre. ¿Pero a qué precio? Su enfermedad era la expresión de su autolesión. Y la autolesión era la salida que ella tenía antela lesión por parte de otro. Cuando era niña, probablemente no le quedaba otra salida. Y ésta al menos le ayudó a sobrevivir. Si esta mujer sigue por el mismo camino siendo ya adulta, entonces no dejará de herirse. Ahora podrá entrever los mecanismos que entonces puso en marcha para sobrevivir. Ahora podrá hacerse una idea correcta de la vida y por tanto dejar de herirse.

El simple conocimiento de estos mecanismos todavía no la liberará de esa situación. Pero cuanto más recuerde las heridas que le causó su padre y acepte sentir ira frente a su imprevisible y brutal progenitor, tanto más desaparecerán los viejos modos de comportarse y será cada vez más capaz de portarse mejor consigo misma. Aprenderá a afrontar sus propios conflictos y a madurar desde ellos. Ya no necesitará autolesionarse para eludir el conflicto. Los enfrentamientos la harán cada vez más fuerte y cada vez tendrá más ganas de luchar, tendrá más ganas de sentirse ella misma, de ser ella misma. Otros se hieren por las altas exigencias e ideales que se plantean a sí mismos y a su modo de vivir. Si no responden a estas exigencias, se hieren a sí mismos consentimientos de culpabilidad, con autoacusaciones, a veces incluso con infravaloraciones personales, automutilaciones o autocastigos. 

Una mujer se sentía constantemente herida por su marido, porque estaba enamorado de otras mujeres yse dedicaba a ellas. La herida venía pues de fuera. Pero un examen más atento de la situación, quizás la podría llevar a descubrir que su marido repetía las heridas que su madre le causó por educarla con excesiva estrechez y por no haberle regalado absolutamente nada. Y ella misma es consciente de que agrava interiormente la herida causada por su marido cuando se imagina constantemente lo que pasa cuando él visita a la otra mujer y lo tierno que es con ella. 
Con estas imaginaciones, ella se hace daño a sí misma. Es posible que estoque pasa por su cabeza no tenga nada que ver con la realidad. Pues su marido no va a ver a la otra mujer para ser tierno con ella, sino porque quiere discutir, porque la necesita para su trabajo. Sin embargo, cuanto con más fuerza se imagina cómo se comporta su marido con esa mujer extraña, tanto más poder le da ante sí misma. Pero su autolesión no tiene otro fundamento que lo que ella se imagina del encuentro de su marido con las otras mujeres. Su fundamento no lo tiene en sí misma ni en Dios. Ella, en sí misma, no se siente en casa. Su sentimiento de autoestima depende totalmente de su marido. De él depende por completo. Y al depender así de él, puede herirla permanentemente. Porque sabe que ella jamás lo abandonará. En una situación así, lo primero que ella debe aprender es a ser libre interiormente. Necesita distanciarse interiormente más de su marido y tiene que descubrir dentro de sí su valor inviolable. 
Entonces, la herida de su marido no le parecerá tan profunda. Él ya no le podrá arrebatar su dignidad ni destruir el fundamento de su persona. Pues si el marido se da cuenta de que su mujer tiene también la libertad de dejarle, entonces lo que consigue con su conducta indebida es herirse sobre todo a sí mismo y no tanto a su mujer. Pues sus heridas tienen consecuencias. O será su mujer la que acabe dejándole. Entonces se quedará solo y así se habrá herido a sí mismo. O bien caen en el vacío. Con ello, puede que él ya no encuentre a su mujer. Y puede que por eso se encuentre así mismo. Pues cuando la herida ya no encuentra la meta que ha tenido hasta ahora, se busca una nueva. Y esta meta soy yo. Muchas veces no queremos herir al otro ni hacerle daño. 

Pero entonces nos herimos a nosotros mismos. Si la enamorada no quiere hacer daño a su novio y por eso sigue con él en lugar de hacer caso a su sentimiento, que le dice que ese amor no tiene ninguna base, entonces se hiere a sí misma. Y eso tampoco le hará ningún bienal muchacho. Cuanto más tiempo siga con él, tantas más esperanzas le dará y por consiguiente tanto más se herirá si un día decide dejarlo. 

Con frecuencia nos herimos a nosotros mismos y también unos a otros, justamente por querer eliminar el dolor de nuestro camino. Por eso es tan importante que escuchemos nuestros sentimientos, que prestemos oído a los impulsos de nuestro corazón. Entonces nos habla el Espíritu Santo.

domingo, 24 de junio de 2012

NACIMIENTO DE JUAN EL BAUTISTA




EVANGELIO
Lc 1, 57-66. 80
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas.
Cuando llegó el tiempo en que Isabel debía ser madre, dio a luz un hijo. Al enterarse sus vecinos y parientes de la gran misericordia con que Dios la había tratado, se alegraban con ella. A los ocho días, se reunieron para circuncidar al niño, y querían llamarlo Zacarías, como su padre; pero la madre dijo: "No, debe llamarse Juan". Ellos le decían: "No hay nadie en tu familia que lleve ese nombre". Entonces preguntaron por señas al padre qué nombre quería que le pusieran. Éste pidió una pizarra y escribió: "Su nombre es Juan". Todos quedaron admirados, y en ese mismo momento, Zacarías recuperó el habla y comenzó a alabar a Dios. Este acontecimiento produjo una gran impresión entre la gente de los alrededores, y se lo comentaba en toda la región montañosa de Judea. Todos los que se enteraron guardaban este recuerdo en su corazón y se decían: "¿Qué llegará a ser este niño?". Porque la mano del Señor estaba con él. El niño iba creciendo y se fortalecía en su espíritu; y vivió en lugares desiertos hasta el día en que se manifestó a Israel.
Palabra del Señor.

La importancia de llamarse Juan
La tendencia de hacer a los hijos iguales a sus padres, llamándolos con el mismo nombre, se ve que es cosa que viene de lejos. También en el Israel de los tiempos de Jesús existía esta costumbre. Sin embargo, no hay semejanzas ni parentescos que puedan anular o disminuir la irrepetible originalidad de cada uno. De ahí la importancia del gesto de Zacarías, secundando a su mujer Isabel, de darle a su hijo el hombre de Juan. Zacarías significa “El Señor se acuerda”; y, aunque ese nombre tiene sentido en la situación de un hijo inesperado en la vejez, le cuadra mejor a sus padres, pues tiene una inevitable referencia al pasado. El nombre de Juan, “Dios es propicio” (o misericordioso), y también “Don de Dios”, habla de la inminencia de la novedad que Juan habrá de preparar. Zacarías, viejo y mudo, es una buena imagen del Antiguo Testamento, que apenas tiene ya nada que decir, pero que recibe todavía fuerzas para dar un último fruto que pondrá punto final a esa larga historia del Dios de las promesas, depositadas en Israel a favor de toda la humanidad, y dará el testigo a una época nueva, la del cumplimiento. Al darle el nombre de Juan, Zacarías intuye una novedad que el Bautista no inaugura, pero a la que abre el camino en la inminencia de su venida.
En el nombre va implícita la misión que el hombre tiene que desempeñar en la vida, es decir su vocación. A veces, ante una conversión radical, se exige un cambio de nombre, que significa un cambio de vida. Es el caso del nombre nuevo, Pedro, que Jesús le da a Simón, el hijo de Juan. También es frecuente que los adultos que acceden al bautismo elijan un nombre nuevo; o los que se consagran a Dios al hacer su profesión religiosa. En contextos de vigencia del cristianismo ha sido tradición dar nombres de santos, que son modelos de auténtica vida cristiana. 
En Juan, cuya cercanía con Jesús la expresa la liturgia reservando el término “natividad” para el nacimiento de Jesús, de María y del mismo Juan, descubrimos algunos rasgos esenciales de la vocación humana y cristiana. En primer lugar, la llamada: desde el seno materno el hombre está llamado a cumplir una misión en la vida. Es importante entender que no se trata de un destino ineludible que esté escrito de antemano; este carácter abierto de la llamada se expresa muy bien en la pregunta que “todo se hacían”: “¿qué va a ser de este niño?” Se trata, pues, de una llamada dialogal dirigida a la propia libertad y que el ser humano debe realizar tomando decisiones propias para responder a ella. 
En segundo lugar, esta llamada que se nos dirige y que nos trasciende, y que debe ser libremente respondida, nos dice ya que la vida tiene sentido y que ese sentido comparece desde el mismo momento de su concepción. Por tanto, somos responsables no sólo de nuestra propia vida, sino también de la vida de los demás, que nos es confiada cuando ésta no puede todavía valerse por sí misma. Ahora bien, esta proclamación de sentido puede ser impugnada y lo es con mucha frecuencia. Tenemos permanentemente la tentación de reducir nuestra vida a un cúmulo de casualidades, que vacían de sentido nuestra existencia: “En vano me he cansado, en viento y en nada he gastado mis fuerzas”. Existen ciertamente experiencias vitales de decepción y frustración que pueden inclinarnos a pensar así. Pero si se considera atentamente, caemos en la cuenta de que las mismas decepción y frustración hablan de sentido, de expectativas que, por algún motivo, no han podido realizarse. Cuando alguien proclama que la vida carece de sentido lo hace siempre con un deje de protesta que reconoce implícitamente el sentido que niega. Si la vida careciera de todo sentido, ni siquiera nos daríamos cuenta de ello y no haría falta proclamarlo. 
Así pues, Juan, desde el seno materno nos habla de un sentido que es vocación (llamada) y misión, y que es, además, servicio. Este es el tercer rasgo esencial que debemos señalar en la vocación humana y que en Juan es especialmente visible. La misión de Juan es la de abrir camino y luego hacerse a un lado, disminuir él, para que crezca Jesús. Realmente, para poder realizar la propia misión en la vida hay que saber que estamos al servicio de algo que es más grande que nosotros y que, por tanto, no es demasiado importante figurar y estar en el centro. Los grandes acontecimientos, igual que los grandes personajes, no serían nada si no fuera por una multitud de personas que, sin figurar especialmente, han vivido con fidelidad su propia vocación y han allanado el camino de eso y esos que son más grandes que ellos, pero que sin ellos no serían nada. El mismo Jesús se ha sometido a esta misma ley de la encarnación, de modo que para poder realizar su misión salvadora ha necesitado del cumplimiento fiel de su misión de otras personas que como Juan de modo muy especial le han preparado el camino. 
El filósofo cristiano Emmanuel Mounier expresó esta verdad con precisión al afirmar que “una persona sólo alcanza su plena madurez en el momento en que ha elegido fidelidades que valen más que la vida”. Y es que el hombre no crece ni madura cuando se afirma como centro del mundo y proclama una independencia tan absoluta como imposible, sino cuando, tomando las riendas de su propia vida, se consagra (se somete libremente y no de manera servil) a algo que descubre como más grande que él, pero que lo libera de los estrechos límites de sí mismo y, así, lo engrandece. Esta verdad, que vemos tan patente en Juan el Bautista, es igualmente evidente en Jesús, que no vive para sí, sino sometido a la voluntad de su Padre, al servicio del Reino de Dios y al servicio de sus hermanos (cf. Lc 22, 27. 42).  
Al contemplar la figura de Juan el Bautista y meditar con él sobre nuestra vocación y el sentido de nuestra vida podemos comprender que en toda vocación cristiana hay un componente que nos asemeja al Precursor. Jesús sigue viniendo al mundo, acercándose a los hombres, muchos de los cuales no lo conocen, no saben de él. Para que Jesús pueda llegar hasta ellos, siguiendo las leyes de la encarnación, necesita de precursores y mediadores que allanen el camino y preparen su venida. Todo cristiano está llamado a realizar esta misión, cuando, por medio del testimonio de sus palabras y obras, está señalando al “Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1, 29, 36).

lunes, 18 de junio de 2012

EL REINO DE DIOS



EVANGELIO
Mc 4, 26-34
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Marcos.
Jesús decía a sus discípulos: "El Reino de Dios es como un hombre que ech a la semilla en la tierra: sea que duerma o se levante, de noche y de día, la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo. La tierra por sí misma produce primero un tallo, luego una espiga, y al fin grano abundante en la espiga. Cuando el fruto está a punto, él aplica en seguida la hoz, porque ha llegado el tiempo de la cosecha". También decía: "¿Con qué podríamos comparar el Reino de Dios? ¿Qué parábola nos servirá para representarlo? Se parece a un grano de mostaza. Cuando se la siembra, es la más pequeña de todas las semillas de la tierra, pero, una vez sembrada, crece y llega a ser la más grande de todas las hortalizas, y extiende tanto sus ramas que los pájaros del cielo se cobijan a su sombra". Y con muchas parábolas como éstas les anunciaba la Palabra, en la medida en que ellos podían comprender. No les hablaba sino en parábolas, pero a sus propios discípulos, en privado, les explicaba todo.
Palabra del Señor.



El Evangelio de San Marcos, tal como lo tenemos hoy, es considerado el más antiguo de los Evangelios.  Para cualquier lector atento de los Evangelios es evidente que entre los tres primeros Evangelios – San Mateo, San Marcos y San Lucas- hay muchos episodios paralelos que tienen notables semejanzas, incluso de vocabula­rio. Esto es lo que permite ponerlos en columnas paralelas de manera que puedan percibirse con una sola mirada; en una «sinopsis». Por este motivo a estos tres Evangelios se les llama «Evange­lios sinópticos».
Examinando los episodios paralelos resulta evidente que existe dependencia entre ellos. Rige aquí el principio de Santo Tomás de Aquino: «Es necesario que en aquellas cosas que son semejantes, una sea causa de otra o que todas procedan de una sola causa». Puede demostrarse fácilmente que San Mateo y San Lucas son independientes. En efec­to, si San Lucas hubiera conocido el Evangelio de San Mateo sería impensable que hubie­ra desar­ticulado el Sermón de la Montaña, por ejemplo, y que hubiera dejado fuera de su Evangelio, la parábola de las diez vírgenes necias y prudentes, y la parábola del juicio final, que son textos propios del Evangelio de San Mateo. Por su parte, tampoco es posible concluir que San Mateo haya conocido el Evangelio de San Lucas, porque, en este caso habría debido prescindir del así llamado «Evangelio de la infan­cia» de San Lucas con los episodios de la Anunciación, de la Visita­ción, del Naci­miento de Jesús, y habría tenido que desesti­mar las magní­ficas parábolas del hijo pródigo y del buen samaritano, que aparecen sólo en Lucas.
Resta entonces la única conclusión posible para explicar las semejanzas entre los tres Evangelios sinópti­cos: que tanto San Mateo como San Lucas dependan de San Marcos, es decir, que ambos evangelistas, al escribir sus respectivos Evangelios, hayan tenido ante los ojos el Evangelio de San Marcos y lo hayan empleado como fuente. Esto significa que el Evangelio de San Marcos es el más antiguo y original -como hemos afirmado más arriba- y es el único que en un momento existió sólo.
Podemos concluir entonces que fue San Marcos el creador el género literario llamado «evangelio», que luego fue adoptado por todos los demás. Este género consiste en la revelación progresiva de la identidad de Jesús de Nazaret a través de un relato de su vida, predicación y milagros, de la hosti­lidad creciente de las autoridades judías, de su pasión y muerte en la cruz y de su resurrec­ción de entre los muertos. Cuando escribió su Evangelio, San Marcos pretendía dar una respuesta completa a la pregunta: ¿Quién es Jesús de Nazaret? En nuestra lectura de este Evangelio, que es el que se lee en la liturgia durante este año B, estamos procurando encontrar esa respuesta.
El ramo plantado en la montaña
Hemos dicho que la Primera Lectura tiene relación con el Evangelio. En efecto, la lectura del profeta Ezequiel (17,22-24) se dirige al pueblo en el exilio de Babilonia y anuncia que Dios tomará de la punta de un alto cedro un ramo que plantará en la montaña de Israel. Echará ramas y se convertirá en un cedro magnífico en cuya ramas habitará toda clase de pájaros. El profeta veía el futuro de Is­rael. Pero Dios veía mucho más allá. Jesús le da su pleno sentido, anunciando el desarrollo impresionante de la Iglesia, cuya realidad es precisamente hacer presente en el mundo el Reino de Dios.
¿Qué es el Reino de Dios?
En el Evangelio de hoy Jesús explica el misterio del Reino de Dios mediante dos parábolas: el Reino de Dios es como un grano de trigo echado en la tierra, que brota y crece hasta que, sin saber cómo, llega a ser trigo abun­dante; el Reino de Dios es como un grano de mostaza, que siendo la más pequeña de las semillas, crece hasta hacerse la mayor de las hortalizas, de modo que las aves del cielo anidan en sus ramas.
Las parábolas del trigo que crece indefectiblemente y del grano de mostaza que crece hasta un árbol magnífico, destacan el crecimiento del Reino de Dios en el mundo. Jesús extiende su mirada hacia el futuro y ve que, a pesar de la modestia de los orígenes, la Iglesia crecerá y llenará el mundo. Sólo dentro de la Iglesia de Cristo tenemos expe­riencia del Reino de Dios.
Si nos preguntamos: ¿Qué es el Reino de Dios?, nos responde el Santo Padre en su encíclica sobre las misiones: «El Reino de Dios no es un concepto, no es una doctrina, no es un programa sujeto a libre elaboración; el Reino de Dios es ante todo una persona, que tiene el rostro y el nombre de Jesús de Nazaret, imagen del Dios invisible»[1].  Por eso es que se puede encontrar sólo dentro de la Iglesia. Es que «la luz de los pueblos, que es Cristo, resplan­dece sobre la faz de la Iglesia», como leemos en la Lumen Gentium.
Las parábolas del crecimiento del Reino de Dios deberían ser suficientes para comprender que Jesucristo es el Señor de la historia. No es necesario tener fe para entender que aquí hay una auténtica profecía. Esta ense­ñanza fue propuesta por Jesús alrededor del año 30 de nuestra era y fue registrada por escrito en el Evangelio de San Marcos no después del año 70 (en realidad, mucho an­tes). A la luz del desarrollo posterior y de la situación actual del cristianismo en el mundo, cualquier persona inteligente debe reconocer que Jesús fue de una clarivi­dencia extraordinaria. Él anunció este desarrollo de su Iglesia cuando nada hacía preverlo y cuando nadie lo habría imaginado. Al contrario, todo hacía suponer que ese movimiento había sido sofocado con la muerte de Jesús en la cruz.
Tal vez la opinión más sensata haya sido la del Rabino Gamaliel. En un momento en que los seguidores de Jesús eran un minúsculo grupo, aconsejó al tribunal judío: «’Desentendeos de estos hombres y dejadlos. Porque si esta idea o esta obra es de los hombres, se destrui­rá; pero si es de Dios, no conseguiréis destruirlos. No sea que os encontréis luchando contra Dios’. Todos aceptaron su parecer» (Hch 5,38-39). La historia ha registrado numero­sos episodios de persecución; pero no han conseguido destruir la Iglesia. Los hombres sensatos de hoy tienen más elementos para concluir que la Iglesia es obra de Dios y que Él la conduce y gobierna. ¡Ojalá nadie se encuentre luchando contra Dios!
Una palabra del Santo Padre:
«Jesús de Nazaret lleva a cumplimiento el plan de Dios. Después de haber recibido el Espíritu Santo en el bautismo, manifiesta su vocación mesiánica: recorre Galilea proclamando “la Buena Nueva de Dios: El tiempo se ha cumplido y el Reino está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva” (Mc 1, 14-15; cf. Mt 4, 17; Lc 4, 43). La proclamación y la instauración del Reino de Dios son el objeto de su misión: “Porque a esto he sido enviado” (Lc 4, 43). Pero hay algo más: Jesús en persona es la “Buena Nueva”, como Él mismo afirma al comienzo de su misión en la sinagoga de Nazaret, aplicándose las palabras de Isaías relativas al Ungido, enviado por el Espíritu del Señor (cf. Lc. 4, 14-21). Al ser Él la “Buena Nueva”, existe en Cristo plena identidad entre mensaje y mensajero, entre el decir, el actuar y el ser. Su fuerza, el secreto de la eficacia de su acción consiste en la identificación total con el mensaje que anuncia; proclama la “Buena Nueva” no sólo con lo que dice o hace, sino también con lo que es.
El ministerio de Jesús se describe en el contexto de los viajes por su tierra. La perspectiva de la misión antes de la Pascua se centra en Israel; sin embargo, Jesús nos ofrece un elemento nuevo de capital importancia. La realidad escatológica no se aplaza hasta un fin remoto del mundo, sino que se hace próxima y comienza a cumplirse. “El Reino de Dios está cerca” (Mc 1, 15); se ora para que venga (cf. Mt 6, 10); la fe lo ve ya presente en los signos, como los milagros (cf. Mt 11, 4-5), los exorcismos (cf. Mt 12, 25-28), la elección de los Doce (cf. Mc 3, 13-19), el anuncio de la Buena Nueva a los pobres (cf. Lc 4, 18). En los encuentros de Jesús con los paganos se ve con claridad que la entrada en el Reino acaece mediante la fe y la conversión (cf. Mc 1, 15) Y no por la mera pertenencia étnica.
El Reino que inaugura Jesús es el Reino de Dios; Él mismo nos revela quién es este Dios al que llama con el término familiar “Abba”, Padre (Mc 14, 36). El Dios revelado sobre todo en las parábolas (cf. Lc 15, 3-32; Mt 20, 1-16) es sensible a las necesidades, a los sufrimientos de todo hombre; es un Padre amoroso y lleno de compasión, que perdona y concede gratuitamente las gracias pedidas.
San Juan nos dice que “Dios es Amor” (1 Jn 4, 8. 16). Todo hombre, por tanto, es invitado a “convertirse” y “creer” en el amor misericordioso de Dios por él; el Reino crecerá en la medida en que cada hombre aprenda a dirigirse a Dios como a un Padre en la intimidad de la oración (cf. Lc 11, 2; Mt 23, 9), y se esfuerce en cumplir su voluntad (cf. Mt 7, 21)».
Juan Pablo II. Encíclica Redemptoris Missio, 13.

sábado, 9 de junio de 2012

CUERPO Y SANGRE DE CRISTO, INVITADOS A LA CENA DE JESÚS

 
 
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Marcos 14, 12-16. 22-26
El primer día de la fiesta de los panes Ácimos, cuando se inmolaba la víctima pascual, los discípulos dijeron a Jesús: «¿Dónde quieres que vayamos a prepararte la comida pascual?»
Él envió a dos de sus discípulos, diciéndoles: «Vayan a la ciudad; allí se encontrarán con un hombre que lleva un cántaro de agua. Síganlo, y díganle al dueño de la casa donde entre: El Maestro dice: "¿Dónde está mi sala, en la que voy a comer el cordero pascual con mis discípulos?" Él les mostrará en el piso alto una pieza grande, arreglada con almohadones y ya dispuesta; prepárennos allí lo necesario.»
Los discípulos partieron y, al llegar a la ciudad, encontraron todo como Jesús les había dicho y prepararon la Pascua.
Mientras comían, Jesús tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: «Tomen, esto es mi Cuerpo.»
Después tomó una copa, dio gracias y se la entregó, y todos bebieron de ella. Y les dijo: «Esta es mi Sangre, la Sangre de la Alianza, que se derrama por muchos. Les aseguro que no beberé más del fruto de la vid hasta el día en que beba el vino nuevo en el Reino de Dios.»
Cada año el pueblo judío celebra la fiesta de Pascua, así como está mandado en la Biblia. En la primera noche de esta fiesta las familias se reúnen en una cena en la que antiguamente se comía un cordero que debía haber sido sacrificado esa mis­ma tarde en el Templo de Jerusalén. Como la Biblia prohíbe ofrecer sacrificios fuera del Templo de Jerusalén, después que éste fue destruido por los romanos en el año 70, ya no se puede contar con el cordero sacrificado para la cena. No obstante, los judíos continúan celebrando la cena pascual en el día correspon­diente, pero ya sin el cordero pascual.

Durante esa cena se revive lo que sucedió cuando los israe­litas fueron liberados por Dios de la esclavitud de Egipto. Antes de partir habían sacrificado un cordero, y con su sangre habían marcado las puertas de sus casas para evitar el castigo que Dios enviaría a los egipcios. Tomando elementos de antiguos ritos de las tribus semíticas nómades, se instituyó entonces esta cena de celebración, en la que anualmente se debía revivir la experiencia de la salvación y de la liberación del pueblo.

Para celebrar esta cena que conmemora este acontecimien­to, toda la familia se recostaba sobre almohadones. Este detalle era importante porque era el signo de la liberación: comían recostados como los señores y no sentados en el suelo como los esclavos. Ubicados de esa manera, en torno a la mesa adornada con velas encendidas, cantaban Salmos, recitaban oraciones, leían los textos de la Biblia y sus explicaciones. El padre de familia tenía un papel muy importante porque presidía, recitaba la ac­ción de gracias sobre el pan y el vino que se iban a consumir, y explicaba los textos bíblicos propios de esta celebración. En la actualidad, la forma de celebrar la cena de Pascua que tienen los judíos ha variado muy poco. Esta cena no es una simple comida familiar, como la de cualquier fiesta, sino que todo está previsto: lo que cada uno debe decir, qué se debe cantar, a quién le corresponde intervenir y en qué orden se deben servir las comidas y las copas de vino.

Al llegar la fiesta de Pascua, los discípulos de Jesús interro­garon al Maestro. Indudablemente Jesús también celebraría la cena como todos los hombres piadosos. Con un relato que tiene gran semejanza con el de la preparación de la entrada en Jeru­salén, el Evangelio describe la forma en que los discípulos llega­ron a la casa donde se debía celebrar la cena de Pascua. Llega­da la hora, Jesús y los Doce se reunieron en la sala preparada con los almohadones sobre los que se recostarían para celebrar la cena, según estaba previsto.

Pero los discípulos no sabían que Jesús, al celebrar la fiesta de Pascua, le daría un nuevo sentido: la liberación de la esclavi­tud de Egipto y el cordero sacrificado pasarían a ser figuras de la realidad que es él mismo Jesús. Él es el que con el derrama­miento de su sangre arranca al hombre de la esclavitud del pe­cado y de la muerte. En la nueva Pascua se experimenta y se gusta la verdadera salvación y la verdadera liberación.

EL CORDERO SACRIFICADO

Ocupando el lugar del padre de familia, Jesús está en medio de sus discípulos y preside la cena de Pascua. Llega el momen­to en que le corresponde pronunciar la acción de gracias por el pan. Según está establecido, toma un pan y recita la oración correspondiente, luego va rompiendo el pan y coloca un trozo en la mano de cada discípulo. Al hacerlo, dice estas novedosas palabras: «Esto es mi Cuerpo».

Un Cordero debió ser sacrificado en la noche de la primera Pascua para marcar con su sangre a los miembros del pueblo de Dios y salvarlos de los castigos que estaban por caer sobre los egipcios. Ahora Jesús se entrega como víctima para salvar a todos los hijos de Dios. Su cuerpo será destrozado de la misma forma que se rompe el pan para poder servir de alimento. Este es el nuevo cordero de la Pascua: sin mancha y sin defecto, como corresponde en una ofenda que se hace a Dios.

Cada vez que los cristianos nos reunimos para la celebración de la Misa, el que preside repite las palabras de Jesús: «Esto es mi Cuerpo», y luego nos da el pan partido. Jesús se hace pre­sente en el pan de la Eucaristía para ser nuestro Cordero, el que nos alimenta y nos libera de la condenación.

LA SANGRE DE LA ALIANZA

Hemos escuchado en la primera lectura del día de hoy que cuando los israelitas salieron de la esclavitud de Egipto, Moisés los llevó hasta el Monte Sinaí. Allí Dios se manifestó e hizo la alianza con los israelitas. Los que hasta ese momento habían sido esclavos, ahora obtenían la libertad y comenzaban a ser un pueblo: el pueblo de Dios. El Señor los gobernaba y les daba su ley. Esto se hizo en forma de Alianza, es decir de un compromi­so entre Dios y los hombres. Dios se comprometía a protegerlos y gobernarlos, y ellos se comprometían a ser el pueblo de Dios y a cumplir sus mandamientos: «Ustedes serán mi pueblo, y yo seré su Dios».

Moisés mandó sacrificar algunos animales, luego tomó la sangre y derramó una parte sobre el altar, y con la otra parte roció a todo el pueblo diciéndoles: «Esta es la sangre de la Alian­za que Dios ha hecho con ustedes». De esta forma, Moisés unía definitivamente al altar (que representaba a Dios) y al pueblo, rociándolos con la misma sangre. La firmeza del contrato que­daba asegurada porque Dios y los hombres se habían unido con una misma sangre.

Durante la cena de Pascua, Jesús recordó este momento de la historia del pueblo cuando tuvo que pronunciar la acción de gracias sobre la copa con el vino. Pronunció la bendición y luego la entregó a sus discípulos con palabras que eran como un eco de las de Moisés: «Esta es mi Sangre, la Sangre de la Alian­za...». Ahora hay una nueva víctima: Jesús se sacrifica y derrama su sangre, y con esta sangre se unen todos los cristianos para formar el nuevo pueblo de Dios. Pero ya no es la sangre de los animales, sino la misma sangre de Cristo, como nos ha enseñado el autor de la Carta a los Hebreos en la segunda lectura del día de hoy. Esta sangre está presente en la Eucaristía para ase­gurar cada día la unión de Dios con los hombres, y de todos los hombres entre sí.

HASTA QUE ÉL VUELVA

Jesús termina diciendo: «Ya no volveré a beber... hasta el día en que lo beba nuevo en el Reino de Dios». La cena con Jesús ha comenzado, pero todavía queda una copa que se servirá en el último día cuando celebremos la fiesta del Cielo, el Banquete con Dios. No sabemos cómo será el Cielo, no tenemos forma de imaginarlo. En todo caso siempre usamos la palabra "fiesta", o "banquete", u otra que nos dé la idea de una gran alegría. Jesús también nos habla de ese Banquete, pero nos dice que ya ha comenzado. Cada vez que nos reunimos como hermanos para partir el mismo Pan que es Cristo, escuchamos su Palabra y participamos alegremente en la celebración de la Misa, ya esta­mos empezando a vivir las alegrías del cielo. Ya Jesús está cenando con nosotros, y Él mismo se nos da como alimento. La Misa no es una ceremonia lúgubre u oscura, sino que es el ale­gre comienzo del banquete celestial.

EL SACRAMENTO DE NUESTRA FE

En la Misa repetimos lo que Cristo ha ordenado a sus discí­pulos, se revive e1 Sacrificio de Jesús que se entrega como víc­tima y derrama su sangre por nosotros en la Cruz. Se revive el banquete de Pascua en el que Cristo preside la cena y nos ali­menta con la carne y la sangre del cordero que nos salva de la condenación y asegura nuestra Alianza con Dios. Se comienza a festejar la alegría del Cielo sentándonos en la Mesa de Dios.

Pero todo esto está oculto: solamente vemos las apariencias del pan y del vino, mientras que la fe nos asegura todo lo demás. Creemos firmemente en la palabra de Cristo que nos dice que detrás de esas apariencias está su presencia y su sacrificio. Por eso el sacerdote dice: «¡Este es el Sacramento de nuestra fe!»

Hasta hace algunos años comulgábamos de rodillas porque queríamos hacer más visible nuestra adoración ante la presen­cia de Cristo. Actualmente hemos vuelto a una costumbre mu­cho más antigua, que es la que tenían los primeros cristianos y durante varios siglos se mantuvo en la Iglesia: nos ponemos de rodillas en la consagración para expresar nuestra adoración, y comulgamos de pie para expresar nuestra fe. De la misma for­ma que nos ponemos de pie para la proclamación del Evangelio y la recitación del Credo, así también expresamos nuestra fe en la Eucaristía comulgando de pie, y cuando el sacerdote o minis­tro nos dicen: «Esto es el Cuerpo de Cristo», hacemos nuestro acto de fe respondiendo en voz alta: «Amén», que traducido en castellano significa: «¡Así es, efectivamente!»

TOMEN Y COMAN TODOS...

En cada Misa oímos que se repite esta invitación de Jesús. El se ofreció al Padre por todos, y quiere que todos participen de este acto salvador, por eso entrega todos los días su Cuerpo y su Sangre en todos los altares del mundo. Algunos cristianos pasan mucho tiempo sin acercarse a comulgar. Tal vez lo hagan por­que no están suficientemente preparados, o porque hace mucho que no van a confesar sus pecados para recibir el sacramento de la reconciliación. A los cristianos que obran así podríamos preguntarles: ¿No vale la pena hacer un esfuerzo y acercarse a un confesor? La invitación de Jesús, ¿tiene tan poca importancia que la podemos dejar pasar? ¿Cómo juzgaríamos nosotros la actitud de una persona a la que invitamos a comer a nuestra casa, si se pusiera a mirar cómo comemos y no quisiera servirse nada de lo que le ofrecemos?

Tal vez lo hacen porque consideran que no son lo suficiente­mente puros o santos como para recibir el Cuerpo y la Sangre del Señor. Esto es verdad, no hay ninguna persona humana que sea digna de la comunión si Dios no la purifica antes. Pero re­cordemos que Cristo ha querido quedarse entre nosotros bajo la apariencia del pan para que lo busquemos cuando nos sentimos débiles, cuando necesitamos alimento. Antes de la comunión decimos: «Señor, yo no soy digno...». Si ponemos de nuestra parte lo que nos exige la Iglesia (por ejemplo, nos confesamos si nos hace falta), Dios hará todo lo demás: «... ¡una palabra tuya bastará para salvarme!». San Ambrosio instruía a los fieles de Milán sobre la frecuencia con que debían recibir este sacramento, y les decía: "¿Qué te dice el Apóstol cada vez que lo recibes? Cada vez que lo recibimos "anunciamos la muerte del Señor" (1Cor 11, 26). Si anunciamos su muerte, anunciamos el perdón de los pecados. Si la sangre siempre se derrama para perdón de los pecados, debo recibirla siempre, para que siempre se me perdonen los pecados. Yo, que peco siempre, debo tener siempre la medicina".

Cuando estamos en la Casa de Dios, no seamos hijos rebel­des que se niegan a comer lo que les ofrece el Padre.

UNA COMIDA QUE NOS COMPROMETE

San Pablo nos enseña que por recibir la Eucaristía formamos todos un solo Cuerpo con Cristo: «Todos nosotros formamos un solo cuerpo, porque participarnos de ese único pan». El Cuerpo y la Sangre del Señor nos unen para que formemos este nuevo Pueblo de Dios, nos unimos con Cristo pero también con todos los demás cristianos. Somos todos como una sola persona. Cada comunión que recibimos nos tiene que hacer sentir más unidos a nuestros hermanos, nos tiene que hacer más sensibles a las ale­grías y a las tristezas, a las necesidades y a los problemas de los demás. La Eucaristía hace que Cristo y los demás ya no sean "otros", sino "nosotros mismos". Debemos reavivar el sentido de la palabra «comunión». La Eucaristía no es una comida que nos aísla, sino por el contrario, nos introduce en una «común unión», una unión con todos los demás.

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«Pablo dijo ‘La comunión del Cuerpo’ (1Cor 10, 16), pero como lo que es comunicado es diferente de aquél que recibe esta co­municación, él quitó esta diferencia que parece pequeña. Cuando dijo ‘La comunión del Cuerpo’ (1Cor 10, 16) quiso indicar una proximidad mayor, por eso añadió: ‘Porque siendo muchos, somos un solo pan, un solo cuerpo’. ¿Por qué digo comunión? Dice: Porque somos ese mismo Cuerpo ¿Qué es el pan'? El cuerpo de Cristo. ¿En qué se convierten los que lo reciben? En cuerpo de Cristo. No son muchos cuerpos, sino un solo cuerpo, como el pan, que está hecho de muchos granos de trigo, pero unidos de tal modo que de ninguna manera se percibe la multitud de los granos. Ellos están, pero la diferencia entre ellos desaparece por la unión. De la misma manera nos unimos entre nosotros y con Cristo. Porque tú no te alimentas de un cuerpo mientras aquél se alimenta de otro, sino que todos nos alimentamos del mismo cuer­po. Por eso añade Pablo: ‘Todos participamos del mismo pan’ (1Cor 10, 17).

Si todos participamos del mismo pan y todos nos convertimos en lo mismo ¿por qué no manifestamos el mismo amor y de esta forma nos convertimos en la misma cosa? Esto sucedía antigua­mente, en tiempos de nuestros antepasados, porque ‘la multitud de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma’ (Hch 4, 32). Pero ahora no es así, sino todo lo contrario, porque hay muchas y diferentes guerras de unos contra otros, y contra los miembros del propio cuerpo somos más crueles que las fieras.

Pero a ti, que estabas alejado, Cristo te unió a Él mismo. Y tú, que has gozado de este amor y de esta vida del Señor, no te dignas poner el debido cuidado de unirte a tu hermano, sino que por el contrario, te alejas de él».
(San Juan Crisóstomo, Homilías sobre 1Cor, 24, 2).

martes, 5 de junio de 2012

LIBERTAD Y PASIÓN DEL HOMBRE



 Continuamos compartiendo algunos puntos claves sobre NO HACERSE DAÑO A UNO MISMO, esta vez centrandonos en la el amor como fin de la libertad, y sus diferencias entre lo estoico y lo cristiano.

Hay un aspecto de nuestra existencia al que Epicteto no le presta la suficiente atención. Porque aunque hable de la preocupación por los hombres, porque en todos y cada uno de ellos se puede encontrar una chispa de Dios, en el aspecto del amor que debemos dar a los demás insiste mucho menos que lo que Jesús nos ha enseñado. De ahí  que los primeros cristianos hayan asumido ciertamente la idea estoica de libertad, pero le han dado al mismo tiempo una nueva interpretación. Cristo nos ha liberado para la libertad. Si nos fijamos en la entrega que Jesús hizo de sí mismo en la cruz, nos veremos libres de seguir misioneros de nosotros mismos, seremos libres para entregarnos a los demás a través del amor.
El que ama es sobre todo alguien que se ha liberado de sí mismo. Peo no se ve libre de las pasiones ni del dolor que le puede causar alguna persona que le ama.
Sí, la verdad es que el mor nos hace vulnerables. No hay amor sin sufrimiento. Pero las heridas que me produce el verdadero amor, no tiene nada que ver con las heridas que yo mismo me hago. En todo caso, lo que a menudo hace el amor es que afloren viejas enfermedades. Algo que duele de verdad. Sin embargo, el amor  puede también curarlas.
La libertad cristiana es una libertad para el amor, una libertad de toda autocrispación, de todo apasionamiento en uno mismo y en sus propios deseos. Pero la libertad del amor tiene como condición la libertad de la que habla Epicteto, la liberación de falsas ideas que nos hacemos sobre el mundo, y la libertad de pathos, es decir, de la esclavitud de las pasiones como la ira, la tristeza, el miedo y los celos. Todavía hoy como cristianos podemos aprender de Epicteto la manera de liberarnos de las falsas ideas que s hacemos sobre el mundo y de la dependencia del mundo tal como se manifiesta en las pasiones. Pero la meta de nuestra libertad es algo radicalmente distinto.
En Epicteto la meta de la libertad es la paz interior y la imperturbable paz del alma. Si esto se toma absolutamente, puede llevar a un circulo narcisista en torno a uno mismo. Para los cristianos, la meta de la libertad es el amor que puede entregarse pero que también puede ser herido por los hombres. Por el contrario, el amor que nos estresa no tiene nada de amor; y tampoco lo es el amor que nos exige demasiado o nos crea mala conciencia cuando alguna vez decimos no. Aquí se habla de un amor que es libre de entregarse a una persona o a un grupo y comprometerse totalmente, pero que también es libre incluso para ponerse limites y decir que no, si se cree que debe hacerlo.
Jesús nunca se sintió obligado a cumplir los deseos de todas las personas. Nuestro amor procede a menudo no de nuestra libertad interior, sino de la presión de tener que contener a todos. A veces esta presión se traduce en dolor de cabeza. Pero cuando nuestro amor es fruto de nuestra libertad interior, entonces no hay normalmente dolor de cabeza que valga. El cuerpo es un gran indicador que nos dice si somos libres de verdad o si nuestro compromiso está determinado por nuestra necesidad de ser reconocidos y aceptados. Si nuestro amor depende de nuestras propias necesidades y de la presión de las expectativas de los demás, entonces ese amor nos hace daño.