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martes, 31 de julio de 2012

Fiesta de San Ignacio de Loyola- 31 de julio del 2013

San Ignacio y Sus Primeros Años

Joven Ignacio en su armadura. Iñigo de Loyola nació en 1491 en Azpeitia, en la provincia vasca de Guipúzcoa en el norte de España. Era el más pequeño de trece hijos. A los 16 años sus padres lo enviaron a servir como paje de Juan Velázquez, el administrador del reino de Castilla. Como miembro de la casa de Velázquez, Iñigo frecuentaba la corte y desarrolló el gusto por los placeres que ésta ofrecía, especialmente las mujeres. Era adicto al juego, le gustaban las batallas y tomaba parte en duelos de vez en cuando. De hecho, en una querella entre los Loyola y otra familia, Ignacio, su hermano, y otros parientes dieron una emboscada a algunos clérigos que eran miembros de la otra familia. Ignacio tuvo que escaparse de la ciudad. Cuando por fin lo llevaron ante la justicia, alegó inmunidad clerical utilizando la excusa de que había sido tonsurado de muchacho, y por lo tanto estaba exento de persecución civil. La defensa había sido engañada porque durante muchos años Ignacio había vestido como guerrero, con escudo y armadura, llevando espada y otras armas — ciertamente no el traje normal de un clérigo. El caso se prolongó por semanas, pero al parecer los Loyola eran poderosos. Probablemente gracias a la influencia de su poder, se abandonó el pleito contra Ignacio.
La batalla de Pamplona.En mayo de 1521, cuando tenía 30 años, se encontró defendiendo como soldado la fortaleza de Pamplona contra los franceses, que aseguraban soberanía del territorio ante España. Los españoles eran de número muy inferior, y el comandante de las fuerzas españolas querían rendirse, pero Ignacio lo convenció de que siguiera luchando, si no por la victoria, por la honra de España. Durante la batalla, una bala de cañón alcanzó a Ignacio, hiriéndole en una pierna y rompiéndole la otra. Como admiraban su valentía, en lugar de encarcelarlo, los franceses lo llevaron a que se recuperara en su hogar, el castillo de Loyola.

Los huesos de la pierna se unieron, pero la pierna estaba torcida, así que hubo que volver a romperla y reescayolarla. Y todo se hizo sin anestesia. Ignacio empeoró y al fin los médicos le dijeron que se preparase a morir.

El día de San Pedro y San Pablo, (29 de junio) tuvo una repentina mejoría. La pierna se curó, pero un hueso le sobresalía por debajo de la rodilla, y le quedó, una pierna más corta que la otra. Para Ignacio, que estaba convencido de que el no poder calzar botas y no vestir el traje de cortesano era peor que la muerte, esto resultaba inaceptable. Por lo tanto, pidió a los médicos que le aserrasen el hueso que sobresalía y le alargasen la pierna estirándosela gradualmente. Todo esto, de nuevo, sin anestesia. Desgraciadamente, el método no dió resultado. Por el resto de su vida habría de cojear, ya que le quedó una pierna más corta que la otra.

Conversion de San Ignacio

Recuperación y Conversión de Ignacio. Durante las largas semanas de su recuperación, se aburría terriblemente y pidió que le llevaran novelas para pasar el rato. Afortunadamente, no había ninguna en el castillo de Loyola, pero sí había una copia de la vida de Cristo y un libro de santos. Desesperado, Ignacio empezó a leerlos. Cuando más leía, más se daba cuenta de que las aventuras de los santos eran dignas de fama y gloria, así como el de conseguir el amor de cierta dama noble de la cone, cuya identidad nunca hemos descubierto, pero que parece haber sido de sangre real. Se dió cuenta, sin embargo de que, después de leer sobre los santos y Cristo, quedaba en paz y satisfecho. Pero cuando terminaba de soñar despierto con su dama un largo rato, se sentía inquieto e insatisfecho. Esto no sólo fue el inicio de su conversión, sino también el comienzo de su discernimiento espiritual, o discernimiento de espíritus, que se asocia con Ignacio y se describe en los Ejecicios Espirituales.
Los Ejercicios reconocen que no sólo la inteligencia, sino también las emociones y sentimientos nos pueden llevar al conocimiento de la acción del Espíritu en nuestras vidas. Al fin, completamente recuperado de sus viejos deseos y planes de romance y conquistas mundanas, y curado de sus heridas to suficiente como para viajar, dejó el castillo en marzo de 1522.
La mula de Ignacio decideo no seguir el moro.Había decidido que quería it a Jerusalén para vivir donde nuestro Señor había pasado su vida en la tierra. Como primer paso, inició un viaje hacia Barcelona. Aunque se había convertido totalmente de sus viejas costumbres, aún le faltaba un verdadero espíritu de caridad y comprensión cristiana, como demuestra el encuentro en el camino con un moro. Cabalgando sus mulas, el moro e Ignacio llegaron a un punto en el camino y empezaron a debatir asuntos religiosos. El moro decía que la Virgen María no había sido virgen después del nacimiento de Cristo. A Ignacio esto le pareció un gran insulto que se vió en un dilema sobre qué hacer. Llegaron a un desvío en el camino, e Ignacio decidió que iba a dejar a las circunstancias dictarle el curso a tomar. El moro se fue por un lado. Ignacio dejó caer las riendas de su mula. Si la mula seguía al moro, Ignacio le mataría. Si la mula se iba por el otro lado, dejaría vivir al moro. Afortunadamente para el moro, la mula fue más caritativa que su jinete, y se fue por el otro lado. Ignacio se ofrecio el mismo y su espada a Dios.





Ignacio llegó al santuario benedictino de Nuestra Señora de Montserrat, hizo confesión general, y oró de rodillas toda la noche ante el altar de Nuestra Señora, según las reglas de la caballería. Dejó su espada y daga ante el altar, y salió, dió todas sus ropas a un pobre, y se vistió con ropas pobres, sandalias, y un bastón.

La Experiencia de Manresa

Continuó hacia Barcelona, pero se detuvo cerca del río Cardoner en un pueblo llamado Manresa. Se quedó en una cueva en las afueras de la ciudad, con la intención de estar unos pocos días, pero permaneció durante diez meses. Cada día pasaba unas horas en oración y trabajaba en un orfanato. La visión de Ignacio en las orillas del rio Cardoner. Mientras estaba allí, empezó a desarrollar las ideas sobre las que se moldeó, lo que ahora conocemos como Ejercicios Espirituales. Fue también en las orillas de este río donde tuvo una visión que se considera la más importante de su vida. La visión era más bien una iluminación. más tarde comentó, que había aprendido más en esa ocasión que en el resto de su vida. Ignacio nunca reveló exactamente cual fue la visión, pero parece haber sido un encuentro con Dios de manera que la creación aparecía con un nuevo sentido, y una importancia y significados nuevos. Esta fue una experiencia que capacitó a Ignacio para encontrar a Dios en todas las cosas. Esta gracia de encontrar a Dios en todo es una de las características centrales de la espiritualidad jesuita.
El propio Ignacio nunca prescribió un tiempo fijo para la oración en las reglas para los jesuitas. De hecho, al encontrar a Dios en todas las cosas, todos los momentos son momentos de oración. Por supuesto que no excluía la oración formal, pero se diferenció de otros fundadores acerca de la imposición de un tiempo o duración especial para la oración. Una de la razones por las que algunos se opusieron a la fundación de la Compañía de Jesús fue que Ignacio se proponía eliminar el canto del Oficio Divino en el coro. Esto era una desviación radical de la costumbre, porque hasta ese momento, todas las órdenes religiosas tenían la obligación de rezar el oficio en comunidad. Para Ignacio tal recitación suponía que habría que interrumpir el tipo de actividades contempladas por la Compañía. Poco después de la muerte de Ignacio, el Papa de ésta época estaba tan disgustado con esto, que impuso a los jesuitas la recitación del Oficio Común. Afortunadamente el Papa siguiente fue más comprensivo y dejó que los jesuitas regresaran a su práctica original.
Fue también durante este período en Manresa cuando, aún faltándole la verdadera sabiduría sobre la santidad, se impuso a sí mismo penitencias muy severas, tratando de superar lo que había leído en la vida de los santos. Es posible que algunos de estas mortificaciones, especialmente el ayuno, arruinara su estómago, lo cual le causó problemas durante el resto de su vida. Todavía no había aprendido la moderación y una auténtica espiritualidad. Por eso probablemente la congregación que fundó más tarde no tuvo ninguna penitencia prescrita, como hacían otras órdenes.
Por fin llegó a Barcelona, tomó un barco hacia Italia, y arribó en Roma, donde su reunió con el Papa Adriano VI y le pidió licencia para it en peregrinación a Tierra Santa. Una vez que llegó a Tierra Santa, se quiso quedar allí, pero el superior franciscano le dijo que la situación era demasiado peligrosa. (Por entonces los turcos musulmanes tenían el control de Tierra Santa.) El superior ordenó a Ignacio que se marchara. Ignacio se negó, pero cuando se le amenazó con la excomunión, se marchó obedientemente.

El Regreso a la Escuela

Para este momento Ignacio tenía 33 años y estaba decidido a estudiar para el sacerdocio. Pero no sabía latín, un requisito esencial para los estudios universitarios en aquellos tiempos. Así que regresó a la escuela a estudiar gramática latina, con los niños de una escuela de Barcelona. Allí mendigaba comida y alojamiento. Después de dos años pasó a la universidad de Alcalá de Henares. Su celo lo metió en algunos problemas, del mismo tipo de los que habría de encontrar a lo largo de su vida. Reunía a los estudiantes y adultos para explicarles los evangelios y enseñiarles a orar. Sus esfuerzos llamaron la atención de la Inquisición y le metieron en la cárcel por 42 días. Cuando fue puesto en libertad, le dijeron que evitara enseñar a otros. La Inquisición españiola era un poco paranóica y cualquiera que no estuviera ordenado era sospechoso (así como muchos de los ordenados).
Como no podía vivir sin ayudar a otros, Ignacio se trasladó a la universidad de Salamanca. Allí, en menos de dos semanas, los dominicos lo metieron en la cárcel otra vez. Aunque no podían encontrar nada herético en sus enseñanzas, le dijeron que solamente podía enseñar a niños y unicamente las verdades religiosas básicas. Una vez más se puso en marcha, esta vez hacia París.
Ignacio y sus primeros compañeros pronunciaron sus votos cerca de Montmartre en Paris En la universidad de París empezó a estudiar otra vez gramática latina, literatura, filosofía y teología. Se pasaba un par de meses cada verano mendigando en Glandes para conseguir el dinero que necesitaba para mantenerse y pagar sus estudios durante el resto del año. Fue también en París donde empezó a compartir una habitación con Francisco Javier y Pedro Faber. El tenía mucha influencia sobre sus compañeros de estudios (Javier fue el más duro de moldear, porque estaba principalmente interesado en éxitos y honores mundanos), y les dirigía siempre en un momento dado a los treinta días de lo que ahora llamamos Ejercicios Espirituales. Al fin seis de ellos ade más de Ignacio decidieron hacer votos de castidad y pobreza e ir a Tierra Santa. Si Tierra Santa se hacía imposible, irían a Roma y se pondrían a disposicíon del Papa para lo que éste quisiera ordenar. No pensaban hacer esto como orden o congregación religiosa, sino como sacerdotes individuales. Esperaron durante un año, pero no había barco que los llevara a Tierra Santa a causa del conflicto entre cristianos y musulmanes. Mientras esperaban, empezaron a trabajar en hospitales y a enseñar catecismo en distintas ciudades del norte de Italia. Fue en este tiempo cuando Ignacio fue ordenado sacerdote, pero no dijo misa en un año. Se piensa que él quería decir su primera misa en Jerusalén, en la tierra donde había vivido Jesús.

La Compañía de Jesús

Junto con otros dos compañeros, Pedro Faber y Diego Laínez, Ignacio decidió ir a Roma y ponerse a disposición del Papa. A unas cuantas millas de la ciudad, Ignacio tuvo la segunda de sus experiencias místicas más significativas. En la capilla de La Storta, donde se habían detenido a orar, Dios Padre le dijo a Ignacio, "te seré favorable en Roma" y que le colocaría cerca de su Hijo. Ignacio no sabía lo que quería decir esta experiencia, porque podría significar persecución o éxito ya que Jesús habia experimentado ambos. Pero se sintió confortado porque, como escribió San Pablo, estar cerca de Jesús incluso en la persecución, era ya un éxito. Cuando se reunieron con el Papa, éste, muy contento, los puso a trabajar en la enseñanza de las Escrituras en teología y en la predicación. Allí, en Roma, en la mañana de navidad, Ignacio celebró su primera misa en la iglesia de Santa María la Mayor, en la capilla de la Natividad. Se creía que esta capilla era el pesebre real de Belén, así que si Ignacio no iba a conseguir cantar su primera misa en Tierra Santa, por lo menos esto sería lo más cercano.
El papa Pablo III aprobó la nueva orden de Ignacio.Durante la Cuaresma siguiente (1539), Ignacio pidió a sus compañeros que fueran a Roma a discutir el futuro. Nunca habían pensado en fundar una orden religiosa, pero ahora que era imposible ir a Jerusalén, tenían que pensar en su futuro – lo iban a pensar juntos. Después de muchos meses de oración y discusión, decidieron formar una comunidad, con la aprobaciín del Papa, en la que hicieran un voto de obediencia a un superior general que ostentaría el cargo de por vida. Se pondrían a disposición del Santo Padre para viajar a donde deseara enviarlos para los deberes que juzgara apropiados. A los votos ordinarios de pobreza, castidad, y obediencia se añadió un voto en este sentido. La aprobación formal de esta nueava orden fue concedida por el Papa Pablo III el año siguiente, el 27 de septiembre de 1540. Desde entonces se 11amaron a sí mismos la Compañía de Jesús (en latin Societatis Jesu). En la primera votación Ignacio resultó elegido como superior, pero les suplicó que lo reconsideraran, oraran, y votaran de nuevo a los pocos días. El Segundo voto salió exactamente como el primero, unánime a favor de Ignacio excepto su propio voto. Se resistía a aceptar, pero su confesor franciscano le dijo que era la voluntad de Dios, y por lo tanto, accedió. El viernes de la Semana de Pascua, 22 de abril, 1541, en la Iglesia de San Pablo Extramuros, los amigos emitieron sus primeros votos en la orden recién constituída.

Los Ultimos Años

Ignacio, cuyo primer amor era ser activo en la enseñanza de catecismo a los niños y en la dirección de adultos en los Ejercicios Espirituales, y trabajar en los hospitales y entre los pobres, habría de sacrificar su pasión durante los siguientes quince años – hasta su muerte – y trabajar desde dos pequeños cuartos, su dormitorio y su despacho, dirigiendo su nueva sociedad a través del mundo. Pasó años componiendo las Constituciones de la Compañía y escribió miles de cartas a todos los rincones de la tierra a sus compañeros jesuitas sobre los asuntos de la comunidad y a hombres y mujeres laicos dirigiéndolos en su vida espiritual. Desde este minúsculo lugar en Roma, vivió para ver a la Compañía crecer de ocho hasta mil miembros, con universidades y casas por toda Europa y hasta en Brasil y Japón. Algunos de los primeros compañeros fueron los teólogos del Papa en el Concilio de Trento, un acontecimiento que jugó un papel muy importante en la Contrareforma Católica.
Al principio Ignacio escribía sus propias cartas, pero al crecer la Compañía en número, y extenderse por todo el mundo, se le hizo imposible comunicarse con todos y al mismo tiempo dirigir la nueva orden. Por lo tanto se nombró en 1547 a un secretario, el Padre Polanco, para ayudarle con su correspondencia. Sabemos que Ignacio escribió alrededor de 7,000 cartas durante su vida, y la mayoria de ellas después de convertirse en Superior General de los Jesuitas. Ignacio consideraba que la correspondecia entre los jesuitas era uno de los elementos más importantes para promover la unidad. La separación de los jesuitas por todo el mundo era una de las amenazas más grandes para el crecimiento, el apostolado, y la unidad de la Compañía. Por lo tanto, él no sólo escribía a todas las casas de la Orden, sino que también exigía que los distintos superiores de todo el mundo escribieran a Roma regularmente para informarle de lo que estaba ocurriendo en sus respectivas casas. Esta información se podría pasar después a las casas de la Compañía de todo el mundo.
El sello de cera de la Compañía de Jesús En sus cartas a los miembres de la Compañía, trataba siempre a cada persona como individuo. Era tremendamente amable y suave con los que le daban más problemas. Por otro lado, con los que eran más santos y humildes, aveces parecía ser áspero, evidentemente porque sabía que podían aceptar las correcciones sin rencor, sabiendo bien que Ignacio los quería y buscaba solamente su bien espiritual. El padre Diego Laínez, uno de los primeros compañeros de Ignacio, era provincial en el norte de Italia. Había hecho un par de cosas que habían puesto a Ignacio en un aprieto, incluyendo algunos compromisos que Ignacio no podía cumplir. Además, Laínez expresaba a otros sus desacuerdos sobre algunos cambios de personal que había hecho Ignacio.
Ignacio escribió a Laínez a través de su secretario Polanco: "El (Ignacio) me ha pedido que te escriba y te diga que te ocupes de tu propia posición, que si haces eso bien, ya estarás haciendo bastante. No te debes preocupar en darle to opinión sobre sus asuntos, porque no desea to opinión, a no ser que él mismo te la pida, y ahora mucho menos que antes de que tomaras posesión, ya que la administración de tu propia provincia no te da mucho crédito a sus ojos. Examina tus errores en presencia de Dios nuestro Señor, y por tres días, ora sobre esto." ¿Quién dijo que los santos eran todo dulzura?
Para honra de Laínez, recibió esta severa crítica con humildad y elegancia, pidiendo que se le impusieran duras penitencias, que le quitaran de su puesto, y se le enviara al trabajo más humilde de la Compañía. Ignacio ni siquiera mencionó el incidente nunca más, y dejó a Laínez que siguiera adelante como hasta entonces. Laínez sucedería a Ignacio como segundo Superior General de la Compañía de Jesús.
Un superior de menos humildad que Laínez no acertaba a comprender la importancia de escribir a Roma con todo lo que pasaba en su casa. Con tacto y bondad, para no herir los sentimientos de este superior, pero quizá con un toque de sarcasmo, Ignacio le escribió: "No to sorprenderá saber que de vez en cuando se envíen criticas desde Roma...Si tengo que pararme en ellas con detenimiento, no le heches la culpa a tus propias acciones, sino también al alto concepto que se ha formado aquí sobre to fortaleza, en el sentido de que eres hombre a quien se le pueden decir las verdades...hiciste bien en observar obediencia en el asunto de escribir todas las semanas...Pero, ya que las cartas estaban escritas, deberías haberte asegurado de encontrar a alguien que las llevara y las entregara a su destino."
Al mismo tiempo que tenía el celo de llevar a la gente a Dios, y ayudarles espiritualmente, Ignacio seguía siendo una persona práctica y de sentido común. Un jesuita se había quejado de tener a gente demasiado piadosa que, sin fundamentos, monopolizaba su tiempo. A través de Polanco, Ignacio le explicó cómo tratar caritativamente a esa gente sin ofenderla. "Nuestro padre (Ignacio) hizo otro comentario sobre cómo liberarse de alguien sobre quien no cabe abrigar experanza de poder ayudar. Sugiere que se le hable discretamente del infierno, del juicio, y cosas así. En ese caso, no regresaría, o, si lo hiciera, seguramente se sentiría tocado por el Señor."
Habia un obispo que le tenía mucha manía a la Compañía. Se negaba a aceptar a la nueva orden en su diócesis y excomulgaba a quienes hacían los Ejercicios Espirituales. Los jesuitas le llamaban "Obispo Cilicio." Ignacio les dijo a los jesuitas que estaban preocupados con su actitud que se tranquilizaran. "El obispo Cilicio es un viejo. La Compañía es joven. Podemos esperar."

Los Jesuitas y Las Escuelas

Los Jesuitas predican y enseñan. Quizá la obra más conocida de la Compañía de Jesús iniciada por Ignacio fuera la educación, pero es curioso ver que él, al comienzo, no tenía intención de incluir la enseñanza entre las actividades de los jesuitas. Como se mencionó ya, la intención de los primeros miembros era ponerse a disposición del Papa para ir a donde fueran más necesarios. Para 1548 Ignacio había abierto escuelas ya en Italia, Portugal, Holanda, España, Alemania e India, pero estaban destinadas principalmente a la educación de los novicios y aspirantes a jesuitas. La apertura de diez colegios en seis años indicaba el rápido crecimiento de los jesuitas. Pero en 1548, a petición de los magistrados de Mesina en Sicilia, se incorporaron alumnos laicos así como jesuitas. Pronto a juzgar por las ciudades, se hizo evidente que este trabajo era efectivamente uno de los modos más eficaces de corregir la ignoracia y corrupción entre el clero y los fieles, detener el retroceso de la Iglesia ante la Reforma, y cumplir el lema de la Compañía de Jesús: Ad Majorem Dei Gloriam — para la mayor gloria de Dios.
Ignacio expresó esto en carta al Padre Araoz, "Cuanto más universal es el bien, más divino es. Por lo tanto se debe dar preferencia a aquellas personas y lugares que, a través de su propia mejora, se convierten en una causa que puede extender el bien logrado a muchos otros, que están bajo su influencia o toman orientación de ellos...Por la misma razón, también, se debe mostrar preferencia a la ayuda que se otorga a...universidades, a las que normalmente acuden muchas personas que al recibir ayuda, se convierten en trabajadores para la ayuda de otros."
Esto estaba de acuerdo con uno de los principios de Ignacio para escoger apostolados: en igualdad de oportunidades, escoger los apostolados que influyen sobre aquellos que tienen más impacto sobre otros. Quizá esta idea fue mejor expresada en una carta que escribió sobre la fundación de colegios universitarios en Diciembre de 1551: "De entre los que ahora son solamente estudiantes, a su hora algunos saldrán a jugar diversos papeles — unos a predicar y dedicarse al cuidado de las almas, otros al gobierno de la tierra y a la administración de la justicia, y otros a vocaciones diversas. Finalmente, como los jóvenes se hacen hombres, su buena formación en vida y en doctrina será beneficiosa para muchos otros, y los frutos se extenderán más ampliamente día tras día." Desde entonces, Ignacio ayudó a establecer escuelas y universidades jesuitas por toda Europa y el mundo entero.

Ignacio como Hombre

Probablemente sea cierto que la imagen de Ignacio que tiene mucha gente es la de un soldado: severo, de voluntad férrea, práctico, poco expresivo de emociones — una personalidad no muy atractiva ni cordial. Pero si esa imagen fuera exacta sería difícil percibir cómo pudo haber tenido una influencia tan fuerte sobre quienes lo conocieron. Luis Goncalves de Cámara, uno de sus asociados más íntimos, escribió: "Ignacio siempre se inclinaba al amor; es más, parecía que era todo amor, porque era amado por todos universalmente. No había nadie en la Compañía que no sintiera un gran amor por él y no se considerara amado por él."
Aveces lloraba tanto en misa que no podía continuar hablando por algún tiempo, y temía que este don de lágrimas le pudiera hacer perder la vista. Goncalves de Cámara dijo: "Cuando no sollozaba tres veces durante la misa, se consideraba falto de consuelo." Consideramos a muchos santos como grandes místicos, pero nunca pensamos en Ignacio como uno de ellos. Hemos contado aquí algunas de las muchas visiones y experiencias místicas de su vida. Su santidad, sin embargo, no consistía en esas experiencias, sino en el gran amor que dirigía su vida a hacer todo AMGD, para la mayor gloria de Dios.

Ultima Enfermedad

Ignacio muerió en Roma el 31 de julio 1556 Desde sus días de estudiante en Paris, Ignacio había sufrido del estómago y sus dolores se agravaron en Roma. En el verano de 1556, su salud empeoró, pero su medico pensaba que, como en otras ocaciones, podría sobrevivir el verano. Pero Ignacio sospechaba que se acercaba el fin. En la tarde del 30 de Julio pidió a Polanco que fuera a pedir la benedición del Papa para él, dando así a entender a Polanco que se estaba muriendo. Polanco, sin embargo, confiaba en el doctor más que en Ignacio y le dijo que tenía que escribir muchas cartas ese día y que a buscar la bendición al día siguiente. Aunque Ignacio indicó que preferiría que fuera esa misma tarde, no insisitió. Un poco después de la media noche, Ignacio empeoró. Polanco corrió al Vatican a buscar la bendición papal, pero ya era demasiado tarde. El ex-cortesano y soldado que había dirigido su mirada a otra cone y a una batalla distinta, había entregado su alma en las manos de Dios. Ignacio fue beatificado el 27 de julio de 1609, y canonizado por el Papa Gregorio XV el 12 de marzo de 1622, junto con San Francisco Javier. La iglesia universal y los jesuitas celebran la fiesta de Ignacio el 31 de julio, el día de su muerte.

lunes, 30 de julio de 2012

El Pan y la Palabra




EVANGELIO

Jn 6, 1-15

Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Juan.

Jesús atravesó el mar de Galilea, llamado Tiberíades. Lo seguía una gran multitud, al ver los signos que hacía sanando a los enfermos. Jesús subió a la montaña y se sentó allí con sus discípulos. Se acercaba la Pascua, la fiesta de los judíos. Al levantar los ojos, Jesús vio que una gran multitud acudía a él y dijo a Felipe: "¿Dónde compraremos pan para darles de comer?". Él decía esto para ponerlo a prueba, porque sabía bien lo que iba a hacer. Felipe le respondió: "Doscientos denarios no bastarían para que cada uno pudiera comer un pedazo de pan". Uno de sus discípulos, Andrés, el hermano de Simón Pedro, le dijo: "Aquí hay un niño que tiene cinco panes de cebada y dos pescados, pero ¿qué es esto para tanta gente?". Jesús le respondió: "Háganlos sentar". Había mucho pasto en ese lugar. Todos se sentaron y eran unos cinco mil hombres. Jesús tomó los panes, dio gracias y los distribuyó a los que estaban sentados. Lo mismo hizo con los pescados, dándoles todo lo que quisieron. Cuando todos quedaron satisfechos, Jesús dijo a sus discípulos: "Recojan los pedazos que sobran, para que no se pierda nada". Los recogieron y llenaron doce canastas con los pedazos que sobraron de los cinco panes de cebada. Al ver el signo que Jesús acababa de hacer, la gente decía: "Éste es, verdaderamente, el Profeta que debe venir al mundo". Jesús, sabiendo que querían apoderarse de él para hacerlo rey, se retiró otra vez solo a la montaña.

Palabra del Señor.


¿Dónde podemos comprar pan para que éstos puedan comer?. 

Ante la multitud que le había seguido desde las orillas del mar de Galilea hasta la montaña para escuchar su palabra, Jesús da comienzo, con esta pregunta, al milagro de la multiplicación de los panes, que constituye el significativo preludio al largo discurso en el que se revela al mundo como el verdadero pan de vida bajado del cielo (cfr. Jn 6,41). 

Hemos oído la narración evangélica: con cinco panes de cebada y dos peces, proporcionados por un muchacho, Jesús sacia el hambre de cerca de cinco mil hombres. Pero éstos, no comprendiendo la profundidad del signo en el cual se habían visto envueltos, están convencidos de haber encontrado finalmente al Rey-Mesías, que resolverá los problemas políticos y económicos de su nación. Frente a tan obtuso malentendido de su misión, Jesús se retira, completamente solo, a la montaña. 

También nosotros hemos seguido a Jesús. Pero podemos y debemos preguntarnos: ¿Con qué actitud interior? ¿Con la auténtica de la fe, que Jesús esperaba de los Apóstoles y de la multitud cuya hambre ha saciado, o con una actitud de incomprensión? Jesús se presentaba en aquella ocasión algo así -pero con más evidencia- como Moisés, que en el desierto había quitado el hambre al pueblo israelita durante el éxodo; se presentaba algo así -y también con más evidencia- como Eliseo, el cual con veinte panes de cebada y de álaga, había dado de comer a cien personas. Jesús se manifestaba, y se manifiesta hoy a nosotros, como quien es capaz de saciar para siempre el hambre de nuestro corazón: Yo soy el pan de vida; el que viene a mí ya no tendrá más hambre y el que cree en mí jamás tendrá sed (Jn 6,35). 

El hombre, especialmente el de estos tiempos, tiene hambre de muchas cosas: hambre de verdad, de justicia, de amor, de paz, de belleza; pero sobre todo, hambre de Dios. ¡Debemos estar hambrientos de Dios!, exclamaba San Agustín. ¡Es Él, el Padre celestial, quien nos da el verdadero pan! 

El Pan y la Palabra 

Este pan, de que estamos tan necesitados, es ante todo Cristo, el cual se nos entrega en los signos sacramentales de la Eucaristía y nos hace sentir, en cada Misa, las palabras de la última Cena: Tomad y comed todos de él; porque éste es mi Cuerpo que será entregado por vosotros. Con el sacramento del pan eucarístico -afirma el Concilio Vaticano II- se presenta y realiza la unidad de los fieles, que constituyen un solo Cuerpo en Cristo (cfr. 1 Cor 10,17). Todos los hombres son llamados a esta unión con Cristo que es Luz del mundo; de Él venimos, por Él vivimos, hacia Él estamos dirigidos (Lumen Gentium 3). 

El pan que necesitamos es, también, la Palabra de Dios, porque, no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios (Mt 4,4; Dt 8,3). Indudablemente también los hombres pueden pronunciar y expresar palabras de tan alto valor. Pero la historia nos muestra que las palabras de los hombres son, a veces, insuficientes, ambiguas, decepcionantes, tendenciosas; mientras que la Palabra de Dios está llena de verdad (cfr. 2 Sam 7,28; 1 Cor 17,26); es recta (Sal 33,4); es estable y permanece para siempre (cfr. Sal 119,89; 1 Pe 1,25). 

Debemos ponernos continuamente en religiosa escucha de tal Palabra; asumirla como criterio de nuestro modo de pensar y de obrar; conocerla, mediante la asidua lectura y personal meditación. Pero, especialmente, debemos hacerla nuestra, llevarla a la práctica, día tras día, en toda nuestra conducta. 

Por último, el pan que necesitamos es la gracia, que debemos invocar y pedir con sincera humildad y con incansable constancia, sabiendo bien que es lo más valioso que podemos poseer. 

 Alimento cotidiano 

El camino de nuestra vida, trazado por el amor providencial de Dios, es misterioso, a veces humanamente incomprensible y casi siempre duro y difícil. Pero el Padre nos da el pan del cielo (cfr. Jn 6,32), para ser aliviados en nuestra peregrinación por la tierra. 

Quiero concluir con un pasaje de San Agustín, que sintetiza admirablemente cuanto hemos meditado: Se comprende muy bien... que tu Eucaristía sea alimento cotidiano. Saben, en efecto, los fieles lo que reciben y está bien que reciban el pan cotidiano necesario para este tiempo. Ruegan por sí mismos, para hacerse buenos, para perseverar en la bondad, en la fe, en la vida buena... La Palabra de Dios, que cada día se os explica y, en cierto modo, se os reparte, es también pan cotidiano. 

miércoles, 25 de julio de 2012

NO HACERSE DAÑO A SI MISMO- SAN JUAN CRISOSTOMO III


Job
Para el obispo de Constantinopla, Job es una prueba más de su tesis de que nadie es herido sino por sí mismo. Job fue herido por Dios no sólo porque le quitó todas sus riquezas. Esto era sólo algo exterior, que el hombre que teme a Dios puede sobrellevar con humildad y resignación. Luego le fueron quitados todos sus hijos. Esto ya afectó a su corazón. Lo más querido que tenía, sus propios hijos, de los que tan orgulloso estaba, le son arrebatados.
Pero incluso ante esta pérdida reaccionó Job resignadamente: «Desnudo salí del vientre de mi madre, y desnudo volveré allí. El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó. ¡Bendito sea el nombre del Señor!» (Job 1, 21). Finalmente llegó Satán y con el permiso de Dios le hirió «con una llaga maligna desde la planta de los pies hasta la coronilla» (Job 2, 7). Entonces Job se queda solo con su gran dolor y maldice el día de su nacimiento: «¡Desaparezca el día en que nací, y la noche que dijo: `ha sido concebido un hombre’!» (Job 3, 3). Job está pues profundamente herido. Su historia no parece precisamente la más apropiada para confirmar la tesis de la imposibilidad de ser herido. A la herida de Satán, con permiso de Dios, que tanto afectó a Job en su existencia, se unió la herida que le causaron sus amigos. Sus amigos quieren que sepa que es él quien tiene la culpa de su desgracia. Sin duda tiene que haber pecado, porque de otro modo Dios no le habría enviado esa desgracia. Pero Job no se deja herir por sus amigos. A pesar de su dolor, sigue afirmando que ha vivido honradamente ante Dios. Ni siquiera se está hiriendo a sí mismo cuando se echa la culpa, cuando cuestiona su conducta y cuando busca alguna culpa en sí mismo. Esto no es autojustificación, sino honradez. El sabe que al menos ha tratado de cumplir la voluntad de Dios. Y Dios acaba por darle la razón. La razón de su desgracia no está en sus pecados, sino en el incomprensible
ser de Dios. Mediante las maravillas de la naturaleza, Dios muestra a Job que es mucho más grande e inasible que lo que él se ha imaginado. Y ante esta grandeza, Job se inclina y confiesa: «Te conocía sólo de oídas, pero ahora te han visto mis ojos. Por eso me retracto, y me arrepiento cubierto de polvo y ceniza» (Job 42, 5s). No se confiesa pecador, sino un hombre que ha sido formado del polvo de la tierra y que por eso no puede discutir con Dios. Y Dios le da a Job una nueva felicidad, duplica sus posesiones y le regala aún siete hijos y tres hijas. Y Job muere bendecido por Dios, anciano y colmado de días.

El libro de Job me enseña que la tesis de que nadie puede ser herido sino por sí mismo no puede formularse en sentido absoluto. Job soporta un gran sufrimiento, que afecta a lo más profundo de su ser. Y no es precisamente por cosas externas, como los camellos y los bueyes. Se trata de sus hijos, esos hijos que tenían todo su amor. Cuando unos padres pierden algún hijo por enfermedad o accidente, es muy profunda la herida que reciben, y entonces pueden llorar como Job esta dolorosa pérdida. Pero en medio de su tristeza, la fe puede ser como el resplandor de una suave luz que les da la esperanza de que no todo carece de sentido. En estas situaciones, para algunos todo es oscuridad. Ya no ven ningún sentido a su vida. Y todavía aumentan su dolor porque se hieren a sí mismos, porque se echan la culpa de no haber prestado la suficiente atención, de no haber educado bien a sus hijos, de haber hecho todo mal.
Pero incluso en esas situaciones, Job sigue creyendo que está en manos de Dios. Sabe que él, al morir, nada se puede llevar, que sus hijos eran un don inmerecido de Dios, que Dios puede de nuevo conceder. Pero este planteamiento sólo se puede mantener cuando se ha aceptado en la tristeza el dolor de la partida. Sólo entonces se irá afianzando poco a poco la luz de este planteamiento y se irán iluminando cada vez más las tinieblas del corazón, hasta que pueda surgir una nueva confianza. Job no se conforma enseguida con su destino.
Al contrario, da rienda suelta a su queja: «Estoy hastiado de vivir; así que daré rienda suelta a mis quejas, hablaré en el colmo de la amargura. Diré a Dios: ¡No me condenes! Hazme saber tus cargos contra mí. ¿Acaso te complace oprimirme, despreciar la obra de tus manos y secundar el plan de los impíos?» (Job 10, 1-3). Quejarse es en sí mismo liberador. Si en la queja damos salida a nuestrossentimientos amargos, éstos pueden cambiarse.

Quejarse no es lo mismo que lamentarse. Cuando me lamento me encierro exclusivamente en mí mismo, me baño en mi autocompasión. Sin embargo, cuando me quejo expongo mi necesidad a Dios. Deploro mi suerte y me quejo a Dios. En este diálogo puede que algo cambie en mí. Todavía parece peor la herida que tiene que ver con el cuerpo. No sólo es la enfermedad corporal incurable la que nos hiere en profundidad. La frase maligna con la que Satán hiere a Job, puede ser también una imagen de las heridas psíquicas, del sufrimiento por nuestros complejos neuróticos, por nuestros temores, por nuestras sensibilidades, por nuestros escrúpulos, por toda la basura que hay en nuestra psyche.
Las depresiones pueden ser como una llaga maligna que corroe nuestra alma. O los trastornos neuróticos, contra los que uno se siente impotente, pueden arrebatarnos nuestra dignidad. 
Tomemos el caso de una mujer con un tumor en el cerebro que le provoca ataques epilépticos. Para esta mujer, que hasta ahora ha dominado extraordinariamente su vida, esto constituye una profunda herida. Ya no se tiene a sí misma. Su bello rostro, con el que ha sonreído a tanta gente, se va desfigurando poco a poco. Y ella, que iba siempre erguida por la vida, se ve arrojada al polvo de la calle y empujada de acá para allá.
Su marido, que está desvalido junto a ella, se siente profundamente herido por estos ataques humillantes. Cuando me entero de casos así, lo único que puedo hacer es compadecerme. Entonces no me atrevo a repetir la tesis de Juan Crisóstomo. Aquí hay unas personas que han sido afectadas por una enfermedad en sus pliegues más profundos. Y no pueden hacer absolutamente nada. Esas personas no se han herido a sí mismas. Y si yo les dijera eso, lo único que conseguiría es aumentar todavía más su dolor, como hicieron los amigos de Job, que con sus argumentaciones lo iban hiriendo cada vez más. Lo único que conseguiría es cargarles aún más con la culpa de su dolor.

¿Qué pasa pues con la tesis estoica?, ¿es una tesis inhumana y no cristiana o se justifica en esas situaciones extremas? Por lo menos Crisóstomo no tiene ningún miedo a la hora de confirmar su tesis con el leproso Job, que se sienta entre cenizas y se rasca las llagas con un cascote. Hay heridas ante las que me quedo absolutamente sin palabras. Lo primero que tengo que hacer es inclinarme con respeto ante el sufrimiento humano.- Y me prohíbo darle cualquier interpretación. Mantengo mi mudez. Tomo el dolor en serio y lo comparto con quien me cuenta sus problemas. Pero entonces también reflexiono sobre cómo puede el otro sobrellevar su dolor. Si me instalo en la compasión, puede que con eso descargue por un momento a los demás. Pero luego no les sirve para nada. Intento señalar a los demás que estén muy atentos a su esfera interior, que no se verá afectada ni siquiera por una enfermedad tan degradante como la epilepsia; que estén muy atentos a la dignidad inviolable a la que ni una enfermedad tan horrible es capaz de destruir. Pero esto sólo puedo hacerlo con una gran cautela. Antes tengo que comprender el dolor en toda su crudeza y dejarme penetrar por él.
La tesis de Crisóstomo, por supuesto, no quiere decir que como cristianos no tengamos que sufrir. Justamente lo contrario, porque los escritos del Nuevo Testamento nos repiten una y otra vez que los cristianos tienen que pasar por la prueba del sufrimiento. Pero ese sufrimiento no será inútil. En medio del sufrimiento, el cristiano podrá experimentar que Cristo está junto a él. No es que por esto disminuya su sufrimiento, pero sí lo puede sobrellevar mejor. Así en la primera Carta de Pedro el apóstol puede decir: «Por ello vivís alegres, aunque un poco afligidos ahora, es cierto, a causa de tantas pruebas» (I Pe 1, 6).
Creer que el sufrimiento pertenece a nuestra existencia, lo hace más soportable. Y la fe es como un rayo de luz en medio de las tinieblas del sufrimiento. Por encima del sufrimiento ella se remonta hasta Dios, que nos sostiene también en él. El sufrimiento se vuelve insoportable cuando lo interpretamos mal, cuando buscamos en nosotros mismos la culpa de que suframos. Entonces nos hacemos trizas con nuestras autoacusaciones. Hurgamos en nuestras heridas y las volvemos a abrir bruscamente. Como Job, tenemos que mantener nuestra dignidad, confiando en que a pesar de todo he vivido rectamente, en que el sufrimiento no es ningún castigo que me merezco sino un destino incomprensible, en el que tengo que ponerme en manos de Dios y que puede ser que me lleve a que tras un largo período de tristeza, el dolor se transforme en una nueva vida, en ganas de vivir y en libertad.
La gente que tiene experiencia del sufrimiento es a menudo más madura y serena, tiene un gran corazón, e interiormente es más libre del miedo ante su propia vida.
La tesis de que no somos heridos sino que nos herimos nosotros mismos, podría evitar, en experiencias tan profundas como las de Job, que aumentemos todavía más el dolor que nos viene de fuera, hiriéndonos a nosotros mismos. Una razón por la que aumentamos el dolor que  nos viene de fuera es la ilusión de que tendríamos que vivir ajenos al dolor, que el dolor no tendría que existir. Con la idea equivocada que nos hacemos del dolor nos herimos a nosotros mismos. Si contamos con que tenemos que sufrir, entonces podremos convivir con el sufrimiento, pero sin aumentarlo hiriéndonos a nosotros mismos. Si somos capaces de aceptar el sufrimiento en las manos de Dios y si en él experimentamos nuestra comunión con Cristo, entonces podremos soportarlo.
Como Job, podemos rebelarnos también contra el dolor y la desgracia que nos ha tocado. En la rebelión hay todavía autoestima. Como Job, podemos quejarnos públicamente ante Dios de nuestra suerte y lamentarnos de que nos haya puesto en esta situación. Quejarse es distinto de lamentarse. En la queja nos mantenemos en nuestra dignidad.
En el lamento, sin embargo, nos ensimismamos en nuestra autocompasión y perdemos así nuestra autoestima. Sentimos que todo vaya tan mal, que nadie eche una mano, que todo sea tan sinsentido. Muchos se aferran a este dolor y niegan la vida. Esta es ciertamente la autolesión más profunda que puede haber: negar la vida y renunciar a ella. Aferrarse a la propia dignidad interior aun en el dolor más incomprensible, sería el mensaje de Job que Crisóstomo quiere transmitirnos en su discurso.

sábado, 21 de julio de 2012

EL TRABAJO PASTORAL, UN LLAMADO DE TODOS



 EVANGELIO
Mc 6, 30-34
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Marcos.
Al regresar de su misión, los Apóstoles se reunieron con Jesús y le contaron todo lo que habían hecho y enseñado. Él les dijo: "Vengan ustedes solos a un lugar desierto, para descansar un poco". Porque era tanta la gente que iba y venía, que no tenían tiempo ni para comer. Entonces se fueron solos en la barca a un lugar desierto. Al verlos partir, muchos los reconocieron, y de todas las ciudades acudieron por tierra a aquel lugar y llegaron antes que ellos. Al desembarcar, Jesús vio una gran muchedumbre y se compadeció de ella, porque eran como ovejas sin pastor, y estuvo enseñándoles largo rato.
Palabra del Señor.

“Vengan ahora ustedes a un lugar solitario y despoblado y descansen un poco”
El domingo pasado recordábamos cómo Jesús llamó a sus primeros doce discípulos y los hizo sus “apóstoles”, es decir sus enviados para proclamar la Buena Noticia. Ahora los apóstoles regresan de su recorrido y, al contarle “lo que han hecho y enseñado”, Él los invita a “descansar un poco”.
El ser humano necesita sentirse activo y útil, no sólo para el sustento diario, sino también para la propia realización personal. Pero también toda persona que trabaja necesita descansar. Por eso el ideal es poder combinar el trabajo con el descanso. Quienes trabajan en situaciones de responsabilidad en las que muchos dependen de ellos, no pocas veces tienen que atender a las continuas solicitudes que les llegan en tiempos previstos para el reposo. También muchas personas se ven obligadas a multiplicar sus esfuerzos, privándose del descanso para poder conseguir el sustento propio y de sus familias. Y por otra parte, no faltan los adictos al trabajo que desconocen la necesidad de descansar, negándose cualquier posibilidad de re-creación.
Pero el descanso es necesario, y para que sea verdaderamente re-creativo, es decir renovador, supone y exige la búsqueda de espacios y tiempos tanto de silencio interior para rehacernos espiritualmente, como de encuentro y relación con las personas en ambientes constructivos de distensión y diálogo.

Al desembarcar Jesús y ver toda esa multitud, sintió compasión por ellos
El segundo tema del Evangelio de hoy es la compasión de Jesús por la gente. “Com-pasión” significa padecer-con el que sufre o experimenta una situación difícil. En la lengua griega en la cual fueron redactados originalmente los cuatro Evangelios, el término empleado para referirse a que Jesús “se conmovió o sintió compasión” equivale a “se le revolvieron las tripas”, una imagen viva de lo que significa el amor de Dios hecho hombre para compartir con nosotros las situaciones dolorosas y acompañarnos en la búsqueda de solución a nuestros problemas.
Ahora bien, el Evangelio no sólo nos invita a reconocer el amor compasivo de Dios ofrecido personalmente por Jesucristo, sino también a sentir y actuar como Él lo hizo, especialmente en relación con las personas más necesitadas. Una de las causas más profundas de la situación de injusticia social y de violencia en que se encuentra nuestra sociedad es la falta de com-pasión, la indiferencia que lleva a muchos a desentenderse de los problemas de los demás, encerrándose en el egoísmo.

Andaban como ovejas sin pastor; entonces empezó a darles muchas enseñanzas
El tercer tema del Evangelio de este domingo es la imagen del pastor como modelo de la misión encomendada por Jesús a sus apóstoles. Esta misma misión es la que los obispos, con el sucesor de Pedro a la cabeza -el Papa- y también de todos los que ejercemos distintos ministerios o servicios en la Iglesia de Cristo, estamos llamados a cumplir. Por eso a esta misión se le da el calificativo de “pastoral”.
La situación descrita por el Evangelio al referirse a la multitud que “andaba como ovejas sin pastor”, no es sólo de aquel tiempo. Es de todas las épocas y se había dado, por ejemplo, en tiempos del profeta Jeremías, quien predicó en Jerusalén unos 650 años antes de Cristo. “Ay de los pastores que dejan que se pierdan y dispersen las ovejas de mi rebaño…”, dice en la primera lectura de este domingo el profeta, refiriéndose a los reyes descendientes de David que habían promovido no sólo la idolatría, sino también la corrupción y la injusticia social en el pueblo de Dios (Jeremías 23, 1-6).
Nosotros podemos aplicar esta denuncia profética también al nuevo Pueblo de Dios, iniciado por Jesucristo como una comunidad que supera la antigua división entre judíos y gentiles o paganos en virtud de la reconciliación que Él mismo hizo posible gracias a su sacrificio redentor, y a la que se refiere el apóstol san Pablo en la segunda lectura de hoy (Efesios 2, 13-18).
Jesús es nuestro Buen Pastor al que puede aplicarse en todo su sentido el Salmo 23 -el salmo responsorial de la Misa de este domingo-, y para que sintamos su presencia quiso contar con colaboradores que continuaran después de su muerte y resurrección la misión pastoral que recibió de su Padre celestial.
Pero no pensemos que estas palabras están dirigidas solamente a los obispos, sacerdotes y diáconos, se refieren a todos los cristianos, porque los laicos están llamados a compartir la tarea pastoral. De alguna manera todos somos responsables por nuestros hermanos y a todos nos incumbe una tarea de evangelización, tanto a los que ya son cristianos como para los que aun no han oído el mensaje de salvación.

miércoles, 18 de julio de 2012

NO TE HAGAS DAÑO A TI MISMO-SAN JUAN CRISOSTOMO II



José de Egipto
La figura veterotestamentaria de José es para Juan Crisóstomo una prueba más de su tesis de que nadie puede ser herido si él no se hiere a sí mismo. José hace caso a sus sueños. Está en consonancia con la voz interior en la que Dios mismo le habla. No comparte la interpretación de sus hermanos, que le desprecian por ser el más joven, que le odian y rechazan porque es distinto, porque es el preferido de su padre.
Quieren matarlo. Pero siguiendo el consejo de Rubén lo arrojan a una cisterna y acaban vendiéndolo a unos mercaderes que pasan por allí, los cuales lo llevan a Egipto y lo venden a Putifar, un alto funcionario del Faraón. Allí todo le iba bien porque Dios estaba con él (cf. Gén 39, 2).
La envidia de sus hermanos no le podía perjudicar. Aunque le arrojaron a la cisterna y lo vendieron, en realidad no le pudieron herir. El sabía que estaba en manos de Dios. Eso le libró del poder de sus pérfidos hermanos. Ellos quisieron hacerle daño, pero lograron exactamente lo contrario, beneficiarle. Pues ninguno de ellos hizo una carrera tan meteórica como José.
Pero el camino de José no fue todo él un camino de rosas. Como José lograba todo lo que emprendía, su señor lo hizo administrador de su casa. Bajo su mandato se multiplicaron las posesiones. Todo le salía bien. La mujer de Putifar puso sus ojos en él y quiso que se acostara con ella. Pero José fue consecuente consigo mismo. No se dejó llevar por la mujer, sino por su conciencia. Entonces, la mujer de Putifar le calumnió diciendo que José había intentado acostarse con ella. La consecuencia fue clara: José fue a dar con sus huesos en la cárcel. Una vez más parecía que el destino se volvía contra él. Pero en la cárcel José siguió siendo fiel a su conciencia. Cierto que estaba en prisión, pero seguía siendo un hombre libre,
porque tenía la seguridad de estar en manos de Dios. Allí interpreta sus sueños a sus compañeros prisioneros.
Finalmente le fueron a buscar para que interpretara los sueños del Faraón, que los adivinos y los intérpretes de sueños de Egipto eran incapaces de desentrañar. Y cuando José los descifró, el Faraón le dio autoridad sobre todo Egipto. Una vez más, Dios lo libró de la mano de un hombre injusto y envidioso. Nada pudo perjudicarle. Al contrario, dice Crisóstomo, cuanto más daño querían hacerle los demás, tanto mayor era su honor. Una historia demasiado bonita para ser verdad, puede pensarse. Pero en nuestra vida se pueden encontrar muchos ejemplos que confirman esta historia. A veces parece que todo se nos pone en contra. Pero si seguimos anclados en Dios, nuestra suerte cambia por completo. Descubrimos de golpe el sentido de nuestra crisis, de nuestro fracaso, el sentido de la calumnia y del trato injusto que hemos tenido que soportar.
Todo eso nos empuja tanto por dentro como por fuera. A José no le resultó fácil el tiempo que pasó en la cisterna y en la prisión. Allí su destino le hizo sufrir. Pero al descifrar sus sueños, recuperó de nuevo la esperanza de que la prisión no era en su vida la última palabra, que Dios le había dado una dignidad inviolable que nadie le podría arrebatar. Cuando nos encontremos en un apuro, cuando nos sintamos entre la espada y la pared, la historia de José puede infundirnos la esperanza de que Dios también cambiará nuestra suerte, de que en todo estamos en las buenas manos de Dios.