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miércoles, 30 de julio de 2014
domingo, 27 de julio de 2014
EL TESORO ESCONDIDO
DOMINGO 27 DE JULIO DEL 2014
Evangelio según san Mateo (13,44-52):
En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente: «El reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en el campo: el que lo encuentra lo vuelve a esconder y, lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra el campo. El reino de los cielos se parece también a un comerciante en perlas finas que, al encontrar una de gran valor, se va a vender todo lo que tiene y la compra. El reino de los cielos se parece también a la red que echan en el mar y recoge toda clase de peces: cuando está llena, la arrastran a la orilla, se sientan, y reúnen los buenos en cestos y los malos los tiran. Lo mismo sucederá al final del tiempo: saldrán los ángeles, separarán a los malos de los buenos y los echarán al horno encendido. Allí será el llanto y el rechinar de dientes. ¿Entendéis bien todo esto?»
Ellos le contestaron: «Sí.»
Él les dijo: «Ya veis, un escriba que entiende del reino de los cielos es como un padre de familia que va sacando del arca lo nuevo y lo antiguo.»
El
discurso de las parábolas, que se ha proclamado en el Evangelio de
estos últimos domingos, llega hoy al final. Con estas tres parábolas
Jesús muestra otros aspectos del Reino a los que se sentían atraídos por
su anuncio. Los que seguían a Jesús estaban convencidos de que el Reino
iba a llegar de un memento a otro. En esos años, tal vez más que nunca,
había gran ansiedad porque estaban pasando por situaciones muy
difíciles: los habitantes de Galilea tenían como gobernante un rey judío
indigno, y los de Judea estaban dominados por los romanos que les
hacían sentir su desprecio y les hacían sufrir la opresión. En las
parábolas que se han proclamado en las lecturas evangélicas de los
domingos precedentes se han visto diferentes aspectos del Reino que
anuncia Jesús. En este domingo se presentan en primer lugar dos
parábolas gemelas: el tesoro escondido y la perla de gran valor, que
Jesús dice en particular a los doce Apóstoles, una vez que se ha
dispersado la multitud.
DOS PARÁBOLAS SOBRE EL PRECIO
Estas
parábolas son muy similares y en el fondo significan lo mismo. Algunos
se preguntan por qué en la primera de ellas dice que el Reino se parece a
un tesoro, mientras que la segunda comienza diciendo que el Reino se
parece a un hombre que busca piedras preciosas. Pero esta variación no
debe hacernos confundir. Por los escritos de los maestros judíos de
aquel tiempo se sabe que era común expresarse de esta manera, y que lo
que se quiere decir en un caso y en el otro es que con la llegada del
Reino se produce una situación semejante a la que se da cuando un hombre
halla un tesoro o cuando un comerciante encuentra una perla preciosa.
Nos damos cuenta inmediatamente de que se refieren al "precio" que hay
que pagar para poder entrar en el Reino. Los dos personajes de estas
parábolas venden todo lo que tienen para comprar algo de gran valor que
han encontrado. Uno encontró un tesoro por casualidad, el otro estuvo
buscando piedras preciosas hasta que encontró la perla de valor
excepcional. Las situaciones que se describen coinciden en que se ha
encontrado algo tan valioso que todo lo demás pasa a ser secundario. En
los dos cases se dice que el precio del hallazgo es equivalente a todo
lo que se posee. No se trata de invertir todos los ahorros o de hacer un
gran gasto, sino de vender todo lo que se tiene. El Reino de Dios es
algo tan importante que para poder poseerlo no basta con que nos
despojemos de tal o cual cosa, sino que es necesario dar todo sin
reservarse nada. Si hay albo que no se vende, por pequeño que sea, ya no
alcanza el dinero para comprar el campo o la perla preciosa. Tal vez
los discípulos de Jesús pensaban que cuando llegara el Reino ellos
seguirían siendo como antes, y que lo que cambiaría sería el país, o los
gobernantes, o en todo caso los pecadores. Pero con esta enseñanza,
Jesús les dice que si quieren el Reino tienen que empezar por cambiar
ellos, y no en aspectos parciales, sino totalmente. Otro escrito del
Nuevo Testamento lo expresa de manera muy grafica cuando dice que es
necesario desvestirse del hombre para poder llegar a ser un hombre
nuevo. Con estas parábolas, Jesús nos dice que el Reino va a llegar por
un simple cambio de estructuras políticas, porque la raíz de todos los
males que nos molestan es el pecado que se esconde en nuestros
corazones. Hasta que no cambie nuestro corazón no entrara el Reino.
Jesús ya ha vencido al pecado y a la muerte, por eso el Reino ya esta
presente entre nosotros. Pero ahora es necesario que el Reino penetre
en el mundo, y penetrará a través de nuestros corazones en la medida en
que Dios vaya reinando en ellos. Si Dios tiene que reinar en el corazón
del hombre, entonces deberá desaparecer todo otro poder, toda otra
tiranía, toda otra esclavitud. Es necesario deshacerse de todo, saber
renunciar a todo. De lo contrario, no llegará el Reino. Los que esperan
que el Reino venga desde afuera, mientras ellos contemplan como
espectadores, quedarán desconcertados. Jesús nos dice que en el Reino no
hay espectadores. La única posibilidad de participar en el Reino es
siendo protagonistas. En otras palabras, en el Reino hay que
comprometerse, y solamente los comprometidos lo poseerán.
LOS QUE DESEAMOS EL REINO
Nosotros
también seguimos a Jesús. Venimos detrás de Él en grandes grupos, como
los que lo acompañaban aquel día junto al lago. Nosotros también
hablamos del Reino y deseamos que venga, ya que todos los días decimos
una o varias veces: "... que venga a nosotros tu Reino...". Y, aunque no
nos demos cuenta, también estamos deseando el Reino cuando advertimos
que las cosas andan muy mal en el mundo y ansiamos que todo cambie y se
haga de una vez por todas la voluntad de Dios. Por supuesto que no
queremos las injusticias ni la violencia. Nos molesta la mentira y el
fraude, deseamos que no haya más lágrimas ni dolor. Sabemos que Dios
quiere otra cosa para sus hijos, y esperamos que llegue el día en que se
haga la voluntad de Dios. Eso es esperar el Reino.
¿QUE VENDEREMOS?
Si
hay que vender todo lo que se posee, tenemos que hacer un recuento de
todo lo que es valioso para nosotros. No demos la respuesta fácil
calculando el dinero que llevamos encima o que tenemos ahorrado. Eso
será lo último que se nos pedirá. Tenemos que empezar por nuestra manera
de pensar, por nuestra manera de ser, por nuestros hábitos y
costumbres... Si de veras queremos que Dios sea el Rey en nuestra
sociedad, démosle lugar para que comience a ser Rey en nosotros mismos.
Si nos reservamos nuestras maneras de pensar, nuestros criterios para
juzgar o nuestros propios principios personales, ya no estará reinando
el Señor, sino que reinaremos nosotros mismos. Para que el Señor haga su
voluntad tenemos que renunciar a hacer lo que nosotros queremos. Si
seguimos reservándonos el derecho de decidir por nuestra propia cuenta
lo que está mal o lo que está bien, sin tener en cuenta a Dios, entonces
el Señor no será Rey porque no mandará para nada en nosotros. Y si no
lo dejamos hacer su voluntad en nosotros ¿cómo podemos quejarnos con
sinceridad porque no se hace su voluntad en el mundo? Y también tenemos
que pensar en nuestro dinero, en nuestras propiedades, en las cosas
grandes y pequeñas que poseemos. Si seguimos considerando todo esto como
exclusivamente nuestro, sin compartirlo o ponerlo al servicio de los
demás, nos mantenemos en la situación de esclavos y no tenemos la
suficiente libertad como para poder entrar en el Reino. Si estamos
dominados por las cosas materiales ya no tenemos espacio para que reine
el Señor. El Reino es el único valor que interesa. Ante él, todo lo
demás es secundario y por eso vale la pena renunciar a todo. Las dos
parábolas nos muestran la actitud alegre y decidida de los personajes,
que no dudan un memento en dar los pasos necesarios para adquirir
aquello tan valioso que han encontrado. Puede ser que alguien haya
encontrado el Reino de manera casual. De pronto. sin andar buscando,
Dios le ha hecho conocer su presencia y su plan sobre los hombres, le ha
hecho ver que hay algo más allá en lo cual conviene comprometerse. Como
el hombre que encontró el tesoro por casualidad, la alegría del
encuentro lo encaminará para que renuncie a todo y se lance a esta
aventura de dejarse transformar por el Reino para poder después
emprender la tarea de hacer llegar el Reino a todos los que todavía no
lo conocen. Otro puede andar buscando, con ojos de experto, como el
comerciante de piedras preciosas. Leerá, preguntará, discutirá y
reflexionará. Llegará el día en que de alguna manera Dios le hará ver
d0nde está la verdad, y entonces comprenderá que es necesario dejar todo
lo anterior para abrazar esta única verdad que supera a todas las
sabidurías humanas, y con la alegría del encuentro podrá empeñarse
también en hacer participar a otros de este valor incalculable que Dios
le ha confiado. El Reino ya está entre nosotros y quiere penetrar en el
mundo. Cuando se encuentran personas dispuestas a "vender todo lo que
tienen'' para poseerlo, entonces se abre paso y comienza a manifestarse
en la sociedad.
LA RED
La
última de las parábolas de este capítulo es la de la red arrojada al
mar. Jesús estaba predicando a un público familiarizado con la pesca, y
algunos de sus oyentes eran expertos pescadores, como es el caso de
Pedro y Andrés, Santiago y Juan. La parábola está dirigida a los que
quieren que el Reino se anuncie sólo a una cierta categoría de personas.
Entre los que oían a Jesús muchos pensaban que en el Reino estarían
solamente los que ellos consideraban buenos, o que estarán solamente los
judíos. y quedarían fuera los paganos. A los que pensaban así, Jesús
les relata esta breve parábola en la que dice que en el anuncio del
Reino sucede lo mismo que en la pesca: nadie puede elegir por anticipado
la clase de peces que va a recoger en la red. La red se arroja al mar, y
en ella vendrá toda clase de peces, de buena y de mala calidad. Por esa
razón esta parábola tiene mucho en común con la del trigo y la cizaña.
En las dos se plantea el problema de la presencia del mal y del juicio
que se hará al final de los tiempos. El Reino se anuncia a todos, a los
buenos y a los males, a judíos y a paganos. No se hace acepción de
personas. Solamente en el momento del juicio se dará la separación
definitiva. A los discípulos no les corresponde escoger anticipadamente
quienes van a ingresar en el Reino y quienes quedarán afuera. El mandato
de la misión no conoce límites. En todas estas parábolas ha quedado
claro que en el Reino se manifiesta la bondad y la paciencia de Dios,
que no apresura el juicio condenatorio, sino que espera y nos enseña a
esperar. Con elementos tomados del Antiguo Testamento, Jesús ha mostrado
la novedad del Reino. Como "un dueño de casa que saca de sus reservas
lo nuevo y lo viejo", ha conservado todo lo valioso que había en lo
antiguo y ha introducido lo nuevo.
lunes, 21 de julio de 2014
Evangelio del domingo 20 de julio del 2014
SALIÓ EL SEMBRADOR A SEMBRAR
San Mateo (13,1-23):
Aquel día, salió Jesús de casa y se sentó junto al lago. Y acudió a él tanta gente que tuvo que subirse a una barca; se sentó, y la gente se quedó de pie en la orilla.
Les habló mucho rato en parábolas: «Salió el sembrador a sembrar. Al sembrar, un poco cayó al borde del camino; vinieron los pájaros y se lo comieron. Otro poco cayó en terreno pedregoso, donde apenas tenía tierra, y, como la tierra no era profunda, brotó en seguida; pero, en cuanto salió el sol, se abrasó y por falta de raíz se secó. Otro poco cayó entre zarzas, que crecieron y lo ahogaron. El resto cayó en tierra buena y dio grano: unos, ciento; otros, sesenta; otros, treinta. El que tenga oídos que oiga.»
La palabra, lluvia y semilla
La revelación que Dios realiza a los sencillos por medio de Jesucristo no discurre por medios llamativos y extraordinarios: no consiste en tremendos acontecimientos cósmicos, ni se transmite mediante visiones y apariciones reservadas a unos pocos. Al contrario, son también vías sencillas y accesibles a todos las que nos comunican la sabiduría de Dios. El medio más común y habitual de comunicación entre los hombres es la palabra, y Dios se nos manifiesta como Palabra, y una palabra encarnada, es decir, “traducida” al lenguaje humano, de manera que la podamos entender y acoger. Esa Palabra es palabra de Dios, pero al mismo tiempo es palabra humana, encarnada, cercana y accesible: el mismo Jesús. Suele decirse que el cristianismo es una de las religiones del libro, pero es más exacto afirmar que la fe cristiana es la religión de la Palabra: una Palabra viva y eficaz (cf. Hb 4, 12), que, como la lluvia que empapa la tierra, la fecunda y produce vida, actúa y da frutos en quien la escucha y acepta.
Pero la fuerza y eficacia de la Palabra depende también de aquellos a los que se dirige. No es una palabra de ordeno y mando, ni se impone por la fuerza o las amenazas, sino que apela con respeto a nuestra libertad, invita y llama a establecer un diálogo. Así como la lluvia da frutos si encuentra una tierra bien dispuesta, la Palabra que Dios nos dirige necesita de una respuesta adecuada por parte del hombre.
Jesús compara a la Palabra (que es su propia persona y su misión, realizada en palabras y obras) con una semilla que se arroja a la tierra y encuentra distintas respuestas. Por ello, el objeto principal de la parábola son las distintas actitudes con las que se puede recibir esta semilla llamada a fructificar. Jesús divide a los hombres en cuatro grupos, dependiendo de su actitud ante la Palabra: el rechazo frontal, la acogida superficial que impide que la semilla de la Palabra eche raíces, la acogida sincera, pero que tiene que rivalizar con otras preocupaciones que acaban teniendo toda la prioridad, y, finalmente, la buena tierra, en la que la Palabra muestra toda su fecundidad. Si se tiene en cuenta que en aquel tiempo se consideraba el siete por ciento una buena cosecha, se entiende hasta qué punto Jesús, al hablar del treinta, el sesenta y el cien por ciento, subraya la extraordinaria eficacia de esta semilla lanzada por Dios al mundo cuando encuentra aceptación sincera. Con esta parábola Jesucristo responde al desánimo de los discípulos, que tienen la sensación de que el anuncio del Reino de Dios no acaba de prender y avanza con demasiada lentitud. La parábola del sembrador, como otras parábolas agrícolas de Jesús, es una llamada a la esperanza y a la confianza. Pero también a la responsabilidad. Dios hace su parte sin escatimar nada, pero si el Reino de Dios parece no hacerse presente, al menos suficientemente, tenemos que examinarnos a nosotros mismos para ver si estamos haciendo la parte que nos corresponde, si no será que con nuestras actitudes personales estamos haciendo estéril la rica semilla de la Palabra.
Es importante atender al escenario en el que Mateo sitúa esta y otras parábolas sobre el Reino de Dios. Jesús habla a la multitud que está de pie en la orilla, mientras él está sentado en la barca a una pequeña distancia; se dirige a todos sin distinción, sabiendo que posiblemente muchos de los que le oyen no están en disposición de acoger hasta el final sus palabras: oyen sin entender, miran si ver, porque no están dispuestos a la conversión. De hecho, esta falta de comprensión de las parábolas y, en consecuencia, de la cercanía del Reino de Dios, nos afecta a todos de un modo u otro. Es necesario que, acuciados por esa falta de comprensión, nos lancemos al agua, nos mojemos y nos acerquemos a Jesús para preguntarle por el sentido de sus palabras.
El evangelio de hoy puede leerse en su versión breve, que reproduce escuetamente la parábola del sembrador, o en su versión larga, que incluye la pregunta de los discípulos y la explicación detallada por parte de Jesús. De hecho, las dos versiones son procedentes. La más breve puede suscitar en nosotros el deseo de una comprensión en profundidad, y provocar el que salgamos de la multitud que se mantiene de pie a una cierta distancia, que nos pongamos en movimiento, nos acerquemos a Jesús y, entrando en la barca en la que se sienta, le expongamos nuestras dudas. Es ese movimiento de acercarnos y preguntar lo que nos convierte en discípulos. Y la explicación de Jesús nos puede ayudar a comprender que no sólo existen cuatro grupos de personas que reaccionan de manera distinta ante la predicación de Jesús, sino que esas cuatro actitudes posiblemente son como territorios que conviven de un modo u otro en cada uno de nosotros.
El borde del camino, el rechazo frontal de la Palabra, indica que, aunque nos consideremos creyentes, pueden existir en nosotros “territorios paganos”, sin evangelizar, impermeables al evangelio. En esos aspectos de nuestra vida, sencillamente, no estamos en camino, sino al margen del mismo. Pueden ser actitudes evangélicas de odio hacia ciertas personas o grupos, de rencor y resentimiento, de falta de perdón expresamente afirmada, o costumbres y formas de vida que contradicen abiertamente las exigencias de la fe y no se dejan interpelar por ella. Más frecuente puede ser el terreno pedregoso, la superficialidad que impide que la Palabra eche raíces en nuestra vida. No es raro que la aceptación de la fe se haga por motivos demasiado coyunturales: la nacionalidad, el contexto cultural, la presión social. Si no se llega a asumir personalmente y en profundidad, la semilla se encontrará en terreno pedregoso, sin posibilidad de dar frutos. En estos casos la fe depende demasiado del estado de ánimo o del entorno social favorable o contrario. Falta constancia, perseverancia y, en consecuencia, fidelidad. En muchas personas sinceramente creyentes, incluso consagradas a Dios, es fácil encontrar el terreno en el que crecen las zarzas. Aunque aquí hay una acogida consciente y personal de la Palabra, dominan en nuestra vida urgencias que impiden prestar atención a lo más importante.
Estas pueden ser preocupaciones mundanas, como el éxito o la riqueza, que nos roban el corazón para lo esencial; pero también podemos ocuparnos de cosas muy buenas y santas, como la atención a los demás, el trabajo apostólico, el servicio de la Iglesia, pero que no nos dejan tiempo para la oración y la escucha en profundidad de la Palabra. Uno de los peligros que acecha a los cristianos más comprometidos, sacerdotes y religiosos incluidos, es que hablen mucho de Dios, de Jesús, pero no tengan tiempo para hablar con él y escucharlo. La presencia de estos “territorios” más o menos cerrados a la Palabra no deben hacernos olvidar que Jesús afirma también la existencia en el mundo, en cada uno de nosotros, de tierra buena, en la que el sembrador siembra con la seguridad de una cosecha sobreabundante. Cuando contemplamos la obra que la Palabra de Dios en personas que han sabido ser buena tierra, como pueden ser los santos (y que cada cual elija los que sean de su devoción), no podemos dejar de admirar los frutos abundantes que han dado, y no sólo para sí, sino también para la vida del mundo. También hay en nosotros buena tierra. Por ello, Dios siembra esperanzado. La Palabra de Dios es eficaz y produce frutos. Una falsa humildad no debe descalificar o dejar de mirar esta realidad: Dios no siembra en balde. Él está en nuestra vida y nos urge, con suavidad, pero con insistencia.
El borde del camino, el pedregal, los abrojos, la buena tierra..., a través de nuestras actitudes, hábitos, aficiones, prejuicios, etc., en la complejidad de nuestra vida, somos un poco todo eso. No podemos, sin embargo, contentarnos con ello. No basta con cuidar con mimo la semilla que cae en buena tierra (aquello que ya hemos conseguido, donde podemos hacer algún progreso); hay que trabajar para que todo en nosotros se vaya transformando en buena tierra. Hay que desbrozar, roturar y abonar. Por medio de la oración, los sacramentos, el contacto vivo con Jesús, nuestro Maestro, que nos invita a acercarnos a él y subirnos a su barca, podemos ir convirtiendo en buena tierra los espacios de nuestra vida reacios a la Palabra. Los frutos que demos así no son un botín personal, “méritos” propios; los frutos evocan el don que se ofrece a los demás, que sirve para ayudar y alimentar a otros. Es verdad que ese trabajo puede comportar algunas renuncias y sufrimientos, pero, como dice San Pablo en su carta a los romanos, esos sufrimientos “no pesan lo que la gloria que un día se nos descubrirá”. Pero no hay que pensar, como a veces hacemos, en una especie de “premio” que, en el fondo, sería externo a nosotros mismos. El fruto principal de la Palabra de Dios en nosotros es la plena manifestación los hijos de Dios, en la que cada uno será plenamente sí mismo. Al hacernos hijos de Dios en el Hijo Jesucristo, nuestra vida se convierte en semilla y en palabra, en don y testimonio. Si, como hemos dicho, el cristianismo es la religión de la Palabra, nosotros estamos llamados a ser letras vivas de la misma.
sábado, 19 de julio de 2014
Actividades del P. Bradley s.j. Del 22 de Julio al 1° de Agosto/2014
En el CENTRO AMAR Y SERVIR el P. Raúl proseguirá con sus actividades de la siguiente manera:
‡ Entrevistas: pueden solicitarse al teléfono de Secretaría (4373.9799)
o al celular del P. Raúl (15.5651.3157)
‡ Las clases no se interrumpen, pero tendrán un desarrollo, no obligatorio, acerca de:
“Introducción al Análisis Transaccional”.
‡ La organización horaria será la siguiente :
Martes 22 y 29/7/14 - 19 hs. Clases
Miércoles 23 y 30/7/14 - 18 hs. Misa y Adoración del Santísimo y
Estudio sobre los “Hechos de los Apóstoles”
Jueves 24/7/14 - 19 hs. Clases
Viernes 25/7 y 1/8/14 - 19 hs. Clases
Sábado 26/07/14
“TALLER DE ENSUEÑO DIRIGIDO”
(Coordina el P. Bradley s.j.)
Juegos, Terapia Simbólica y enseñanza de S. Ignacio de Loyola
No instalarse en el lamento, cambie sus quejas VIEJAS
• Relájese
• Aflójese
• Ensueñe
Técnica de probada eficacia en el CONOCIMIENTO DE SÍ.
Fecha de realización : sábado 26 de julio de 2014
Horario : 15,30 a 19 hs (se ruega puntualidad)
Lugar : Callao 542 – 2º piso
Colaboración sugerida : $ 100
‡ 19,30 hs.: compartiremos comunitariamente la fiesta de nuestro Patrono S. Ignacio. La participación es “a la canasta”.
‡ Oportunidad propicia para anunciarles que la próxima Constelación será el sábado 9/8/14. Oportunamente
recibirán a-mail detallado.
martes, 15 de julio de 2014
domingo, 13 de julio de 2014
EVANGELIO DEL DOMINGO:MIS ACTITUDES FRENTE A LA MANIFESTACIÓN DE DIOS
Aquel día, Jesús salió de la casa y se sentó a orillas del mar.
Una gran multitud se reunió junto a él, de manera que debió subir a una barca y sentarse en ella, mientras la multitud permanecía en la costa.
Entonces él les habló extensamente por medio de parábolas. Les decía: "El sembrador salió a sembrar.
Al esparcir las semillas, algunas cayeron al borde del camino y los pájaros las comieron.
Otras cayeron en terreno pedregoso, donde no había mucha tierra, y brotaron en seguida, porque la tierra era poco profunda;
pero cuando salió el sol, se quemaron y, por falta de raíz, se secaron.
Otras cayeron entre espinas, y estas, al crecer, las ahogaron.
Otras cayeron en tierra buena y dieron fruto: unas cien, otras sesenta, otras treinta.
¡El que tenga oídos, que oiga!".
Los discípulos se acercaron y le dijeron: "¿Por qué les hablas por medio de parábolas?".
El les respondió: "A ustedes se les ha concedido conocer los misterios del Reino de los Cielos, pero a ellos no.
Porque a quien tiene, se le dará más todavía y tendrá en abundancia, pero al que no tiene, se le quitará aun lo que tiene.
Por eso les hablo por medio de parábolas: porque miran y no ven, oyen y no escuchan ni entienden.
Y así se cumple en ellos la profecía de Isaías, que dice: Por más que oigan, no comprenderán, por más que vean, no conocerán,
Porque el corazón de este pueblo se ha endurecido, tienen tapados sus oídos y han cerrado sus ojos, para que sus ojos no vean, y sus oídos no oigan, y su corazón no comprenda, y no se conviertan, y yo no los cure.
Felices, en cambio, los ojos de ustedes, porque ven; felices sus oídos, porque oyen.
Les aseguro que muchos profetas y justos desearon ver lo que ustedes ven y no lo vieron; oír lo que ustedes oyen, y no lo oyeron.
Escuchen, entonces, lo que significa la parábola del sembrador.
Cuando alguien oye la Palabra del Reino y no la comprende, viene el Maligno y arrebata lo que había sido sembrado en su corazón: este es el que recibió la semilla al borde del camino.
El que la recibe en terreno pedregoso es el hombre que, al escuchar la Palabra, la acepta en seguida con alegría,
pero no la deja echar raíces, porque es inconstante: en cuanto sobreviene una tribulación o una persecución a causa de la Palabra, inmediatamente sucumbe.
El que recibe la semilla entre espinas es el hombre que escucha la Palabra, pero las preocupaciones del mundo y la seducción de las riquezas la ahogan, y no puede dar fruto.
Y el que la recibe en tierra fértil es el hombre que escucha la Palabra y la comprende. Este produce fruto, ya sea cien, ya sesenta, ya treinta por uno".
La palabra, lluvia y semilla
La revelación que Dios realiza a los sencillos por medio de Jesucristo no discurre por medios llamativos y extraordinarios: no consiste en tremendos acontecimientos cósmicos, ni se transmite mediante visiones y apariciones reservadas a unos pocos. Al contrario, son también vías sencillas y accesibles a todos las que nos comunican la sabiduría de Dios. El medio más común y habitual de comunicación entre los hombres es la palabra, y Dios se nos manifiesta como Palabra, y una palabra encarnada, es decir, “traducida” al lenguaje humano, de manera que la podamos entender y acoger. Esa Palabra es palabra de Dios, pero al mismo tiempo es palabra humana, encarnada, cercana y accesible: el mismo Jesús. Suele decirse que el cristianismo es una de las religiones del libro, pero es más exacto afirmar que la fe cristiana es la religión de la Palabra: una Palabra viva y eficaz (cf. Hb 4, 12), que, como la lluvia que empapa la tierra, la fecunda y produce vida, actúa y da frutos en quien la escucha y acepta.
Pero la fuerza y eficacia de la Palabra depende también de aquellos a los que se dirige. No es una palabra de ordeno y mando, ni se impone por la fuerza o las amenazas, sino que apela con respeto a nuestra libertad, invita y llama a establecer un diálogo. Así como la lluvia da frutos si encuentra una tierra bien dispuesta, la Palabra que Dios nos dirige necesita de una respuesta adecuada por parte del hombre.
Jesús compara a la Palabra (que es su propia persona y su misión, realizada en palabras y obras) con una semilla que se arroja a la tierra y encuentra distintas respuestas. Por ello, el objeto principal de la parábola son las distintas actitudes con las que se puede recibir esta semilla llamada a fructificar. Jesús divide a los hombres en cuatro grupos, dependiendo de su actitud ante la Palabra: el rechazo frontal, la acogida superficial que impide que la semilla de la Palabra eche raíces, la acogida sincera, pero que tiene que rivalizar con otras preocupaciones que acaban teniendo toda la prioridad, y, finalmente, la buena tierra, en la que la Palabra muestra toda su fecundidad. Si se tiene en cuenta que en aquel tiempo se consideraba el siete por ciento una buena cosecha, se entiende hasta qué punto Jesús, al hablar del treinta, el sesenta y el cien por ciento, subraya la extraordinaria eficacia de esta semilla lanzada por Dios al mundo cuando encuentra aceptación sincera. Con esta parábola Jesucristo responde al desánimo de los discípulos, que tienen la sensación de que el anuncio del Reino de Dios no acaba de prender y avanza con demasiada lentitud. La parábola del sembrador, como otras parábolas agrícolas de Jesús, es una llamada a la esperanza y a la confianza. Pero también a la responsabilidad. Dios hace su parte sin escatimar nada, pero si el Reino de Dios parece no hacerse presente, al menos suficientemente, tenemos que examinarnos a nosotros mismos para ver si estamos haciendo la parte que nos corresponde, si no será que con nuestras actitudes personales estamos haciendo estéril la rica semilla de la Palabra.
Es importante atender al escenario en el que Mateo sitúa esta y otras parábolas sobre el Reino de Dios. Jesús habla a la multitud que está de pie en la orilla, mientras él está sentado en la barca a una pequeña distancia; se dirige a todos sin distinción, sabiendo que posiblemente muchos de los que le oyen no están en disposición de acoger hasta el final sus palabras: oyen sin entender, miran si ver, porque no están dispuestos a la conversión. De hecho, esta falta de comprensión de las parábolas y, en consecuencia, de la cercanía del Reino de Dios, nos afecta a todos de un modo u otro. Es necesario que, acuciados por esa falta de comprensión, nos lancemos al agua, nos mojemos y nos acerquemos a Jesús para preguntarle por el sentido de sus palabras.
El evangelio de hoy puede leerse en su versión breve, que reproduce escuetamente la parábola del sembrador, o en su versión larga, que incluye la pregunta de los discípulos y la explicación detallada por parte de Jesús. De hecho, las dos versiones son procedentes. La más breve puede suscitar en nosotros el deseo de una comprensión en profundidad, y provocar el que salgamos de la multitud que se mantiene de pie a una cierta distancia, que nos pongamos en movimiento, nos acerquemos a Jesús y, entrando en la barca en la que se sienta, le expongamos nuestras dudas. Es ese movimiento de acercarnos y preguntar lo que nos convierte en discípulos. Y la explicación de Jesús nos puede ayudar a comprender que no sólo existen cuatro grupos de personas que reaccionan de manera distinta ante la predicación de Jesús, sino que esas cuatro actitudes posiblemente son como territorios que conviven de un modo u otro en cada uno de nosotros.
El borde del camino, el rechazo frontal de la Palabra, indica que, aunque nos consideremos creyentes, pueden existir en nosotros “territorios paganos”, sin evangelizar, impermeables al evangelio. En esos aspectos de nuestra vida, sencillamente, no estamos en camino, sino al margen del mismo. Pueden ser actitudes antievangélicas de odio hacia ciertas personas o grupos, de rencor y resentimiento, de falta de perdón expresamente afirmada, o costumbres y formas de vida que contradicen abiertamente las exigencias de la fe y no se dejan interpelar por ella. Más frecuente puede ser el terreno pedregoso, la superficialidad que impide que la Palabra eche raíces en nuestra vida. No es raro que la aceptación de la fe se haga por motivos demasiado coyunturales: la nacionalidad, el contexto cultural, la presión social. Si no se llega a asumir personalmente y en profundidad, la semilla se encontrará en terreno pedregoso, sin posibilidad de dar frutos. En estos casos la fe depende demasiado del estado de ánimo o del entorno social favorable o contrario. Falta constancia, perseverancia y, en consecuencia, fidelidad. En muchas personas sinceramente creyentes, incluso consagradas a Dios, es fácil encontrar el terreno en el que crecen las zarzas. Aunque aquí hay una acogida consciente y personal de la Palabra, dominan en nuestra vida urgencias que impiden prestar atención a lo más importante.
Estas pueden ser preocupaciones mundanas, como el éxito o la riqueza, que nos roban el corazón para lo esencial; pero también podemos ocuparnos de cosas muy buenas y santas, como la atención a los demás, el trabajo apostólico, el servicio de la Iglesia, pero que no nos dejan tiempo para la oración y la escucha en profundidad de la Palabra. Uno de los peligros que acecha a los cristianos más comprometidos, sacerdotes y religiosos incluidos, es que hablen mucho de Dios, de Jesús, pero no tengan tiempo para hablar con él y escucharlo. La presencia de estos “territorios” más o menos cerrados a la Palabra no deben hacernos olvidar que Jesús afirma también la existencia en el mundo, en cada uno de nosotros, de tierra buena, en la que el sembrador siembra con la seguridad de una cosecha sobreabundante. Cuando contemplamos la obra que la Palabra de Dios en personas que han sabido ser buena tierra, como pueden ser los santos (y que cada cual elija los que sean de su devoción), no podemos dejar de admirar los frutos abundantes que han dado, y no sólo para sí, sino también para la vida del mundo. También hay en nosotros buena tierra. Por ello, Dios siembra esperanzado. La Palabra de Dios es eficaz y produce frutos. Una falsa humildad no debe descalificar o dejar de mirar esta realidad: Dios no siembra en balde. Él está en nuestra vida y nos urge, con suavidad, pero con insistencia.
El borde del camino, el pedregal, los abrojos, la buena tierra..., a través de nuestras actitudes, hábitos, aficiones, prejuicios, etc., en la complejidad de nuestra vida, somos un poco todo eso. No podemos, sin embargo, contentarnos con ello. No basta con cuidar con mimo la semilla que cae en buena tierra (aquello que ya hemos conseguido, donde podemos hacer algún progreso); hay que trabajar para que todo en nosotros se vaya transformando en buena tierra. Hay que desbrozar, roturar y abonar. Por medio de la oración, los sacramentos, el contacto vivo con Jesús, nuestro Maestro, que nos invita a acercarnos a él y subirnos a su barca, podemos ir convirtiendo en buena tierra los espacios de nuestra vida reacios a la Palabra. Los frutos que demos así no son un botín personal, “méritos” propios; los frutos evocan el don que se ofrece a los demás, que sirve para ayudar y alimentar a otros. Es verdad que ese trabajo puede comportar algunas renuncias y sufrimientos, pero, como dice San Pablo en su carta a los romanos, esos sufrimientos “no pesan lo que la gloria que un día se nos descubrirá”. Pero no hay que pensar, como a veces hacemos, en una especie de “premio” que, en el fondo, sería externo a nosotros mismos. El fruto principal de la Palabra de Dios en nosotros es la plena manifestación los hijos de Dios, en la que cada uno será plenamente sí mismo. Al hacernos hijos de Dios en el Hijo Jesucristo, nuestra vida se convierte en semilla y en palabra, en don y testimonio. Si, como hemos dicho, el cristianismo es la religión de la Palabra, nosotros estamos llamados a ser letras vivas de la misma.
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