TEXTO DE MARIE FRANCE HIRIGOYEN
A lo largo de la vida, mantenemos relaciones estimulantes que nos incitan a dar lo mejor de nosotros mismos, pero también mantenemos relaciones que nos desgastan y que pueden terminar por destrozarnos. Mediante un proceso de acoso moral, o de maltrato psicológico, un individuo puede conseguir hacer pedazos a otro. El ensañamiento puede conducir incluso a un verdadero asesinato psíquico. Todos hemos sido testigos de ataques perversos en uno u otro nivel, ya sea en la pareja, en la familia, en la empresa, o en la vida política y social. Sin embargo, parece como si nuestra sociedad no percibiera esa forma de violencia indirecta. Con el pretexto de la tolerancia, nos volvemos indulgentes.
Los perjuicios de la perversión moral constituyen excelentes temas de filmes (Las diabólicas, de Henri-Georges Clouzot, 1954), o de novelas negras. En estos casos, la mente del público tiene claro que se trata de manipulaciones perversas. Sin embargo, en la vida cotidiana, no nos atrevemos a hablar de perversidad.
En el filme Tatie Danièle, de Étienne Chatiliez (1990), nos divierten las torturas morales que una anciana inflige a su círculo de allegados. Empieza por martirizar a su vieja asistenta, hasta el punto que la hace morir «accidentalmente». El espectador piensa: «Le está bien empleado; era demasiado sumisa». Luego, vierte su maldad sobre la familia de su sobrino, que la ha acogido en su casa. El sobrino y su esposa hacen todo lo que pueden para satisfacerla, pero cuanto más le dan, más vengativa se vuelve.
Para ello, utiliza un cierto número de técnicas de desestabilización que son habituales entre los perversos: las insinuaciones, las alusiones malintencionadas, la mentira y las humillaciones. Uno se sorprende cuando ve que sus víctimas no se dan cuenta de esa manipulación malévola. Intentan comprender y se sienten responsables: «¿Qué hemos hecho para que nos deteste tanto?». Tía Danièle no se pica irritadamente. Es únicamente fría y malvada; pero no de una forma ostensible que pudiera acarrearle la enemistad de alguien, sino, simplemente, cuando hace uso de pequeños toques desestabilizadores que son difíciles de identificar. Tía Danièle es muy fuerte: le da la vuelta a la situación, pues se sitúa como víctima al tiempo que coloca a los miembros de su familia en una posición de perseguidores, amparándose en el hecho de que han dejado sola a una mujer anciana de ochenta y dos años, encerrada en un piso, con el único alimento de la comida para perros.
En este ejemplo cinematográfico cargado de humor, las víctimas no reaccionan con una acción violenta como podría ocurrir en la vida corriente; creen que su amabilidad terminará por encontrar un eco y que la agresora se volverá más dulce. Siempre se produce todo lo contrario, pues un exceso de amabilidad es como una provocación insoportable. Finalmente, la única persona que goza del favor de tía Danièle es una recién llegada que la «mete en cintura». Por fin ha encontrado una compañera que está a su altura, y así empieza una relación casi amorosa.
Si esta anciana nos divierte y nos conmueve tanto, es porque sentimos claramente que tanta maldad sólo puede provenir de un gran sufrimiento. La compadecemos igual que la compadece su familia y, por eso mismo, nos manipula como manipula a su familia. Nosotros, los espectadores, no sentimos ninguna piedad por las pobres víctimas, que parecen bien tontas. Cuanto más mala es tía Danièle, más amables se vuelven sus parientes y, por lo tanto, más insoportables le resultan a tía Danièle, pero también a nosotros mismos.
No por ello sus ataques dejan de ser perversos. Estas agresiones se derivan de un proceso inconsciente de destrucción psicológica, formado por acciones hostiles evidentes u ocultas, de uno o de varios individuos, hacia un individuo determinado, cabeza de turco en el sentido propio del término. Efectivamente, por medio de palabras aparentemente anodinas, de alusiones, de insinuaciones o de cosas que no se dicen, es posible desestabilizar a alguien, o incluso destruirlo, sin que su círculo de allegados llegue a intervenir. El o los agresores pueden así engrandecerse a costa de rebajar a los demás, y evitar cualquier conflicto interior o cualquier estado de ánimo al descargar sobre el otro la responsabilidad de lo que no funciona: «¡No soy yo, sino el otro, el responsable del problema!». Si no hay culpa, no hay sufrimiento. Aquí se trata de perversidad en el sentido de perversión moral.
Cada uno de nosotros puede utilizar puntualmente un proceso perverso. Éste sólo se vuelve destructor con la frecuencia y la repetición a lo largo del tiempo. Todo individuo «normalmente neurótico» presenta comportamientos perversos en determinados momentos —por ejemplo, en un momento de rabia—, pero también es capaz de pasar a otros registros de comportamiento (histérico, fóbico, obsesivo...), y sus movimientos perversos dan lugar a un cuestionamiento posterior. Un individuo perverso, en cambio, es permanentemente perverso; se encuentra fijado a ese modo de relación con el otro y no se pone a sí mismo en tela de juicio en ningún momento. Aun cuando su perversidad pase desapercibida durante un tiempo, se expresará en cada situación en la que tenga que comprometerse y reconocer su parte de responsabilidad, pues le resulta imposible cuestionarse a sí mismo. Estos individuos sólo pueden existir si «desmontan» a alguien: necesitan rebajar a los otros para adquirir una buena autoestima y, mediante ésta, adquirir el poder, pues están ávidos de admiración y de aprobación. No tienen ni compasión ni respeto por los demás, puesto que su relación con ellos no les afecta. Respetar al otro supondría considerarlo en tanto que ser humano y reconocer el sufrimiento que se le inflige.
La perversión fascina, seduce y da miedo. A veces, envidiamos a los individuos perversos, pues imaginamos que son portadores de una fuerza superior que les permite ser siempre ganadores. Efectivamente, saben manipular de un modo natural, lo cual parece una buena baza en el mundo de los negocios o de la política. También los tememos, pues sabemos instintivamente que es mejor estar con ellos que contra ellos. Es la ley del más fuerte. El más admirado es aquel que sabe disfrutar más y sufrir menos. En cualquier caso, prestamos poca atención a sus víctimas, que pasan por ser débiles o poco listas, y, con el pretexto de respetar la libertad del otro, podemos vernos conducidos a no percibir ciertas situaciones graves. En efecto, una manera actual de entender la tolerancia consiste en abstenerse de intervenir en las acciones y en las opiniones de otras personas aun cuando estas opiniones o acciones nos parezcan desagradables o incluso moralmente reprensibles. Manifestamos asimismo una indulgencia inaudita en relación con las mentiras y las manipulaciones que llevan a cabo los hombres poderosos. El fin justifica los medios. Pero, ¿hasta qué punto es esto aceptable? ¿No corremos con ello el riesgo de erigirnos en cómplices, por indiferencia, y de perder nuestros límites o nuestros principios? La tolerancia pasa necesariamente por la instauración de unos límites claramente definidos. Ahora bien, este tipo de agresión consiste precisamente en una intrusión en el territorio psíquico del otro. El contexto sociocultural actual permite que la perversión se desarrolle porque la tolera. Nuestra época rechaza el establecimiento de normas. Nombrar la manipulación perversa supone establecer un límite, lo que se identifica con una intención de censura. Hemos perdido los límites morales o religiosos que constituían una especie de código de civismo y que podían hacernos decir: «¡Eso no se hace!». Sólo nos volvemos a encontrar con nuestra capacidad de indignarnos cuando los hechos aparecen en la escena pública, presentados y amplificados por los medios de comunicación. El poder no establece un marco de acción y elude sus responsabilidades al respecto de las gentes a las que supuestamente dirige o ayuda.
Los mismos psiquiatras se muestran dubitativos a la hora de nombrar la perversión, y sólo lo hacen para expresar su incapacidad de intervenir, o bien para mostrar su curiosidad ante la habilidad del manipulador. Algunos de ellos discuten la misma definición de perversión moral y prefieren hablar de psicopatía, un vasto desván en el que tienden a acumular todo lo que no saben curar. La perversidad no proviene de un trastorno psiquiátrico, sino de una fría racionalidad que se combina con la incapacidad de considerar a los demás como a seres humanos. Algunos de estos perversos cometen actos delictivos, por los que se los juzga, pero la mayoría de ellos usa su encanto y sus facultades de adaptación para abrirse camino en la sociedad dejando tras de sí personas heridas y vidas devastadas. Psiquiatras, jueces y educadores hemos caído en la trampa de perversos que se hacían pasar por víctimas. Nos dejaron ver lo que ya esperábamos de ellos para seducirnos mejor, y les atribuimos sentimientos neuróticos. Luego, cuando se mostraron como lo que eran realmente al declarar sus objetivos de poder, nos sentimos engañados, ridiculizados y a veces incluso humillados. Esto explica la prudencia de los profesionales a la hora de desenmascararlos. Los psiquiatras se previenen unos a otros —«¡Cuidado, es un perverso!»—, con lo que dan a entender que «Es peligroso», o que «Nada podemos hacer». Se renuncia así a ayudar a las víctimas. Por supuesto, nombrar la perversión es grave. La mayoría de las veces, este término se reserva para actos de una gran crueldad, inimaginables incluso para los psiquiatras, como es el caso de los daños que ocasionan los asesinos en serie. Sin embargo, tanto si evocamos las agresiones sutiles de las que voy a hablar en este libro, como si hablamos de los asesinos en serie, se trata de «depredación», es decir, de un acto que consiste en apropiarse de la vida. La palabra perverso choca, molesta. Corresponde a un juicio de valor, y los psicoanalistas se niegan a emitir juicios de valor. Pero, ¿es ésta una razón para aceptar cualquier cosa? Dejar de nombrar la perversión es un acto todavía más grave, pues supone tolerar que la víctima permanezca indefensa, que sea agredida y que se la pueda agredir a voluntad.
En mi práctica clínica como terapeuta, me he visto obligada a comprender el sufrimiento de las víctimas y su incapacidad de defenderse. En este libro, mostraré que el primer acto del depredador consiste en paralizar a su víctima para que no se pueda defender. De este modo, por mucho que la víctima intente comprender qué ocurre, no tiene las herramientas para hacerlo. Al analizar la comunicación perversa, también intentaré desmontar el proceso que une al agresor y al agredido, con el fin de ayudar a las víctimas, o a las posibles víctimas, a salir de las redes de su agresor. Quizá no se ha escuchado a las víctimas cuando solicitaban ayuda. Con frecuencia, los analistas aconsejan a las víctimas de un ataque perverso que se pregunten en qué medida son responsables de la agresión que padecen, y en qué medida la han deseado, tal vez incluso inconscientemente. En efecto, el psicoanálisis sólo considera lo intrapsíquico, es decir, lo que sucede en la cabeza de un individuo, y no tiene en cuenta su círculo de relaciones: por lo tanto, ignora el problema de la víctima y la considera como una cómplice masoquista. Cuando los terapeutas, no obstante, han intentado ayudar a las víctimas, su reticencia a nombrar a un agresor y a un agredido puede haber reforzado la culpabilidad de la víctima y agravado su proceso de destrucción. Creo que los métodos terapéuticos clásicos no son suficientes para ayudar a este tipo de víctimas. Propondré, por tanto, herramientas más adaptadas, que tienen en cuenta la especificidad de la agresión perversa.
Aquí no se trata de procesar a los perversos —además, ya se defienden bien solos—, sino de tener en cuenta su nocividad y su peligrosidad con el fin de que las víctimas o futuras víctimas puedan defenderse mejor. Aun cuando consideremos, muy exactamente, que la perversión es un arreglo defensivo (contra la psicosis, o contra la depresión) del perverso, esto no lo excusa en absoluto. Existen manipulaciones anodinas que dejan un rastro de amargura o de vergüenza por el hecho de haber sido engañado, pero también existen manipulaciones mucho más graves que afectan a la misma identidad de la víctima y que son cuestión de vida o muerte. Hay que saber que los perversos son directamente peligrosos para sus víctimas, pero también indirectamente peligrosos para su círculo de relaciones, pues conducen a la gente a perder sus puntos de referencia y a creer que es posible acceder a un modo de pensamiento más libre a costa de los demás.
En este libro, no entraré en las discusiones teóricas sobre la naturaleza de la perversión y me situaré deliberadamente, en tanto que victimóloga, del lado de la persona agredida. La victimología es una disciplina reciente que nació en los Estados Unidos y que al principio no era más que una rama de la criminología. Se dedica a analizar las razones que conducen a un individuo a convertirse en víctima, los procesos de victimización, las consecuencias para la víctima, y los derechos a los que ésta puede aspirar. En Francia existe desde 1994 un curso de formación en victimología que conduce a un diploma universitario. El curso se dirige a los médicos de urgencia, a los psiquiatras y terapeutas, a los juristas y a toda persona que tenga la responsabilidad profesional de ayudar a las víctimas. Una persona que ha padecido una agresión psíquica como el acoso moral es realmente una víctima, puesto que su psiquismo se ha visto alterado de un modo más o menos duradero. Por mucho que su manera de reaccionar a la agresión moral pueda contribuir a establecer una relación con el agresor que se nutre de sí misma y a dar la impresión de ser «simétrica», no hay que olvidar que esta persona padece una situación de la que no es responsable. Cuando las víctimas de esta violencia insidiosa recurren a una psicoterapia individual, lo hacen más bien por inhibición intelectual, por falta de confianza en sí mismas, por dificultades de autoafirmación, por un estado de depresión permanente resistente a los antidepresivos, o incluso por un estado depresivo más claro que podría conducir al suicidio. Las víctimas se pueden quejar a veces de sus compañeros o de sus círculos de relaciones, pero no suelen tener conciencia de la existencia de esta temible violencia subterránea, y no se atreven a quejarse de ella. La confusión psíquica que se instaura previamente puede hacer olvidar, incluso al terapeuta, que se trata de una situación de violencia objetiva. El punto en común de todas estas situaciones es que son indecibles: la víctima, aunque reconozca su sufrimiento, no se atreve realmente a imaginar que ha habido violencia y agresión. A veces, duda: «¿No seré yo quien inventa todo esto, como algunos me lo sugieren?». Cuando se atreve a quejarse de lo que ocurre, tiene la sensación de describirlo mal y, por lo tanto, de que no la comprenden.
He elegido utilizar los términos agresor y agredido a propósito, pues se trata de una violencia probada, aunque se mantenga oculta, que tiende a atacar la identidad del otro y a privarlo de toda individualidad. Estamos ante un proceso real de destrucción moral que puede conducir a la enfermedad mental o al suicidio. Conservaré igualmente la denominación de «perverso» porque remite claramente a la noción de abuso, que está presente en todos los perversos. Las cosas empiezan con un abuso de poder, siguen con un abuso narcisista, en el sentido de que el otro pierde toda su autoestima, y pueden terminar a veces con un abuso sexual.
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