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sábado, 5 de abril de 2014

TU HERMANO RESUCITARÁ

Domingo 6 de abril de 2014

Nos acercamos a la entrada aclamada de Jesús en Jerusalem, el próximo Domingo de Ramos. En esta lectura reflexionamos sobre la fe como el umbral hacia la vida eterna y signo del amor de Jesús.



 San Juan 11, 1-45

VIVIR PARA SIEMPRE

El Evangelio de san Juan presenta una serie de hechos de Jesús a los cuales el autor llama signos o señales. Se trata de actos prodigiosos realizados por el Señor, que en los otros evangelios son designados como milagros, y a través de los cuales Jesús se manifiesta a sí mismo. 

El domingo pasado hemos tenido oportunidad de conocer uno de ellos: la curación del ciego de nacimiento. Más que el poder del Señor, lo que el evangelista quiere poner ante los ojos del lector es la misma persona de Jesús. Por eso algunos de estos signos están en estrecha relación con pronunciamientos del Señor en los que se expresa que el milagro en realidad lo describe a Él. 

Así leemos que después de la multiplicación de los panes, Jesús dice: Yo soy el pan de la vida; antes de dar la vista al ciego pronuncia las palabras: Yo soy la luz del mundo; y antes de resucitar a Lázaro declara que Él es la resurrección y la vida. Sabiendo estas cosas, debemos leer el relato de la resurrección de Lázaro buscando captar la intención del autor del Evangelio: él ha querido mostrarnos a Jesús como vida y resurrección de los hombres.

LÁZARO, EL QUE MUERE

El relato trata sobre un amigo de Jesús llamado Lázaro, hermano de Marta y María. El evangelio de san Lucas menciona a estas dos hermanas, pero omite decirnos que tenían un hermano. Lázaro era muy amigo de Jesús, hasta el punto de que para avisar al Señor que él estaba enfermo, en vez de mencionar su nombre, dicen simplemente: "Aquel a quien tú amas". Lo que el evangelista quiere mostrar ante todo es el amor de Jesús hacia Lázaro. Lo mismo se repite pocos renglones más abajo, y también hacia el final en el comentario de la multitud que ve llorar a Jesús. Pero Lázaro muere. Sus dos hermanas dicen como de común acuerdo que su muerte se produjo porque Jesús no estaba allí. El autor del Evangelio insiste en la realidad de la muerte de Lázaro: ya lleva cuatro días en el sepulcro, ya despide mal olor.


LA MUERTE EN EL ANTIGUO TESTAMENTO

Es bueno preguntarnos sobre lo que la muerte significaba para los hombres antes de la venida de Cristo. Para el hombre de la Biblia, en el Antiguo Testamento, la muerte era total y sin esperanza de otra vida o de una resurrección, sólo unos pocos textos del Antiguo Testamento hablan de inmortalidad y de resurrección. Pero esos textos, en su mayoría, no eran conocidos ni aceptados por los judíos de lengua hebrea. La creencia de otra vida después de la muerte no era compartida por todos. Pero aun para esos judíos piadosos que esperaban una resurrección al final de los tiempos, entre el momento de la muerte y el día de la resurrección no había nada. La muerte se les presentaba como una realidad sumamente dolorosa y terrible. Era un volver a la nada sin que quedara algo de la persona muerta hasta que llegara aquel momento lejano en que Dios, por un nuevo acto creador, volviera a dar vida a quienes se habían convertido en polvo. En esos términos se expresa el Libro de Daniel, el único texto hebreo del Antiguo Testamento que menciona la resurrección.

JESÚS Y LÁZARO

Tratemos de comprender ahora el llanto de Jesús. Antes de preceder a sacar el muerto de su tumba, Jesús se detiene a contemplar lo que es la condición del hombre bajo el poder del pecado y sin la redención que Él trae. Jesús, llorando ante la tumba de Lázaro, nos hace ver la actitud de Dios que no se complace ni queda indiferente ante la destrucción del hombre. 
Jesús ama a los seres humanos y no se complace de su condición después del pecado: por eso se entregará para poder darles la resurrección y la vida eterna. Él trae a los hombres la certeza de que hay una resurrección. Con su propia muerte y resurrección, Él vence la muerte y nos asegura la esperanza de una resurrección para una vida eterna. Cristo es el que pone fin a una situación de muerte que se ha establecido como consecuencia del pecado de los hombres.

EL ANUNCIO DE JESUS

Las palabras de Jesús a Marta, colocadas en el centro del relato, constituyen la novedad del mensaje cristiano. En cierta manera corrigen la creencia de Marta, que como muchos judíos piadosos de su tiempo esperaba sólo una resurrección al final de los tiempos. Jesús le asegura que quien cree en Él posee ya la vida eterna. Esta vida comienza con el acto de fe en Cristo, y por eso para los creyentes no habrá una muerte total. La resurrección de Lázaro fue solamente un signo de la resurrección que viene a traer Cristo. Lázaro revivió, pero continuó viviendo una vida como la anterior, debiendo morir nuevamente. Por eso salió del sepulcro llevando su mortaja como signo de muerte. No sucedió lo mismo con Jesús, que al resucitar para no morir más, dejó en el sepulcro las vendas y el sudario.















En las palabras dirigidas a Marta, Jesús anuncia que aquellos que creen en Él no morirán jamás. La fe es la que nos introduce en la vida eterna y en la resurrección. La fe en Cristo no consiste solamente en una aceptación de la mente de verdades que se proclaman, sino de una adhesión a Dios o de una unión con Cristo que el evangelio de Juan llega a comparar con la unión que existe entre una planta y sus ramas ("la vid y los sarmientos'). Son realidades distintas que se unen, pero en realidad constituyen una sola cosa. Así como Cristo es uno solo con el Padre, de la misma manera se hace uno con el que cree en Él. Y esta unión es la que posibilita al hombre vencer la muerte que parecía inevitable. Quien está unido a Cristo, recibe de Él la vida y la posibilidad de no morir jamás. 

La carta de san Pablo que se ha proclamado como segunda lectura nos aclara que esta Vida divina nos es comunicada por Cristo por medio del Espíritu. El Espíritu que es la Vida del Padre, y que ha resucitado a Jesús, nos es dado para que también nos dé la Vida eterna a todos nosotros. Aunque todavía queda el amargo momento de la muerte física que todo hombre debe pasar, el creyente tiene la certeza de que ya no morirá definitivamente sino que seguirá viviendo para siempre, gozando de la vida de los hijos de Dios, hasta el día en que también el cuerpo resucitado reciba la glorificación. A nosotros se nos anuncia una resurrección que ya comienza desde ahora, y que finalmente consistirá en la participación de la gloria de Cristo. La vida que se nos anuncia es la vida en su plenitud, la que todos ansiamos. Vivir no es solamente respirar, o tener circulación de sangre por las venas. Vivir es poder desplegar todas las facultades, poner en ejercicio todas las potencias que hemos recibido, llegar a ser totalmente nosotros mismos. Hay muchas fuerzas que nos impiden vivir, que nos impiden llegar a ser. Sobre todo se opone a nosotros la fuerza de la muerte, que nos va desgastando y deteriorando cada día, hasta que llegue a destruirnos y a impedimos toda forma de vida. La única fuerza que se puede oponer a la muerte es la fuerza divina, que viene del Padre y se nos da en Cristo cuando nos unimos a Él por la fe y por el bautismo.

Es esa vida que vamos desarrollando y fortaleciendo por medio de los sacramentos. Es esa vida que se manifiesta cuando crecemos en el conocimiento de la fe y cuando practicamos el amor a Dios y a los hermanos. De diversas maneras la muerte despliega su fuerza entre nosotros ya antes de que vayamos al sepulcro. Con el odio y la enemistad nos va separando de los demás hombres antes de que seamos separados de todos ellos por la muerte física; distintas maneras de opresión y de pobreza nos impiden llegar a ser nosotros mismos; los vicios y sus consecuencias no nos permiten gozar con libertad y alegría de nuestro propio cuerpo y de las bellezas de la creación. 

Todas estas son formas de estar casi muertos antes de que llegue la muerte. La única esperanza para el hombre es el encuentro con Cristo, que tiene poder para arrancar de las garras de la muerte y de dar la vida definitiva y eterna, esa vida que se goza en la libertad de los hijos de Dios.

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