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lunes, 29 de junio de 2015

LOS ROSTROS DE LA MUERTE





Los invito a leer el texto explicando el evangelio del domingo.
No siempre voy a publicar un video ,así resaltamos la importancia de lo escrito y detenerse a pensar.
A veces el video puede favorecer el digerir rápido sin gustar.Puede ser un DELIVERY en video del evangelio del domingo....(“no el mucho saber harta y satisface el alma, sino el sentir y gustar de las cosas internamente”)
Saludos!


Domingo XIII del Tiempo Ordinario




Los rostros de la muerte
Comentarios del pbro. Luis H. Rivas
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Marcos 5, 21-43



Cuando Jesús regresó en la barca a la otra orilla, una gran multitud se reunió a su alrededor, y Él se quedó junto al mar. Entonces llegó uno de los jefes de la sinagoga, llamado Jairo, y al verlo, se arrojó a sus pies, rogándole con insistencia: «Mi hijita se está muriendo; ven a imponerle las manos, para que se sane y viva». Jesús fue con él y lo seguía una gran multitud que lo apretaba por todos lados.

Se encontraba allí una mujer que desde hacía doce años padecía de hemorragias. Había sufrido mucho en manos de numerosos médicos y gastado todos sus bienes sin resultado; al contrario, cada vez estaba peor. Como había oído hablar de Jesús, se le acercó por detrás, entre la multitud, y tocó su manto, porque pensaba: «Con sólo tocar su manto quedaré sanada». Inmediatamente cesó la hemorragia, y ella sintió en su cuerpo que estaba sanada de su mal.

Jesús se dio cuenta en seguida de la fuerza que había salido de Él, se dio vuelta y, dirigiéndose a la multitud, preguntó: «¿Quién tocó mi manto?»

Sus discípulos le dijeron: «¿Ves que la gente te aprieta por todas partes y preguntas quién te ha tocado?» Pero Él seguía mirando a su alrededor, para ver quién había sido.

Entonces la mujer, muy asustada y temblando, porque sabía bien lo que le había ocurrido, fue a arrojarse a sus pies y le confesó toda la verdad.

Jesús le dijo: «Hija, tu fe te ha salvado. Vete en paz, y queda sanada de tu enfermedad».

Todavía estaba hablando, cuando llegaron unas personas de la casa del jefe de la sinagoga y le dijeron: «Tu hija ya murió; ¿para qué vas a seguir molestando al Maestro?» Pero Jesús, sin tener en cuenta esas palabras, dijo al jefe de la sinagoga: «No temas, basta que creas». Y sin permitir que nadie lo acompañara, excepto Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago, fue a casa del jefe de la sinagoga.

Allí vio un gran alboroto, y gente que lloraba y gritaba. Al entrar, les dijo: «¿Por qué se alborotan y lloran? La niña no está muerta, sino que duerme». Y se burlaban de Él.

Pero Jesús hizo salir a todos, y tomando consigo al padre y a la madre de la niña, y a los que venían con Él, entró donde ella estaba. La tomó de la mano y le dijo: «Talitá kum», que significa: «¡Niña, Yo te lo ordeno, levántate!» En seguida la niña, que ya tenía doce años, se levantó y comenzó a caminar. Ellos, entonces, se llenaron de asombro, y Él les mandó insistentemente que nadie se enterara de lo sucedido. Después dijo que dieran de comer a la niña.



*****

El evangelio nos relata dos milagros de Jesús estrechamente relacionados: mientras Jesús iba caminando hacia la casa de Jairo para resucitar a su hija, curó a una mujer que se ocultaba en medio de la multitud. Posiblemente se trata de dos relatos independientes que en algún estadio muy primitivo de la tradi­ción se unieron y así fueron reproducidos por el Evangelista. Algunos detalles se repiten como para que los lectores advier­tan que ambos milagros tienen mucho que ver entre sí. Las dos personas curadas son mujeres, aunque de diferente edad; en los dos casos se habla de doce años; en las dos veces se habla de temor, así como también de fe y de salvación. Finalmente los dos milagros se producen "inmediatamente' y las personas fa­vorecidas continúan su vida normal. Leyendo el texto con aten­ción se pueden descubrir otras coincidencias.

Estos dos relatos de milagros pertenecen a la serie mencio­nada domingos anteriores, en la que el autor ha elaborado un hecho de Jesús haciendo referencias a textos del Antiguo Testamento para mostrar la superioridad de Jesús sobre las figuras de la primera parte de la Biblia.

LAS DOS ENFERMAS

La mujer enferma, así como es representada en el relato del evangelio, padece hemorragias. Para una mujer judía del tiempo de Jesús esto es algo muy vergonzoso, además de penoso. Esta clase de enfermedades no solamente hacia sufrir sino que ade­más tenía consecuencias sociales y religiosas. Las mujeres así enfermas eran consideradas "impuras"; por lo tanto no podían estar en contacto con las demás personas y debían mantenerse alejadas del culto: no se las admitía en los actos religiosos. En cierta manera eran tratadas de una forma semejante a los leprosos. Esto explica que la enferma del relato se escondiera entre la gente buscando permanecer oculta y sintiera vergüenza ante Jesús y los demás que lo acompañaban.

¿Se podría decir que era vida lo que estas pobres mujeres llevaban? En realidad se encontraban como muertas en vida; debían estar siempre alejadas de todos, ocultas y sobrellevando la pena de su enfermedad, como si se tratara de algo vergonzo­so o de una culpa de la que ellas eran responsables.

La niña, por su parte, está gravemente enferma pero no se indica la naturaleza de su mal. Cuando vienen a buscar a Jesús se dice que está en los últimos momentos, e instantes después se anuncia su muerte. Los vecinos y las lloronas se congregan inmediatamente y dan comienzo a los tradicionales ritos fúne­bres.

Los muertos también eran considerados como "impuros". Los que tocaban un cadáver no podían participar en los actos religiosos si antes no se sometían a las ceremonias destinadas a "purificar". Los mismos muertos estaban alejados de toda rela­ción. Además de la natural separación de los demás seres hu­manos que impone la muerte, en aquellos tiempos se creía que los muertos también estaban alejados de la mano de Dios. Se pensaba que el poder de Dios no podía llegar al lugar de los muertos, y que los muertos - por su condición de impuros - no podían alabar al Señor.

El Evangelio ha reunido estos dos milagros porque es un en­cuentro de Jesús con la muerte manifestada en dos formas dis­tintas: un muerto en vida y un muerto físicamente. Y Jesús de­mostró su poder ante esta muerte, contra la cual los hombres no pueden hacer nada.

LOS DOS MILAGROS

El autor del relato presenta a una mujer que no ha podido ser curada por los médicos, a pesar del tiempo que lleva su trata­miento. Su enfermedad pertenece a aquellas que excluyen de la comunidad por las leyes establecidas en el Antiguo Testamento, principalmente en el libro del Levítico, y también por las normas dictadas por los maestros de Israel. Ella es una "impura" y con­tagia su impureza a todo lo que toca. Por esa razón no puede acercarse a Jesús para pedirle la curación ni solicitarle que le imponga las manos.

Sin embargo, movida por la necesidad, se ha introducido en el grupo de los que siguen a Jesús. No podía hacerse notar entre la gente, porque además de la vergüenza que le provocaba su enfermedad, al acercarse a la multitud estaba transgrediendo las normas. Pero tiene suficiente fe en Jesús para saber que con sólo tocar el manto, manteniendo su anonimato, puede obtener la curación. Así lo hace, e inmediatamente queda curada. Jesús tiene un poder como para purificar a aquellos que el Antiguo Testamento declara impuros.

El otro caso es el de la hija del jefe de la Sinagoga. Ella está muerta y ya ha comenzado la celebración de los funerales. Es también una impura que, según las leyes del Antiguo Testamento, contagia su impureza a todos los que la tocan. Sin embargo, Jesús le dijo al jefe de la Sinagoga que tuviera fe, luego se acer­có y tomó a la niña de la mano. Con una orden dada por el Señor, la niña se levantó y comenzó a caminar. En el Antiguo Testamento se relata que los profetas Elías y Eliseo resucitaron niños que habían muerto. Pero para hacerlo tuvieron que rezar a Dios y, en el caso de Eliseo, hacer una cantidad de gestos. Con­trasta todo esto con el proceder de Jesús, que por propia autori­dad y sin gestos resucita a la niña muerta.

Estos dos milagros avanzan un paso más sobre lo que se ha visto en los textos del evangelio que se han proclamado en do­mingos anteriores. La forma en que el autor de los textos pre­senta a Jesús vuelve a suscitar en los lectores la pregunta: ¿Quién es Jesús? Un hombre aparentemente como los demás, oprimido por la multitud, y que sin embargo despliega un poder que hace presentir que es una persona divina, porque purifica a los que la Ley declara impuros, y porque puede dar la vida por propia au­toridad, destacándose por encima de los profetas.

Aun cuando estos dos milagros sean cosas extraordinarias, se nos quiere mostrar que todavía pueden ser algo mucho más extraordinario. Por eso la narración insiste en la palabra “fe” que es relacionada con la palabra “salvación”.

En esos dos relatos tenemos que ver la verdadera situación del hombre en el mundo, y lo que significa el encuentro con Jesús. Dicho de otra forma se nos hace caer en la cuenta de que hay una manera más correcta de hablar de la muerte que la que usamos habitualmente. Muchas veces, o casi siempre, ha­blamos de los muertos y de los vivientes poniendo como punto de referencia el sepulcro. Los que están sepultados son los muer­tos y los que están fuera del cementerio son los vivientes. El Evangelio nos habla en otros términos: muertos son los que han roto todas sus relaciones con Dios y con el prójimo, aunque an­den caminando por las calles o rodeados por la multitud. La muerte es estar sumido en la tristeza, la vergüenza y el temor; es carecer de libertad, es no tener ánimo para vivir, es no tener deseos de vivir... La muerte también es la situación de los que por distintas razones están marginados o discriminados, y se ven impedidos de participar de las condiciones de vida de los demás.

La vida, en cambio, es mucho más que respirar, tener pulsa­ciones o actividad cerebral. La vida es gozar de todo aquello que Dios creó para los seres humanos: las relaciones de amor, la felicidad, el goce de todas las cosas que están en el mundo... Vivir es poder realizarse en el mundo, desarrollando las capaci­dades que Dios ha dado a cada uno. Los que viven son los que están abiertos a la fe y al amor, son aquellos que extienden a su alrededor vínculos de amor y de amistad, manifiestan alegría y confianza.

Para poder vivir de esta forma es necesario que el ser huma­no esté en orden, es decir, que se sitúe correctamente en el lugar que le corresponde con referencia a Dios, al prójimo y a toda la creación. Toda desviación o desubicación será causa de los grandes desórdenes que conducen a una vida fracasada, y finalmente a la muerte.

JESÚS ES LA VIDA

La muerte ya comienza en esta vida cuando se vive sumer­gido en el pecado porque se rompen los vínculos con Dios y con el prójimo. Esta muerte puede convertirse en eterna si el que la padece no se convierte a Dios abriéndose a la fe y dando espa­cio al amor en su corazón mientras todavía está en este mundo. Una vez llegada la muerte física, ya no habrá más espacio para la conversión. Pero un ser humano también puede sufrir la muerte durante esta vida cuando se ve privado de los bienes de la vida aun sin culpa propia: cuando es marginado o discriminado, o no es acogido por la comunidad, cuando es privado de la libertad o cuando carece de lo necesario para la subsistencia...

Dios no quiere la muerte de los seres humanos. Lo escucha­mos en la primera lectura que se proclama en la Misa de este domingo. Jesús ha venido a redimirnos para que no padezcamos ninguna de las formas de la muerte ni caigamos en la muerte eterna. Él se hizo hombre, murió y resucitó por nosotros para darnos la posibilidad de evitar esta perdición definitiva. La sal­vación que nos trae Jesús no es solamente la promesa para la otra vida, sino que al vencer la muerte, ha vencido también esta primera forma que es la que ya se padece en este mundo. Esta salvación se manifiesta en que el hombre de fe comienza a vivir en la alegría y en el amor, con confianza y sin temores ni vergüenzas.

El que vive de esta manera, unido a Cristo, tiene la prome­sa de que esa vida será eterna siempre que mantenga con fide­lidad esa unión con el Señor. Aunque tenga que morir físicamente, su muerte no será nada más que un sueño, como la niña del relato evangélico.

No hay ningún hombre que tenga el poder suficiente para hacer que todos los seres humanos pasen de la muerte a la vida. Es como el caso de los médicos que atendían a la mujer enfer­ma curada por Jesús, o como el de las lloronas en casa de la niña hija del jefe de la sinagoga. Jesús es el único que tiene poder sobre la muerte porque Él mismo es la Vida. Él dio su vida para que todos tengan vida y la tengan en abundancia. Nos redi­mió para que vivamos en una familia de hermanos, en la que Dios es el Padre de todos y donde todos podamos vivir como hermanos compartiendo todos los bienes que Dios ha puesto en el mundo para alegría de sus hijos. Y como en Él está la vida que viene del Padre, es el único que puede darnos la vida que dura para siempre.

Algunos se han sumergido en la muerte por su propia volun­tad. Como dice en otro lugar el libro de la Sabiduría, "los impíos llaman a la muerte con gestos y palabras: teniéndola por amiga, se desviven por ella y han hecho con ella un pacto, porque son dignos de pertenecerle". Pero aun en esos casos Jesús tiene poder para hacer pasar de la muerte a la vida. Por más grandes que sean los pecados que tiene una persona, por más vergonzo­sos que parezcan, por más enraizados y arraigados que se en­cuentren, siempre pueden ser superados, vencidos, borrados, perdonados por Jesús. Él nos lava y nos hace hijos de Dios en el bautismo, nos introduce en la familia de Dios que es la Iglesia donde somos alimentados con el cuerpo y la sangre de Cristo para que esa vida vaya creciendo, somos instruidos en la pala­bra de Dios, somos reparados por la penitencia y recibimos los medios y las oportunidades de desarrollar esa misma vida hasta que lleguemos a participar de su plenitud en la eternidad.

Si vemos que la muerte reina a nuestro alrededor porque no hay amor ni esperanza, porque no hay alegría ni confianza, no desesperemos: Cristo ha vencido a esta muerte y puede aportar la vida. Si nos encontramos apesadumbrados porque nos senti­mos solos, tristes, sin amor y sin confianza, si sentimos la ver­güenza de nuestros pecados y el temor de que esta muerte se convierta en eterna, volvámonos a Jesús: reconozcamos a nues­tro Salvador, tengamos fe y Él -a través de la Iglesia- nos dará la vida.

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