EVANGELIO
Lc 24, 1-12
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo
según san Lucas.
El primer día de la semana, al
amanecer, las mujeres fueron al sepulcro con los perfumes que habían preparado.
Ellas encontraron removida la piedra del sepulcro y entraron, pero no hallaron
el cuerpo del Señor Jesús. Mientras estaban desconcertadas a causa de esto, se
les aparecieron dos hombres con vestiduras deslumbrantes. Como las mujeres,
llenas de temor, no se atrevían a levantar la vista del suelo, ellos les
preguntaron: “¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo? No está aquí,
ha resucitado. Recuerden lo que él les decía cuando aún estaba en Galilea: ‘Es
necesario que el Hijo del hombre sea entregado en manos de los pecadores, que
sea crucificado y que resucite al tercer día’”. Y las mujeres recordaron sus
palabras. Cuando regresaron del sepulcro, refirieron esto a los Once y a todos
los demás. Eran María Magdalena, Juana y María, la madre de Santiago, y las
demás mujeres que las acompañaban. Ellas contaron todo a los apóstoles, pero a
ellos les pareció que deliraban y no les creyeron. Pedro, sin embargo, se
levantó y corrió hacia el sepulcro, y al asomarse, no vio más que las sábanas.
Entonces regresó lleno de admiración por lo que había sucedido.
Palabra del Señor.
No busquen entre los muertos
Cristo, muerto, es
descolgado de la cruz y sepultado rápidamente. Se hacía la noche, y antes de la
primera estrella, tenían que terminar de inhumar los restos. Había que respetar
el solemne descanso sabático de la Pascua. Los enemigos de Jesús descansaban
tranquilos luego de haber terminado para siempre con el “molesto” Rabí. Los
apóstoles, que habían celebrado ya la Pascua con el Maestro, se escondían
acongojados y sin esperanzas. Entre la desilusión y el dolor, pensaban en su futuro,
en volver a lo que habían abandonado, volver a empezar. Las mujeres, después de
respetar el sábado, fueron durante el amanecer al sepulcro para rendir un
último homenaje a quien habían amado tanto.
La ciudad, que se había
convulsionado en esos días, volvía a la normalidad. Los romanos se
tranquilizaban en su fortaleza, la calma reinaba en Jerusalén. Todos tenían
algo en común: daban a Jesús por muerto y para siempre, todos menos una mujer:
María, su madre. Ella tenía la esperanza, alimentada entre lágrimas, de que se
cumpliera la profecía de la Resurrección. Su corazón de madre tal vez traía a
la memoria muchas palabras de Jesús que le decían que no todo había terminado.
María también recordaría la resurrección de Lázaro y la del hijo de la viuda.
Si había resucitado a otros, la muerte no podría tener poder sobre él...
También había soldados que custodiaban el sepulcro, precisamente para que el
muerto bien muerto se quedara. Pero el sepulcro se abrió con un ruido de
terremoto, las tapas de piedras se separaron y dieron paso al resucitado, y la
vida venció para siempre. Se acabó la muerte eterna. Nadie que crea en el
Resucitado lo busca entre los personajes de la historia, que están muertos. A
Jesús se lo encuentra entre los vivos.
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