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domingo, 26 de abril de 2015

TODOS SOMOS PASTORES



En aquel tiempo dijo Jesús: “Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas; pero el que trabaja solamente por la paga, cuando ve venir al lobo deja las ovejas y huye, porque no es el pastor y porque las ovejas no son suyas. Y el lobo ataca a las ovejas y las dispersa en todas direcciones. Ese hombre huye porque lo único que le importa es la paga, y no las ovejas. Yo soy el buen pastor. Así como mi Padre me conoce a mí y yo conozco a mi Padre, así también yo conozco a mis ovejas y ellas me conocen a mí. Yo doy mi vida por las ovejas.

También tengo otras ovejas que no son de este redil; y también a ellas debo traerlas. Ellas me obedecerán y formarán un solo rebaño con un solo pastor. El Padre me ama porque yo doy mi vida para volverla a recibir. Nadie me la quita, yo la doy por mi propia voluntad. Tengo el derecho de darla y de volver a recibirla. Esto es lo que me ordenó mi Padre." (Juan 10, 11-18).

La Iglesia dedica este domingo a la Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones Sacerdotales a la luz de la imagen del Buen Pasto. Meditemos en lo que nos dice el Evangelio, teniendo en cuenta también las otras lecturas de este domingo [Hechos de los Apóstoles 4, 8-12; Salmo 118 (117); 1ª Carta de Juan 3, 1-2].

1. “Yo soy el Buen Pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas”

La imagen del pastor es constante en la Biblia. En el Antiguo Testamento, el libro del Génesis describe los orígenes de Israel hacia el siglo XVIII a.C. a partir de Abraham, Isaac y Jacob, pastores que recorrieron los territorios desérticos del cercano oriente en busca de agua y pasto para sus ganados de ovejas y cabras. Seis siglos después -hacia el XII a.C.- Moisés, tal como nos lo presenta el libro del Éxodo, aprende el oficio de pastor junto al monte Sinaí y es escogido por Dios como instrumento para liberar al pueblo de la esclavitud que padecía en Egipto y conducirlo hacia la tierra prometida. Dos siglos más tarde -hacia el X a.C.-, según se cuenta en el primer libro de Samuel (16, 1-13), es designado rey de Israel un joven pastor que cuidaba el rebaño de su padre Jesé; este joven fue David, quien precisamente compuso los salmos que representan a Dios como el Pastor que conduce, alimenta y protege a su pueblo. Por último, los profetas Jeremías (23, 1-6) y Ezequiel (34, 1-31) -siglos 7º y 6º a.C.-, critican a los jefes políticos y religiosos de su tiempo como malos pastores que han descuidado el rebaño, y anuncian como nuevo y buen pastor a un Mesías descendiente de David.

A estas profecías se refieren en el Nuevo Testamento primeramente los Evangelios de san Mateo y san Lucas, quienes presentan en boca de Jesús la parábola del pastor que encuentra a la oveja perdida y la carga sobre sus hombros, para ilustrar lo que Él mismo hacia al acoger con misericordia a los pecadores, perdonándolos, reincorporándolos a la comunidad y ofreciéndoles la posibilidad de una vida nueva (Mateo 18,12-14; Lc 15,3-7). El Evangelio de Juan, por su parte, destaca una característica esencial del Buen Pastor: dar su vida por las ovejas, en lugar de huir como los asalariados. Esta donación de su propia vida, a la que Jesús hace referencia tres veces en el Evangelio de hoy, es libre y voluntaria, y además conlleva el anuncio de su Resurrección.

2. “Yo conozco a mis ovejas y ellas me conocen a mí”

El capítulo 10 del Evangelio según san Juan se sitúa en el marco de la fiesta de la Dedicación, en la que se conmemoraba la restauración y consagración del Templo de Jerusalén en el año 164 a. C. En el transcurso de esta fiesta tiene lugar entre Jesús y los jefes religiosos, precisamente en los atrios o alrededores de la entrada del Templo, una discusión en la cual les dice que Él es el buen pastor, lo que implica una crítica a sus adversarios como malos pastores. Jesús se aplica la imagen del pastor a quien sí le importa sus ovejas, y a quien éstas identifican como el que se preocupa por cada una y va delante de ellas (Juan 10, 4), abriéndoles y mostrándoles el camino.
Sin embargo, existe el peligro de malentender la imagen del pastor cuando se concibe a la Iglesia como una organización autoritaria en la que los jefes imponen su poder a unos borregos pasivos sin libertad ni iniciativa propia. Por el contrario, lo que Jesús quiere es que formemos una comunidad en la que todos sus integrantes seamos reconocidos como “pueblo de Dios”, tal como lo indicó el Concilio Vaticano II (1962-1965). Por eso, en la labor “pastoral” de la Iglesia todos debemos reconocernos mutuamente como hermanos, con distintos dones o carismas y variados oficios, pero todos iguales en dignidad como “hijos de Dios”, como lo recalca la segunda lectura, tomada de la primera carta de Juan.

Esta frase y las que siguen se refieren a quienes en aquel tiempo no formaban parte del pueblo judío. Para ellos es también la obra redentora de Jesús, más allá de los límites estrechos de un pueblo y de una religión específica con sus ritos tradicionales simbolizados en el Templo de Jerusalén. El mensaje de salvación del Buen Pastor es universal. Y para que sea efectivo, Jesús quiere formar una Iglesia cuya unidad sea un testimonio creíble. Ya desde fines del siglo primero, cuando con base en la predicación del apóstol Juan fue escrito el cuarto Evangelio, se habían comenzado a producir divisiones entre los cristianos y surgían grupos que se enfrentaban a los apóstoles y a sus sucesores. Hoy persiste esta situación, y a pesar de lo que se viene haciendo desde el Concilio Vaticano II (1962-1965), que fue llamado “Ecuménico” por su intención de buscar la unidad respetando la pluralidad, todavía falta mucho para lograr el ideal de ser “un solo rebaño con un solo Pastor”.

Por eso, sea éste un motivo para renovar la petición de Jesús evocada por el mismo evangelista Juan en su relato de la última cena antes de su pasión: “No te ruego solamente por éstos, sino también por los que han de creer en mí al oír el mensaje de ellos. Te pido que todos ellos estén unidos (…), para que el mundo crea que Tú me enviaste” (Juan 17, 20-21).

Finalmente, al estar ya próximo a comenzar el mes que la Iglesia dedica muy especialmente a la veneración de María Santísima, por la intercesión de ella pidámosle al Señor que suscite muchas vocaciones de jóvenes que tengan y realicen el deseo sincero de entregar sus vidas al servicio de la comunidad en el sacerdocio ministerial, y de manera especial oremos hoy quienes han sido ordenados como diáconos, presbíteros y obispos -y entre éstos por el Papa, supremo representante de Cristo en la tierra-, para que cada cual cumpla su misión pastoral a imagen y semejanza de Jesús, el Buen Pastor.-

domingo, 19 de abril de 2015

“Ustedes deben dar testimonio de estas cosas”




Evangelio según San Lucas 24,35-48. 
Los discípulos, por su parte, contaron lo que les había pasado en el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan. 
Todavía estaban hablando de esto, cuando Jesús se apareció en medio de ellos y les dijo: "La paz esté con ustedes". Atónitos y llenos de temor, creían ver un espíritu, 
pero Jesús les preguntó: "¿Por qué están turbados y se les presentan esas dudas? 
Miren mis manos y mis pies, soy yo mismo. Tóquenme y vean. Un espíritu no tiene carne ni huesos, como ven que yo tengo". 
Y diciendo esto, les mostró sus manos y sus pies. 
Era tal la alegría y la admiración de los discípulos, que se resistían a creer. Pero Jesús les preguntó: "¿Tienen aquí algo para comer?". 
Ellos le presentaron un trozo de pescado asado; él lo tomó y lo comió delante de todos. Después les dijo: "Cuando todavía estaba con ustedes, yo les decía: Es necesario que se cumpla todo lo que está escrito de mí en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos". 
Entonces les abrió la inteligencia para que pudieran comprender las Escrituras, 
y añadió: "Así estaba escrito: el Mesías debía sufrir y resucitar de entre los muertos al tercer día, y comenzando por Jerusalén, en su Nombre debía predicarse a todas las naciones la conversión para el perdón de los pecados. 
Ustedes son testigos de todo esto."

Las lecturas de este domingo [Hechos de los Apóstoles 3, 13-15.17-19), Salmo 5 (4), 1ª Carta de Juan 2, 1-5ª y Evangelio según san Lucas 24, 35-48] nos invitan a meditar sobre el mensaje central de nuestra fe: Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios, Dios hecho hombre, está vivo después de su muerte en la cruz y se hace presente en medio de nosotros por su Espíritu, iluminándonos para que comprendamos su obra salvadora y animándonos a dar testimonio de ella. Meditemos especialmente en el Evangelio y apliquémoslo a nuestra existencia cotidiana, teniendo en cuenta también los otros textos bíblicos.

1. “Contaron lo que les había pasado en el camino, y cómo lo reconocieron cuando partió
el pan”

Los dos discípulos a quienes Cristo resucitado les había salido al encuentro cuando caminaban hacia la aldea de Emaús, uno llamado Cleofás y el otro seguramente el mismo evangelista Lucas (24, 13-34), no habían hecho parte del grupo inicial de los doce apóstoles pero sí pertenecían al grupo más amplio de sus seguidores. Ellos habían reconocido su presencia precisamente en la acción de partir el pan, el mismo gesto que su Maestro antes de morir había dicho que fuera repetido en memoria suya. Fueron de prisa a contar a los apóstoles y demás discípulos y discípulas que estaban en Jerusalén la experiencia pascual que habían tenido, y se encontraron con que también en esta primera comunidad, en la que se destaca a Simón Pedro, existía ya la certeza de la resurrección de Jesús.

El término bíblico “partir del pan” se refiere a la Eucaristía. Cada vez que se repite en el momento de la consagración del pan y del vino aquello que Jesús dijo a sus primeros discípulos que hicieran en conmemoración suya, no sólo recordamos lo que Él mismo realizó, sino que se actualiza para nosotros su misterio pascual, es decir, su único sacrificio redentor y su paso de la muerte a la vida, una vida nueva que se hace presente en medio de nosotros y que en la comunión nos alimenta espiritualmente para que podamos continuar el camino de nuestra existencia renovados y plenos de esperanza.

2. “Entonces hizo que entendieran las Escrituras”

Aquellos discípulos que se dirigían a Emaús habían sido ilustrados en el camino por el propio Jesús resucitado, para comprender el sentido de las profecías que en el Antiguo Testamento se referían al Mesías prometido. Ahora reciben una ilustración similar todos los miembros de aquella primera comunidad conformada por sus apóstoles y sus demás discípulos y discípulas. ¿En qué radica dicho sentido? En que el Mesías tenía qué padecer y morir para resucitar, como lo indica el Evangelio y lo dice asimismo Pedro en su discurso presentado por la primera lectura de hoy.

Justamente en ello consiste el misterio pascual de Jesucristo: en su paso por la muerte de cruz para resucitar a una vida nueva y gloriosa. No buscando el sufrimiento por sí mismo, sino asumiéndolo como la consecuencia de haberse entregado plenamente al servicio del Reino de Dios Padre, un reino de justicia, de amor y de paz en beneficio de toda la humanidad, empezando por los excluidos, los rechazados, los marginados. Su cruz fue así el testimonio de la solidaridad completa de Dios hecho hombre con todas las víctimas de la injusticia y de la violencia, para abrirnos a todos, si nos identificamos con Él y nos solidarizamos también con ellas, a la esperanza activa en un porvenir de vida gozosa y sin fin.


3. “Ustedes deben dar testimonio de estas cosas”

Cuando Jesús resucitado pronuncia estas palabras, les está dando a sus primeros discípulos la misión de proclamar su resurrección no sólo de palabra, sino también y ante todo con los hechos. “En esto reconocerán todos que ustedes son mis discípulos: en que se aman los unos a los otros”, les había dicho en la última cena, como nos lo cuenta el Evangelio según san Juan. Y en la 2ª lectura, tomada de la 1ª Carta de Juan, su autor escribe: “para quien guarda su palabra, ciertamente el amor de Dios ha llegado en él a su plenitud. En esto conocemos que estamos en él”.
“Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección…”, decimos en la Misa después de la consagración del pan y del vino. Este anuncio y esta proclamación del misterio pascual de Cristo tenemos que manifestarlo con el testimonio de nuestra vida, cumpliendo el mandamiento del amor y realizando así lo que celebramos en la Eucaristía.


Pidámosle pues al Señor que nos abra el entendimiento comunicándonos su Espíritu Santo, para que no sólo comprendamos el mensaje que nos transmiten los textos bíblicos, sino que también lo vivamos y lo proclamemos de tal modo que, como dice el verso del Salmo, brille sobre nosotros el resplandor de su rostro y demos así un testimonio claro y luminoso de su resurrección.-

martes, 14 de abril de 2015

La Manipulaciòn-la autoestima como barrera




Sustraerse al sufrimiento
La dificultad que encontramos en las personas que han padecido desde su infancia una influencia y una violencia ocultas es que no saben funcionar de otro modo y dan la impresión de agarrarse a su propio sufrimiento. Los psicoanalistas suelen interpretarlo como masoquismo: «Las cosas ocurren como si el análisis revelara un fondo de sufrimiento y de desamparo al que el paciente se agarra como a su bien más preciado, como si darle la espalda supusiera renunciar a su propia identidad».  El lazo con el sufrimiento se corresponde con unos lazos que se han ido entretejiendo con otros en el sufrimiento y en la pena. Si estos lazos nos han formado como seres humanos, nos parece imposible desprendernos de ellos sin al mismo tiempo separarnos de las personas implicadas en ellos. Por lo tanto, no se ama al sufrimiento en sí mismo, lo cual constituiría masoquismo, sino que se ama a todo el contexto en el que se aprendieron los primeros comportamientos.
La pretensión de sensibilizar demasiado pronto al paciente con su dinámica psíquica es peligrosa, por mucha que sepamos que, a menudo, ha entrado en una situación de dominio porque ahí tenía la ocasión de revivir algún aspecto de su infancia. El perverso, con una gran intuición, agarra a su víctima por sus grietas infantiles. Lo único que podemos hacer es ayudar al paciente a tener en cuenta los lazos que existen entre la situación reciente y las heridas anteriores. Y no debemos hacerlo mientras no estemos seguros de que se ha sustraído al dominio y ha alcanzado la suficiente solidez como para asumir su parte de responsabilidad sin caer en una culpabilidad patológica.
Los recuerdos involuntarios e intrusivos suponen una especie de repetición del trauma. Para evitar la angustia ligada a los recuerdos de la violencia que padecieron, las víctimas intentan controlar sus emociones. Pero, para empezar a vivir de nuevo, tienen que aceptar su propia angustia y saber que no desaparecerá inmediatamente. De hecho, necesitan asumir y soltar su impotencia a través de un verdadero trabajo de duelo. De este modo, podrán aprobar lo que sienten, reconocer su sufrimiento como una parte de sí mismas digna de estima y mirar su herida cara a cara. Sólo esta aceptación permite dejar de lamentarse y termina con la negación de la propia enfermedad.
En un clima de confianza, la víctima puede rememorar tanto la violencia que padeció como sus propias reacciones, puede volver a examinar la situación y puede ver qué actitud adoptó ante la agresión y de qué manera armó ella misma a su agresor. Ya no le hará falta huir de sus propios recuerdos, y encontrará una nueva manera de aceptarlos.
Curarse
Curarse significa volver a unir las partes dispersas y restablecer la circulación entre ellas. Una psicoterapia tiene que permitir que la víctima tome conciencia de que su vida no se reduce a su posición de víctima. Si utiliza su parte sólida, la parte masoquista que la mantenía eventualmente bajo el dominio retrocede. Para Paul Ricoeur, el trabajo de curación empieza en la región de la memoria y prosigue en la del olvido. Para él, tanto puede ocurrir que uno tenga demasiada memoria y que lo atormente el recuerdo de las humillaciones sufridas, como lo inverso, es decir, que uno padezca una falta de memoria y que huya de este modo de su propio pasado. 
El paciente debe reconocer su sufrimiento como una parte de sí mismo que es digna de estima y que le permitirá construir un porvenir. Tiene que encontrar el valor para mirar su herida cara a cara. Sólo entonces podrá dejar de lamentarse o de ocultarse a sí mismo su propia enfermedad.
La evolución de las víctimas que se liberan del dominio demuestra que no estamos ante un problema de masoquismo. Por el contrario, con mucha frecuencia, esta experiencia dolorosa sirve de lección: las víctimas aprenden a proteger su autonomía, a huir de la violencia verbal y a rechazar los ataques contra su autoestima. La víctima no es «globalmente» masoquista, sino que el perverso la ha agarrado por su grieta, que puede ser eventualmente masoquista. Cuando un psicoanalista le dice a una víctima que, con su sufrimiento, se autocompadece, está escamoteando el problema relacional. No somos un psiquismo aislado, sino un sistema de relaciones.
La vivencia de un trauma supone una reestructuración de la personalidad y una relación diferente con el mundo. Deja un rastro que no se borrará jamás, pero sobre el que se puede volver a construir. A menudo, esta experiencia dolorosa brinda una oportunidad de revisión personal. Uno sale de ella reforzado, menos ingenuo. Uno puede decidir que, en lo sucesivo, se hará respetar. El ser humano que ha sido tratado cruelmente puede encontrar en la conciencia de su impotencia nuevas fuerzas para el porvenir. Ferenczi observa que un desamparo extremo puede despertar repentinamente aptitudes latentes. Allí donde el perverso había mantenido un vacío se puede producir una atracción de energía, una especie de aspiración de aire: «El intelecto no nace simplemente de los sufrimientos ordinarios, sino que nace únicamente de los sufrimientos traumáticos. Se constituye como un fenómeno secundario o como un intento de compensar una parálisis psíquica total».  La agresión puede adquirir de este modo un valor de prueba iniciática. La curación podría consistir en integrar el acontecimiento traumático como un episodio que estructura la vida y que facilita el reencuentro con un saber emocional reprimido.

lunes, 13 de abril de 2015

El maltrato psicológico en la vida cotidiana



TEXTO DE MARIE FRANCE HIRIGOYEN

A lo largo de la vida, mantenemos relaciones estimulantes que nos incitan a dar lo mejor de nosotros mismos, pero también mantenemos relaciones que nos desgastan y que pueden terminar por destrozarnos. Mediante un proceso de acoso moral, o de maltrato psicológico, un individuo puede conseguir hacer pedazos a otro. El ensañamiento puede conducir incluso a un verdadero asesinato psíquico. Todos hemos sido testigos de ataques perversos en uno u otro nivel, ya sea en la pareja, en la familia, en la empresa, o en la vida política y social. Sin embargo, parece como si nuestra sociedad no percibiera esa forma de violencia indirecta. Con el pretexto de la tolerancia, nos volvemos indulgentes.
Los perjuicios de la perversión moral constituyen excelentes temas de filmes (Las diabólicas, de Henri-Georges Clouzot, 1954), o de novelas negras. En estos casos, la mente del público tiene claro que se trata de manipulaciones perversas. Sin embargo, en la vida cotidiana, no nos atrevemos a hablar de perversidad.
En el filme Tatie Danièle, de Étienne Chatiliez (1990), nos divierten las torturas morales que una anciana inflige a su círculo de allegados. Empieza por martirizar a su vieja asistenta, hasta el punto que la hace morir «accidentalmente». El espectador piensa: «Le está bien empleado; era demasiado sumisa». Luego, vierte su maldad sobre la familia de su sobrino, que la ha acogido en su casa. El sobrino y su esposa hacen todo lo que pueden para satisfacerla, pero cuanto más le dan, más vengativa se vuelve.
Para ello, utiliza un cierto número de técnicas de desestabilización que son habituales entre los perversos: las insinuaciones, las alusiones malintencionadas, la mentira y las humillaciones. Uno se sorprende cuando ve que sus víctimas no se dan cuenta de esa manipulación malévola. Intentan comprender y se sienten responsables: «¿Qué hemos hecho para que nos deteste tanto?». Tía Danièle no se pica irritadamente. Es únicamente fría y malvada; pero no de una forma ostensible que pudiera acarrearle la enemistad de alguien, sino, simplemente, cuando hace uso de pequeños toques desestabilizadores que son difíciles de identificar. Tía Danièle es muy fuerte: le da la vuelta a la situación, pues se sitúa como víctima al tiempo que coloca a los miembros de su familia en una posición de perseguidores, amparándose en el hecho de que han dejado sola a una mujer anciana de ochenta y dos años, encerrada en un piso, con el único alimento de la comida para perros.
En este ejemplo cinematográfico cargado de humor, las víctimas no reaccionan con una acción violenta como podría ocurrir en la vida corriente; creen que su amabilidad terminará por encontrar un eco y que la agresora se volverá más dulce. Siempre se produce todo lo contrario, pues un exceso de amabilidad es como una provocación insoportable. Finalmente, la única persona que goza del favor de tía Danièle es una recién llegada que la «mete en cintura». Por fin ha encontrado una compañera que está a su altura, y así empieza una relación casi amorosa.
Si esta anciana nos divierte y nos conmueve tanto, es porque sentimos claramente que tanta maldad sólo puede provenir de un gran sufrimiento. La compadecemos igual que la compadece su familia y, por eso mismo, nos manipula como manipula a su familia. Nosotros, los espectadores, no sentimos ninguna piedad por las pobres víctimas, que parecen bien tontas. Cuanto más mala es tía Danièle, más amables se vuelven sus parientes y, por lo tanto, más insoportables le resultan a tía Danièle, pero también a nosotros mismos.
No por ello sus ataques dejan de ser perversos. Estas agresiones se derivan de un proceso inconsciente de destrucción psicológica, formado por acciones hostiles evidentes u ocultas, de uno o de varios individuos, hacia un individuo determinado, cabeza de turco en el sentido propio del término. Efectivamente, por medio de palabras aparentemente anodinas, de alusiones, de insinuaciones o de cosas que no se dicen, es posible desestabilizar a alguien, o incluso destruirlo, sin que su círculo de allegados llegue a intervenir. El o los agresores pueden así engrandecerse a costa de rebajar a los demás, y evitar cualquier conflicto interior o cualquier estado de ánimo al descargar sobre el otro la responsabilidad de lo que no funciona: «¡No soy yo, sino el otro, el responsable del problema!». Si no hay culpa, no hay sufrimiento. Aquí se trata de perversidad en el sentido de perversión moral.
Cada uno de nosotros puede utilizar puntualmente un proceso perverso. Éste sólo se vuelve destructor con la frecuencia y la repetición a lo largo del tiempo. Todo individuo «normalmente neurótico» presenta comportamientos perversos en determinados momentos —por ejemplo, en un momento de rabia—, pero también es capaz de pasar a otros registros de comportamiento (histérico, fóbico, obsesivo...), y sus movimientos perversos dan lugar a un cuestionamiento posterior. Un individuo perverso, en cambio, es permanentemente perverso; se encuentra fijado a ese modo de relación con el otro y no se pone a sí mismo en tela de juicio en ningún momento. Aun cuando su perversidad pase desapercibida durante un tiempo, se expresará en cada situación en la que tenga que comprometerse y reconocer su parte de responsabilidad, pues le resulta imposible cuestionarse a sí mismo. Estos individuos sólo pueden existir si «desmontan» a alguien: necesitan rebajar a los otros para adquirir una buena autoestima y, mediante ésta, adquirir el poder, pues están ávidos de admiración y de aprobación. No tienen ni compasión ni respeto por los demás, puesto que su relación con ellos no les afecta. Respetar al otro supondría considerarlo en tanto que ser humano y reconocer el sufrimiento que se le inflige.
La perversión fascina, seduce y da miedo. A veces, envidiamos a los individuos perversos, pues imaginamos que son portadores de una fuerza superior que les permite ser siempre ganadores. Efectivamente, saben manipular de un modo natural, lo cual parece una buena baza en el mundo de los negocios o de la política. También los tememos, pues sabemos instintivamente que es mejor estar con ellos que contra ellos. Es la ley del más fuerte. El más admirado es aquel que sabe disfrutar más y sufrir menos. En cualquier caso, prestamos poca atención a sus víctimas, que pasan por ser débiles o poco listas, y, con el pretexto de respetar la libertad del otro, podemos vernos conducidos a no percibir ciertas situaciones graves. En efecto, una manera actual de entender la tolerancia consiste en abstenerse de intervenir en las acciones y en las opiniones de otras personas aun cuando estas opiniones o acciones nos parezcan desagradables o incluso moralmente reprensibles. Manifestamos asimismo una indulgencia inaudita en relación con las mentiras y las manipulaciones que llevan a cabo los hombres poderosos. El fin justifica los medios. Pero, ¿hasta qué punto es esto aceptable? ¿No corremos con ello el riesgo de erigirnos en cómplices, por indiferencia, y de perder nuestros límites o nuestros principios? La tolerancia pasa necesariamente por la instauración de unos límites claramente definidos. Ahora bien, este tipo de agresión consiste precisamente en una intrusión en el territorio psíquico del otro. El contexto sociocultural actual permite que la perversión se desarrolle porque la tolera. Nuestra época rechaza el establecimiento de normas. Nombrar la manipulación perversa supone establecer un límite, lo que se identifica con una intención de censura. Hemos perdido los límites morales o religiosos que constituían una especie de código de civismo y que podían hacernos decir: «¡Eso no se hace!». Sólo nos volvemos a encontrar con nuestra capacidad de indignarnos cuando los hechos aparecen en la escena pública, presentados y amplificados por los medios de comunicación. El poder no establece un marco de acción y elude sus responsabilidades al respecto de las gentes a las que supuestamente dirige o ayuda.
Los mismos psiquiatras se muestran dubitativos a la hora de nombrar la perversión, y sólo lo hacen para expresar su incapacidad de intervenir, o bien para mostrar su curiosidad ante la habilidad del manipulador. Algunos de ellos discuten la misma definición de perversión moral y prefieren hablar de psicopatía, un vasto desván en el que tienden a acumular todo lo que no saben curar. La perversidad no proviene de un trastorno psiquiátrico, sino de una fría racionalidad que se combina con la incapacidad de considerar a los demás como a seres humanos. Algunos de estos perversos cometen actos delictivos, por los que se los juzga, pero la mayoría de ellos usa su encanto y sus facultades de adaptación para abrirse camino en la sociedad dejando tras de sí personas heridas y vidas devastadas. Psiquiatras, jueces y educadores hemos caído en la trampa de perversos que se hacían pasar por víctimas. Nos dejaron ver lo que ya esperábamos de ellos para seducirnos mejor, y les atribuimos sentimientos neuróticos. Luego, cuando se mostraron como lo que eran realmente al declarar sus objetivos de poder, nos sentimos engañados, ridiculizados y a veces incluso humillados. Esto explica la prudencia de los profesionales a la hora de desenmascararlos. Los psiquiatras se previenen unos a otros —«¡Cuidado, es un perverso!»—, con lo que dan a entender que «Es peligroso», o que «Nada podemos hacer». Se renuncia así a ayudar a las víctimas. Por supuesto, nombrar la perversión es grave. La mayoría de las veces, este término se reserva para actos de una gran crueldad, inimaginables incluso para los psiquiatras, como es el caso de los daños que ocasionan los asesinos en serie. Sin embargo, tanto si evocamos las agresiones sutiles de las que voy a hablar en este libro, como si hablamos de los asesinos en serie, se trata de «depredación», es decir, de un acto que consiste en apropiarse de la vida. La palabra perverso choca, molesta. Corresponde a un juicio de valor, y los psicoanalistas se niegan a emitir juicios de valor. Pero, ¿es ésta una razón para aceptar cualquier cosa? Dejar de nombrar la perversión es un acto todavía más grave, pues supone tolerar que la víctima permanezca indefensa, que sea agredida y que se la pueda agredir a voluntad.
En mi práctica clínica como terapeuta, me he visto obligada a comprender el sufrimiento de las víctimas y su incapacidad de defenderse. En este libro, mostraré que el primer acto del depredador consiste en paralizar a su víctima para que no se pueda defender. De este modo, por mucho que la víctima intente comprender qué ocurre, no tiene las herramientas para hacerlo. Al analizar la comunicación perversa, también intentaré desmontar el proceso que une al agresor y al agredido, con el fin de ayudar a las víctimas, o a las posibles víctimas, a salir de las redes de su agresor. Quizá no se ha escuchado a las víctimas cuando solicitaban ayuda. Con frecuencia, los analistas aconsejan a las víctimas de un ataque perverso que se pregunten en qué medida son responsables de la agresión que padecen, y en qué medida la han deseado, tal vez incluso inconscientemente. En efecto, el psicoanálisis sólo considera lo intrapsíquico, es decir, lo que sucede en la cabeza de un individuo, y no tiene en cuenta su círculo de relaciones: por lo tanto, ignora el problema de la víctima y la considera como una cómplice masoquista. Cuando los terapeutas, no obstante, han intentado ayudar a las víctimas, su reticencia a nombrar a un agresor y a un agredido puede haber reforzado la culpabilidad de la víctima y agravado su proceso de destrucción. Creo que los métodos terapéuticos clásicos no son suficientes para ayudar a este tipo de víctimas. Propondré, por tanto, herramientas más adaptadas, que tienen en cuenta la especificidad de la agresión perversa.



Aquí no se trata de procesar a los perversos —además, ya se defienden bien solos—, sino de tener en cuenta su nocividad y su peligrosidad con el fin de que las víctimas o futuras víctimas puedan defenderse mejor. Aun cuando consideremos, muy exactamente, que la perversión es un arreglo defensivo (contra la psicosis, o contra la depresión) del perverso, esto no lo excusa en absoluto. Existen manipulaciones anodinas que dejan un rastro de amargura o de vergüenza por el hecho de haber sido engañado, pero también existen manipulaciones mucho más graves que afectan a la misma identidad de la víctima y que son cuestión de vida o muerte. Hay que saber que los perversos son directamente peligrosos para sus víctimas, pero también indirectamente peligrosos para su círculo de relaciones, pues conducen a la gente a perder sus puntos de referencia y a creer que es posible acceder a un modo de pensamiento más libre a costa de los demás.
En este libro, no entraré en las discusiones teóricas sobre la naturaleza de la perversión y me situaré deliberadamente, en tanto que victimóloga, del lado de la persona agredida. La victimología es una disciplina reciente que nació en los Estados Unidos y que al principio no era más que una rama de la criminología. Se dedica a analizar las razones que conducen a un individuo a convertirse en víctima, los procesos de victimización, las consecuencias para la víctima, y los derechos a los que ésta puede aspirar. En Francia existe desde 1994 un curso de formación en victimología que conduce a un diploma universitario. El curso se dirige a los médicos de urgencia, a los psiquiatras y terapeutas, a los juristas y a toda persona que tenga la responsabilidad profesional de ayudar a las víctimas. Una persona que ha padecido una agresión psíquica como el acoso moral es realmente una víctima, puesto que su psiquismo se ha visto alterado de un modo más o menos duradero. Por mucho que su manera de reaccionar a la agresión moral pueda contribuir a establecer una relación con el agresor que se nutre de sí misma y a dar la impresión de ser «simétrica», no hay que olvidar que esta persona padece una situación de la que no es responsable. Cuando las víctimas de esta violencia insidiosa recurren a una psicoterapia individual, lo hacen más bien por inhibición intelectual, por falta de confianza en sí mismas, por dificultades de autoafirmación, por un estado de depresión permanente resistente a los antidepresivos, o incluso por un estado depresivo más claro que podría conducir al suicidio. Las víctimas se pueden quejar a veces de sus compañeros o de sus círculos de relaciones, pero no suelen tener conciencia de la existencia de esta temible violencia subterránea, y no se atreven a quejarse de ella. La confusión psíquica que se instaura previamente puede hacer olvidar, incluso al terapeuta, que se trata de una situación de violencia objetiva. El punto en común de todas estas situaciones es que son indecibles: la víctima, aunque reconozca su sufrimiento, no se atreve realmente a imaginar que ha habido violencia y agresión. A veces, duda: «¿No seré yo quien inventa todo esto, como algunos me lo sugieren?». Cuando se atreve a quejarse de lo que ocurre, tiene la sensación de describirlo mal y, por lo tanto, de que no la comprenden.
He elegido utilizar los términos agresor y agredido a propósito, pues se trata de una violencia probada, aunque se mantenga oculta, que tiende a atacar la identidad del otro y a privarlo de toda individualidad. Estamos ante un proceso real de destrucción moral que puede conducir a la enfermedad mental o al suicidio. Conservaré igualmente la denominación de «perverso» porque remite claramente a la noción de abuso, que está presente en todos los perversos. Las cosas empiezan con un abuso de poder, siguen con un abuso narcisista, en el sentido de que el otro pierde toda su autoestima, y pueden terminar a veces con un abuso sexual.

sábado, 11 de abril de 2015

Felices los que creen sin haber visto: la Fe que nos alcanza



Al atardecer de ese mismo día, el primero de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, por temor a los judíos, llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos, les dijo: “¡La paz esté con ustedes!”. Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor. Jesús les dijo de nuevo: “¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes”. Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: “Reciban el Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan”. Tomás, uno de los Doce, de sobrenombre el Mellizo, no estaba con ellos cuando llegó Jesús. Los otros discípulos le dijeron: “¡Hemos visto al Señor!”. El les respondió: “Si no veo la marca de los clavos en sus manos, si no pongo el dedo en el lugar de los clavos y la mano en su costado, no lo creeré”. Ocho días más tarde, estaban de nuevo los discípulos reunidos en la casa, y estaba con ellos Tomás. Entonces apareció Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio de ellos y les dijo: “¡La paz esté con ustedes!”. Luego dijo a Tomás: “Trae aquí tu dedo: aquí están mis manos. Acerca tu mano: Métela en mi costado. En adelante no seas incrédulo, sino hombre de fe”. Tomas respondió: “¡Señor mío y Dios mío!”. Jesús le dijo: “Ahora crees, porque me has visto. ¡Felices los que creen sin haber visto!”. Jesús realizó además muchos otros signos en presencia de sus discípulos, que no se encuentran relatados en este Libro. Estos han sido escritos para que ustedes crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y creyendo, tengan Vida en su Nombre (Jn 20,19-31).

Todos los años, en este segundo domingo de Pascua, se proclama esta página del evangelio de san Juan en la que se relatan las dos apariciones de Jesús resucitado a sus discípulos. Las dos apariciones tienen lugar en día domingo: la primera en el mismo domingo de la resurrección, y la segunda ocho días más tarde. El autor del evangelio indica las dos veces que Jesús se aparece cuando las puertas están cerradas. Quiere hacer ver con esto que las condiciones del Señor resucitado son diferentes de las que tenía antes de la Pasión. Es el mismo, y tiene un cuerpo, desde el memento que puede mostrar en sus manes y en sus pies las marcas que dejaron los claves, así como la perforación de la lanza en su costado. Pero sin embargo no tiene necesidad de trasladarse porque aparece de pronto en medio de ellos, y puede entrar y salir sin necesidad de abrir las puertas. En la primera parte de la lectura se relata la aparición del mismo domingo de Pascua. En las palabras con que el autor del evangelio describe este encuentro de Jesús con sus discípulos se encuentran alusiones a palabras de Jesús que se encuentran en el sermón de la Ultima cena, y se produce aquí una especie de juego de promesa y cumplimiento. Durante la última cena Jesús dijo que les dejaba a la paz, una paz que no era como aquella que da el mundo. Ahora que se aparece resucitado insiste por tres veces en que les da la paz. Esta paz que no es la del mundo es la paz anunciada por los profetas, la paz que viene del cielo y que es don de Dios, porque es participación de la vida y la de la felicidad de Dios. Se indica en el texto que los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor resucitado. En el sermón de la cena se habló también de la alegría, cuando Jesús dijo que cuando lo volvieran a ver tendrían una alegría que nadie les podría guitar. Todas las alegrías de este mundo son limitadas y pasajeras. La única alegría que nadie puede guitar es la alegría total y definitiva que posee Dios. Lo mismo que se ha dicho de la paz se debe decir de la alegría. Es la consecuencia de la participación en la vida divina.  Jesús sopló sobre ellos y les dio el Espíritu Santo. Todos estamos más familiarizados con el relate de la donación del Espíritu Santo del libro de los Hechos de los Apóstoles, porque lo revivimos cada ano en una liturgia especial. San Lucas ha relacionado el don del Espíritu con la fiesta de Pentecostés, que celebra la entrega de la Ley del Sinaí, en el libro del Éxodo. San Juan, en cambio, ha preferido relacionarlo con el Génesis. Al decir que fue "el primer día de la semana" y que se hizo con un soplo sobre las personas ha aludido claramente al relate de la creación. Así como en el comienzo Dios sopló sobre Adán y le dio la vida, ahora Jesús sopla en el primer día de una nueva semana y da nueva vida a sus discípulos. Pero no es como la vida de Adán, que "era polvo y al polvo debía volver", sino que ahora es la vida que da el Espíritu Santo, la vida que dura para siempre porque es participación de la vida divina. Finalmente Jesús envió a sus discípulos, así como Él mismo había sido enviado por el Padre. La misión con la que había sido enviado Jesús, para destruir el pecado y todas sus consecuencias, ahora es conferida a los discípulos. Los creyentes en Cristo participan de la vida y del amor de Dios, y por eso mismo reciben del Padre y a través de Cristo la moción del Espíritu que los impulsa a transformar el mundo. La segunda parte de la lectura describe la segunda aparición, que tiene lugar ocho días después de la Pascua, es decir en un día como hoy. En este caso toda la atención está centrada en la actitud de Tomás, un discípulo que es prácticamente desconocido en los otros evangelios pero que tiene una importancia especial en el de Juan. En la actitud de Tomás se manifiestan las actitudes que se hacen presentes cuando se anuncia el mensaje de la resurrección de Jesús. Son muchos los que se niegan a aceptarlo y piden pruebas sensibles. Piensan que la única forma de conocer al Señor es por medio de los sentidos. También existen algunos cristianos - como había muchos en la época en la que san Juan escribió su evangelio - que piensan que los discípulos que vieron y oyeron a Jesús cuando predicaba en Galilea o en Jerusalén estaban en mejores condiciones para creer que ellos, que viven tantos anos después y no han tenido posibilidad de ver y oír al Señor. Éstos piensan que conocer al Señor por medio de los sentidos es mejor y más perfecto. Precisamente aquí hay que volver a la donación del Espíritu que hizo Jesús en el primer encuentro con los discípulos después de la resurrección. Durante la última cena, cuando el Señor les prometió el Espíritu, les anunció que con este Maestro Divino podrían conocer la verdad y ser familiares de la Trinidad. El conocimiento de Dios, y por eso mismo el conocimiento de Cristo resucitado, ya no sería una simple suma de dates adquiridos por los sentidos, o en libros, o en una escuela, sino una experiencia por un contacto de vida, muy distinta de la que se tiene con los ojos y los oídos del cuerpo. De esta forma se ve que en este relato Tomás representa el deseo de volver al conocimiento de Jesús solo por los sentidos. Pero esta clase de conocimiento también la tuvieron otros para los cuales no fue de ninguna utilidad. Pensemos en Judas, en Caifás, en Pilato...
Los discípulos que habían recibido el Espíritu y que anunciaban el misterio de la resurrección ya conocían a Jesús de otra forma, así como lo iban a conocer todos los creyentes que vendrán en los tiempos futuros. Por eso Jesús le dijo a Tomás: Son más felices los que han creído sin haber visto. Tomás necesitó ver a Jesús para poder creer en la resurrección, pero los discípulos que son "más felices", aquellos que tienen al Espíritu Santo, no necesitan verlo porque lo sienten y lo viven cada día, en cada memento. Perciben la presencia de este Jesús que ya no está muerto y tratan con él como se trata con un amigo a quien se tiene adelante. Ellos no ven a Jesús como Judas o como Pilato, tampoco ven a una estatua sino que perciben y sienten a un ser viviente que por ser el Hijo de Dios resucitado los fortalece, los ilumina y aconseja, y sobre todo los hace participar de la vida y del amor de Dios. Es el Cristo resucitado, conocido de esta manera más perfecta, el que nos presta la mirada de Dios para que comprendamos de otra forma lo que percibimos por los ojos de nuestro cuerpo. Así como a los Apóstoles llorosos porque habían visto cerrarse el sepulcro los llenó de alegría haciéndoles ver la gloria de la resurrección.
LOS TESTIGOS DE LA RESURRECCIÓN
Jesús resucitado ha salido del sepulcro y está entre nosotros. Todos no lo pueden ver sino solamente aquellos que tienen fe. Él ya no se deja ver como en los primeros tiempos. Pero aquellos que pueden verlo por la fe son testigos ante el mundo. Los que conocen a Jesús que ahora está viviente, son los encargados de anunciar a todos los hombres lo mismo que dijeron los diez apóstoles a Tomás: "¡Hemos visto al Señor!" Muchos hombres harán la pregunta de Tomás: "¿Cómo voy a creer, si no veo?". Los cristianos deben responderle con su ejemplo, con su vida. La presencia de Cristo resucitado se deja ver ante el mundo en la presencia y en la vida de los cristianos que viven su fe. En el mundo todavía hay tristeza, hay dolor, hay pecado. Pero una comunidad que vive unida, dando ejemplo de alegría, de amor, de solidaridad, que irradia paz, es la prueba de que Jesús no está muerto. Esa alegría, ese amor, esa solidaridad, esa paz de los cristianos no es la de los simples hombres. La tenacidad y el heroísmo de los santos y de los mártires no es el simple heroísmo humane. La pureza y la santidad, la sabiduría y la luminosidad de la Iglesia no tienen ninguna otra explicación que la resurrección de Cristo. Mirando a nuestro alrededor nos damos cuenta de que los hombres por sus solas fuerzas no pueden hacer todo esto: solamente Jesús resucitado, habitando en los cristianos, puede llegar a transformar de esta forma sus vidas. Y los cristianos, viviendo unidos en la comunidad de la Iglesia, alimentados diariamente con el cuerpo y la sangre del Señor resucitado, meditando sin cesar en su palabra y dejándose transformar por el Espíritu Santo, tienen como misión transformar el mundo para que deje de ser un sepulcro de dolor y lágrimas y se inunde con la luz y la alegría de la nueva vida que Cristo nos trae con su resurrección. Dichosos los que tienen la mirada de la fe, mucho más penetrante que la de Tomás, para poder percibir la presencia del Señor que ahora vive entre nosotros después de haber vencido la muerte y el sepulcro.

domingo, 5 de abril de 2015

LA FE EN LA RESURRECCIÓN


Evangelio del día de Pacua- SAN JUAN 20, 1-9

El primer día de la semana, de madrugada, cuando todavía estaba oscuro, María Magdalena fue al sepulcro y vio que la piedra había sido sacada. 
Corrió al encuentro de Simón Pedro y del otro discípulo al que Jesús amaba, y les dijo: "Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto". 
Pedro y el otro discípulo salieron y fueron al sepulcro. 
Corrían los dos juntos, pero el otro discípulo corrió más rápidamente que Pedro y llegó antes. 
Asomándose al sepulcro, vio las vendas en el suelo, aunque no entró. 
Después llegó Simón Pedro, que lo seguía, y entró en el sepulcro: vio las vendas en el suelo, y también el sudario que había cubierto su cabeza; este no estaba con las vendas, sino enrollado en un lugar aparte. 
Luego entró el otro discípulo, que había llegado antes al sepulcro: él también vio y creyó. 
Todavía no habían comprendido que, según la Escritura, él debía resucitar de entre los muertos. 



El evangelio que se lee en este domingo de Pascua no se refiere directamente a Jesús sino a sus discípulos, Y a la impresión que ellos tuvieron cuando descubrieron el sepulcro vacío. En primer lugar aparece María Magdalena. Esta discípula del Señor había estado al pie de la cruz, había sido testigo del descendimiento del cadáver, y también había visto como se realizaba la sepultura de Jesús. Movida por el profundo amor que sentía por el Señor se dirige al lugar del sepulcro antes que ningún otro, y descubrió con sorpresa que la pesada piedra que cubría la entrada de la gruta había sido quitada. Lo único que pudo imaginar en ese momento era que alguien había retirado el cadáver para llevarlo a otro lugar. Así fue como lo relató a Pedro y al discípulo anónimo, a quien el evangelio llama con el nombre de "amado por Jesús" Pedro y el otro discípulo fueron rápidamente al sepulcro. El evangelio dice que corrían. Ellos sabían que ninguno de los apóstoles y de los amigos de Jesús había retirado el cuerpo. ¿Qué habría sucedido? ¿Los ladrones? ¿Los enemigos? Cualquier explicación era posible. Lo único que no entraba en sus cálculos era la posibilidad de la resurrección. Al llegar observaron que en el lugar quedaban las vendas con las que había sido envuelto el cuerpo, como se hacia con las momias. En un lugar aparte estaba el sudario, que era una especie de pañuelo con el que se envolvía la cabeza y se ajustaba con un nudo en el cuello. Pero al contemplar esto, el evangelio dice que el discípulo amado del Señor vio y creyó. Al leer esta afirmación recordamos inmediatamente que en el mismo evangelio, pocos renglones más abajo, se encuentra el relato de Tomas, que exigió ver para creer. No se puede entender un texto sin tener presente al otro.
 

NUESTRA FE EN LA RESURRECCIÓN DE JESÚS
Ante el anuncio feliz de la resurrección del Señor, se nos propone como ejemplo la actitud del discípulo amado. Su repuesta es la del cristiano que actúa según el modelo que enseña el evangelio de san Juan. Nosotros no hemos tenido oportunidad de ver a Jesús resucitado con los ojos de nuestro cuerpo. Solamente nos encontramos con una palabra de la Sagrada Escritura que nos anuncia que Cristo murió por nuestros pecados y que resucitó, para no morir nunca mas; esa palabra nos enseña que por la muerte y la resurrección del Señor hemos quedado liberados del pecado para vivir la vida nueva de los hijos de Dios. Ante estos anuncios debemos responder con la fe, y nuestra fe debe ser un acto libre. Por eso no hay pruebas en el sentido estricto de la palabra. Solamente hay signos, señales: una tumba vacía... En todas partes se muestran las tumbas que contienen los restos de grandes héroes y personajes de la antigüedad. También los fundadores de religiones tienen sus sepulcros. Pero de Jesús solamente ha quedado en Jerusalén una tumba vacía que se encuentra en la basílica del Santo Sepulcro. Aunque no vayamos a Jerusalén para ver esa tumba, también nosotros podemos ver y creer como el discípulo amado. No vemos a Jesús resucitado, pero vemos que la muerte ha sido vencida. Podemos contemplar que la muerte pierde su eficacia porque triunfa la vida. Es verdad que por todas partes hay guerras y dolor, que parece que el mal se hace cada día más evidente, que cada día son más las personas que están en la pobreza y en la miseria... Pero así como el discípulo amado vio las vendas, nosotros podemos ver que hay personas que no se dejan dominar por el pecado. Tenemos ejemplos de pecadores que sin que sepamos explicar las razones, de un día para el otro abandonan su antiguo proceder para comenzar una vida de virtud.
Aquí será un joven que abandona la droga, allá un avaro y egoísta que comienza a compartir sus bienes, en otra parte un rencoroso que se decide a perdonar, y muchos otros ejemplos más. Pero también están los que diariamente se sacrifican cumpliendo por amor a su familia las exigencias del trabajo penoso y rutinario, los que en medio de la pobreza no pierden el ánimo y trabajan hasta extenuarse para alimentar a sus hijos, Los que con heroísmo sobrehumano pasan en medio de todas las tentaciones y atracciones del pecado y sin embargo mantienen su fidelidad a Cristo. Están los que en silencio y con paciencia soportan el dolor. Están también los que sin ninguna obligación y solamente por amor están trabajando voluntariamente para atender a enfermos, huérfanos o desposeídos... o los que siguiendo su vocación sacerdotal o religiosa se dedican a vivir para Dios y para los hermanos. Esta finalmente el signo que es la misma Iglesia, que a pesar de la debilidad y de los defectos de sus miembros, permanece siempre estable, a través de los siglos, para dar testimonio de la palabra del Señor y para llevar a todos los hombres la buena noticia de la salvación. Todos estos signos son como las vendas: no nos muestran a Jesús resucitado, pero nos indican que está vivo, porque de lo contrario estas cosas no podrían suceder. Estos hechos confirman la palabra de la Escritura que dice que Jesucristo salió del sepulcro vencedor de la muerte. Si analizarnos nuestra propia vida encontraremos sin duda muchos signos de la vida que nos da Cristo resucitado. Y viéndoles, también creemos. Como el discípulo amado, junto a Pedro, que representa en este relate a los pastores de la Iglesia, reafirmemos nuestra fe en la resurrección del Señor. De esta manera tendremos un apoyo sólido v un aumento de fortaleza en nuestro camino hacia la vida definitiva. Profesando la fe en Cristo resucitado renovemos nuestro compromiso de luchar cada día para que triunfe la vida sobre la muerte, el amor sobre el odio, la verdad sobre la mentira, la alegría sobre el dolor.