En aquel tiempo, los fariseos fueron y se pusieron de acuerdo para hacerle decir a Jesús algo que les diera motivo para acusarlo. Así que mandaron a algunos de sus partidarios, junto con otros del partido de Herodes, a decirle: “Maestro, sabemos que tú dices la verdad, y que enseñas de veras el camino de Dios, sin dejarte llevar por lo que diga la gente, porque no hablas para darles gusto. Danos, pues, tu opinión: ¿Está bien que le paguemos impuestos al César, o no?” Jesús, dándose cuenta de la mala intención que llevaban, les dijo: Hipócritas, ¿por qué me tienden trampas? Enséñenme la moneda con que se paga el impuesto”.
Le trajeron un denario, y Jesús les preguntó: “¿De quién es esta
cara y el nombre que aquí está escrito?” Le contestaron: “Del César”.
Jesús les dijo entonces: “Pues den al César lo que es del César, y a
Dios lo que es de Dios. Cuando oyeron esto, se quedaron admirados; y
dejándolo, se fueron (Mateo 22, 15-21).
Las lecturas de hoy nos muestran la distinción entre lo estatal y lo
religioso, la relatividad de los poderes terrenales frente a la
soberanía de Dios, y la relación entre la fe religiosa y la justicia
social. Tratemos de aplicar a nuestra situación concreta el mensaje que
nos traen los textos bíblicos de este domingo: Isaías 45, 1.4-6, Salmo
96 (95), 1ª Carta de Pablo a los Tesalonicenses 1,1-5b, y el pasaje del
Evangelio.
1.- “Yo soy el Señor y no hay otro, fuera de mí no hay Dios”
En la primera lectura encontramos tres veces la frase “no hay otro…”.
Esta es una de las expresiones más frecuentes en los textos de los
profetas del Antiguo Testamento, en los que Dios se proclama como único
merecedor de adoración.
Los monarcas de los grandes imperios de la antigüedad eran adorados como dioses.
Muchos llegaron a exigir que se les rindiera culto, como
Nabucodonosor en Babilonia, de cuya tiranía liberó el rey persa Ciro a
los hebreos en el año 538 a. C., acontecimiento al que hace referencia
el texto del libro de Isaías en la 1ª lectura. Los césares o emperadores
romanos también se creyeron dioses, y así sucedió en tiempos de Jesús,
quien nació en la época de César Augusto y murió en la de su sucesor
Tiberio César. Posteriormente la mayoría de sus sucesores harían morir a
miles de cristianos que se negaban a reconocer la divinidad del César,
título equivalente a lo que en otros idiomas significan los términos Kaiser y Zar: el Emperador.
Frente a la mentalidad que diviniza a los soberanos de la tierra, los
textos bíblicos proclaman de muchas formas que Dios es el único Señor.
Esto es lo que expresa el Salmo 96 (95), que aclama su gloria y su poder
y dice que en comparación con Él “los dioses de otros pueblos no son
nada”.
2.- “Al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”
Esta frase de Jesús indica la existencia de dos planos: el de la
relación con los poderes terrenos del Estado y el de la obediencia a la
autoridad de Dios desde la fe religiosa. No en términos de dos planos
necesariamente opuestos, pero sí en cuanto son distintos y no deben
confundirse, como ha ocurrido con frecuencia y sigue sucediendo en todos
los fundamentalismos, tanto políticos como religiosos, cuando no se
respetan las competencias correspondientes. Pero esto no quiere decir
que la religión no tenga nada que ver con la política. Sí tiene que ver,
y mucho, por cuanto reconocer a Dios como el único Señor implica llevar
a la práctica la justicia social que la misma fe exige. Los cristianos y
en general los creyentes en Dios que se han negado y se siguen negando a
la divinización de los poderes terrenos y a todas sus formas de
tiranía, al hacerlo tomaron y toman posiciones políticas en el sentido
más amplio de la palabra: el de la coherencia entre creer en Dios y
practicar la justicia que esta fe implica, desde el reconocimiento de
todos los seres humanos como hijos suyos, con su dignidad y sus
derechos.
Contra las pretensiones tiránicas o totalitarias de cualquier
soberanía terrena, Jesús proclamó el Reino de Dios. No como un imperio
que suplante a las autoridades terrenas, pues como Él lo dijo también,
su Reino no es de este mundo, y como él mismo lo mostró en la
práctica, nunca cedió a la tentación del mesianismo político haciéndose o
dejándose proclamar rey. Pero sí como el reconocimiento eficaz de la
soberanía absoluta de Dios -que es la soberanía del amor, porque Dios es
Amor- frente a toda pretensión de tiranía por parte de los poderes
terrenales.
3.- Las virtudes “teologales” en el primer texto del Nuevo Testamento
La primera carta de san Pablo a la comunidad cristiana de la ciudad
griega de Tesalónica, a quienes el mismo apóstol les había proclamado la
Buena Nueva de Cristo en su primer viaje misionero, es el primer
escrito que ha llegado hasta nosotros de entre todos los que componen el
llamado “Nuevo Testamento”. En esta carta, situada por los estudiosos
de la Biblia hacia el año 51, entre 20 y 25 años después de la muerte de
Cristo, antes de los mismos Evangelios cuya redacción comenzaría hacia
el año 64, es muy significativo que aparezcan mencionadas las tres
virtudes teologales, es decir, las que corresponden
directamente al reconocimiento de Dios como tal: fe, esperanza y
caridad. Como lo indica Pablo, se trata de una fe activa, una esperanza
que implica afrontar con paciencia las dificultades, y una caridad que supone la disposición de servicio a los demás desde el reconocimiento de todos como hijos e hijas de Dios.
Pidámosle pues al Señor que conserve y aumente en nosotros la fe, la
esperanza y la caridad como manifestaciones de nuestro reconocimiento de
su soberanía, que implica para cada uno de nosotros el compromiso de
contribuir a la realización de la justicia social, específicamente en el
contexto de la situación de pobreza, inequidad y violencia que, desde
los inicios de la evangelización cristiana hace poco más de cinco
siglos, viene padeciendo nuestro país en este continente americano en el
que, con no poca frecuencia, se ha confundido y se sigue confundiendo
el plano de la Religión con el del Estado, pero también en el que se ha
tratado y se sigue tratando de reprimir la justa reivindicación de la
dignidad y los derechos humanos con los falsos argumentos de una
religión reducida a las sacristías.-
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