Job
Para el obispo de Constantinopla, Job es una prueba más de su tesis de que nadie es herido sino por sí mismo. Job fue herido por Dios no sólo porque le quitó todas sus riquezas. Esto era sólo algo exterior, que el hombre que teme a Dios puede sobrellevar con humildad y resignación. Luego le fueron quitados todos sus hijos. Esto ya afectó a su corazón. Lo más querido que tenía, sus propios hijos, de los que tan orgulloso estaba, le son arrebatados.
Pero incluso ante esta pérdida reaccionó Job resignadamente: «Desnudo salí del vientre de mi madre, y desnudo volveré allí. El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó. ¡Bendito sea el nombre del Señor!» (Job 1, 21). Finalmente llegó Satán y con el permiso de Dios le hirió «con una llaga maligna desde la planta de los pies hasta la coronilla» (Job 2, 7). Entonces Job se queda solo con su gran dolor y maldice el día de su nacimiento: «¡Desaparezca el día en que nací, y la noche que dijo: `ha sido concebido un hombre’!» (Job 3, 3). Job está pues profundamente herido. Su historia no parece precisamente la más apropiada para confirmar la tesis de la imposibilidad de ser herido. A la herida de Satán, con permiso de Dios, que tanto afectó a Job en su existencia, se unió la herida que le causaron sus amigos. Sus amigos quieren que sepa que es él quien tiene la culpa de su desgracia. Sin duda tiene que haber pecado, porque de otro modo Dios no le habría enviado esa desgracia. Pero Job no se deja herir por sus amigos. A pesar de su dolor, sigue afirmando que ha vivido honradamente ante Dios. Ni siquiera se está hiriendo a sí mismo cuando se echa la culpa, cuando cuestiona su conducta y cuando busca alguna culpa en sí mismo. Esto no es autojustificación, sino honradez. El sabe que al menos ha tratado de cumplir la voluntad de Dios. Y Dios acaba por darle la razón. La razón de su desgracia no está en sus pecados, sino en el incomprensible
ser de Dios. Mediante las maravillas de la naturaleza, Dios muestra a Job que es mucho más grande e inasible que lo que él se ha imaginado. Y ante esta grandeza, Job se inclina y confiesa: «Te conocía sólo de oídas, pero ahora te han visto mis ojos. Por eso me retracto, y me arrepiento cubierto de polvo y ceniza» (Job 42, 5s). No se confiesa pecador, sino un hombre que ha sido formado del polvo de la tierra y que por eso no puede discutir con Dios. Y Dios le da a Job una nueva felicidad, duplica sus posesiones y le regala aún siete hijos y tres hijas. Y Job muere bendecido por Dios, anciano y colmado de días.
El libro de Job me enseña que la tesis de que nadie puede ser herido sino por sí mismo no puede formularse en sentido absoluto. Job soporta un gran sufrimiento, que afecta a lo más profundo de su ser. Y no es precisamente por cosas externas, como los camellos y los bueyes. Se trata de sus hijos, esos hijos que tenían todo su amor. Cuando unos padres pierden algún hijo por enfermedad o accidente, es muy profunda la herida que reciben, y entonces pueden llorar como Job esta dolorosa pérdida. Pero en medio de su tristeza, la fe puede ser como el resplandor de una suave luz que les da la esperanza de que no todo carece de sentido. En estas situaciones, para algunos todo es oscuridad. Ya no ven ningún sentido a su vida. Y todavía aumentan su dolor porque se hieren a sí mismos, porque se echan la culpa de no haber prestado la suficiente atención, de no haber educado bien a sus hijos, de haber hecho todo mal.
Pero incluso en esas situaciones, Job sigue creyendo que está en manos de Dios. Sabe que él, al morir, nada se puede llevar, que sus hijos eran un don inmerecido de Dios, que Dios puede de nuevo conceder. Pero este planteamiento sólo se puede mantener cuando se ha aceptado en la tristeza el dolor de la partida. Sólo entonces se irá afianzando poco a poco la luz de este planteamiento y se irán iluminando cada vez más las tinieblas del corazón, hasta que pueda surgir una nueva confianza. Job no se conforma enseguida con su destino.
Al contrario, da rienda suelta a su queja: «Estoy hastiado de vivir; así que daré rienda suelta a mis quejas, hablaré en el colmo de la amargura. Diré a Dios: ¡No me condenes! Hazme saber tus cargos contra mí. ¿Acaso te complace oprimirme, despreciar la obra de tus manos y secundar el plan de los impíos?» (Job 10, 1-3). Quejarse es en sí mismo liberador. Si en la queja damos salida a nuestrossentimientos amargos, éstos pueden cambiarse.
Quejarse no es lo mismo que lamentarse. Cuando me lamento me encierro exclusivamente en mí mismo, me baño en mi autocompasión. Sin embargo, cuando me quejo expongo mi necesidad a Dios. Deploro mi suerte y me quejo a Dios. En este diálogo puede que algo cambie en mí. Todavía parece peor la herida que tiene que ver con el cuerpo. No sólo es la enfermedad corporal incurable la que nos hiere en profundidad. La frase maligna con la que Satán hiere a Job, puede ser también una imagen de las heridas psíquicas, del sufrimiento por nuestros complejos neuróticos, por nuestros temores, por nuestras sensibilidades, por nuestros escrúpulos, por toda la basura que hay en nuestra psyche.
Las depresiones pueden ser como una llaga maligna que corroe nuestra alma. O los trastornos neuróticos, contra los que uno se siente impotente, pueden arrebatarnos nuestra dignidad.
Tomemos el caso de una mujer con un tumor en el cerebro que le provoca ataques epilépticos. Para esta mujer, que hasta ahora ha dominado extraordinariamente su vida, esto constituye una profunda herida. Ya no se tiene a sí misma. Su bello rostro, con el que ha sonreído a tanta gente, se va desfigurando poco a poco. Y ella, que iba siempre erguida por la vida, se ve arrojada al polvo de la calle y empujada de acá para allá.
Su marido, que está desvalido junto a ella, se siente profundamente herido por estos ataques humillantes. Cuando me entero de casos así, lo único que puedo hacer es compadecerme. Entonces no me atrevo a repetir la tesis de Juan Crisóstomo. Aquí hay unas personas que han sido afectadas por una enfermedad en sus pliegues más profundos. Y no pueden hacer absolutamente nada. Esas personas no se han herido a sí mismas. Y si yo les dijera eso, lo único que conseguiría es aumentar todavía más su dolor, como hicieron los amigos de Job, que con sus argumentaciones lo iban hiriendo cada vez más. Lo único que conseguiría es cargarles aún más con la culpa de su dolor.
¿Qué pasa pues con la tesis estoica?, ¿es una tesis inhumana y no cristiana o se justifica en esas situaciones extremas? Por lo menos Crisóstomo no tiene ningún miedo a la hora de confirmar su tesis con el leproso Job, que se sienta entre cenizas y se rasca las llagas con un cascote. Hay heridas ante las que me quedo absolutamente sin palabras. Lo primero que tengo que hacer es inclinarme con respeto ante el sufrimiento humano.- Y me prohíbo darle cualquier interpretación. Mantengo mi mudez. Tomo el dolor en serio y lo comparto con quien me cuenta sus problemas. Pero entonces también reflexiono sobre cómo puede el otro sobrellevar su dolor. Si me instalo en la compasión, puede que con eso descargue por un momento a los demás. Pero luego no les sirve para nada. Intento señalar a los demás que estén muy atentos a su esfera interior, que no se verá afectada ni siquiera por una enfermedad tan degradante como la epilepsia; que estén muy atentos a la dignidad inviolable a la que ni una enfermedad tan horrible es capaz de destruir. Pero esto sólo puedo hacerlo con una gran cautela. Antes tengo que comprender el dolor en toda su crudeza y dejarme penetrar por él.
La tesis de Crisóstomo, por supuesto, no quiere decir que como cristianos no tengamos que sufrir. Justamente lo contrario, porque los escritos del Nuevo Testamento nos repiten una y otra vez que los cristianos tienen que pasar por la prueba del sufrimiento. Pero ese sufrimiento no será inútil. En medio del sufrimiento, el cristiano podrá experimentar que Cristo está junto a él. No es que por esto disminuya su sufrimiento, pero sí lo puede sobrellevar mejor. Así en la primera Carta de Pedro el apóstol puede decir: «Por ello vivís alegres, aunque un poco afligidos ahora, es cierto, a causa de tantas pruebas» (I Pe 1, 6).
Creer que el sufrimiento pertenece a nuestra existencia, lo hace más soportable. Y la fe es como un rayo de luz en medio de las tinieblas del sufrimiento. Por encima del sufrimiento ella se remonta hasta Dios, que nos sostiene también en él. El sufrimiento se vuelve insoportable cuando lo interpretamos mal, cuando buscamos en nosotros mismos la culpa de que suframos. Entonces nos hacemos trizas con nuestras autoacusaciones. Hurgamos en nuestras heridas y las volvemos a abrir bruscamente. Como Job, tenemos que mantener nuestra dignidad, confiando en que a pesar de todo he vivido rectamente, en que el sufrimiento no es ningún castigo que me merezco sino un destino incomprensible, en el que tengo que ponerme en manos de Dios y que puede ser que me lleve a que tras un largo período de tristeza, el dolor se transforme en una nueva vida, en ganas de vivir y en libertad.
La gente que tiene experiencia del sufrimiento es a menudo más madura y serena, tiene un gran corazón, e interiormente es más libre del miedo ante su propia vida.
La tesis de que no somos heridos sino que nos herimos nosotros mismos, podría evitar, en experiencias tan profundas como las de Job, que aumentemos todavía más el dolor que nos viene de fuera, hiriéndonos a nosotros mismos. Una razón por la que aumentamos el dolor que nos viene de fuera es la ilusión de que tendríamos que vivir ajenos al dolor, que el dolor no tendría que existir. Con la idea equivocada que nos hacemos del dolor nos herimos a nosotros mismos. Si contamos con que tenemos que sufrir, entonces podremos convivir con el sufrimiento, pero sin aumentarlo hiriéndonos a nosotros mismos. Si somos capaces de aceptar el sufrimiento en las manos de Dios y si en él experimentamos nuestra comunión con Cristo, entonces podremos soportarlo.
Como Job, podemos rebelarnos también contra el dolor y la desgracia que nos ha tocado. En la rebelión hay todavía autoestima. Como Job, podemos quejarnos públicamente ante Dios de nuestra suerte y lamentarnos de que nos haya puesto en esta situación. Quejarse es distinto de lamentarse. En la queja nos mantenemos en nuestra dignidad.
En el lamento, sin embargo, nos ensimismamos en nuestra autocompasión y perdemos así nuestra autoestima. Sentimos que todo vaya tan mal, que nadie eche una mano, que todo sea tan sinsentido. Muchos se aferran a este dolor y niegan la vida. Esta es ciertamente la autolesión más profunda que puede haber: negar la vida y renunciar a ella. Aferrarse a la propia dignidad interior aun en el dolor más incomprensible, sería el mensaje de Job que Crisóstomo quiere transmitirnos en su discurso.
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