En aquel tiempo se acercaron a Jesús unos saduceos, que niegan la resurrección, y le preguntaron: «Maestro, Moisés nos dejó escrito: “Si a uno se le muere su hermano, dejando mujer pero sin hijos, cásese con la viuda y dé descendencia a su hermano.” Pues bien, había siete hermanos: el primero se casó y murió sin hijos. Y el segundo y el tercero se casaron con ella, y así los siete murieron sin dejar hijos. Por último murió la mujer. Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los siete han estado casados con ella.» Jesús les contestó: «En esta vida, hombres y mujeres se casan; pero los que sean juzgados dignos de la vida futura y de la resurrección de entre los muertos, no se casarán. Pues ya no pueden morir, son como ángeles; son hijos de Dios, porque participan en la resurrección. Y que resucitan los muertos, el mismo Moisés lo indica en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor “Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob”. No es Dios de muertos, sino de vivos; porque para él todos están vivos.» (Lucas 20, 27-38).
Las lecturas bíblicas de este domingo nos invitan a reflexionar sobre el sentido de nuestra esperanza en la resurrección de los muertos que afirmamos en el Credo, a la luz de nuestra fe en Jesucristo resucitado.
1. El sentido de nuestra esperanza en la resurrección de los muertos
Los saduceos, miembros de la casta religiosa sacerdotal del judaísmo antiguo, se gloriaban de ser herederos de Sadoq, un antepasado a quien el rey Salomón, nueve siglos antes de Cristo, había nombrado sumo sacerdote del templo de Jerusalén (1 Reyes 2, 27 ss.). Ellos sólo aceptaban como inspirados por Dios los cinco primeros libros de la Biblia (que contenían la “Torá”, es decir la “Ley” de Dios transmitida por Moisés), y no creían en la resurrección porque estos libros no hablaban de ella. La respuesta del Señor a la pregunta que le hacen los saduceos nos invita a revisar nuestro concepto de la resurrección, que sería errado si la confundimos con un regreso a la misma forma de vida que tenemos ahora. Jesús utiliza una comparación muy significativa cuando dice que la vida futura después de la muerte será como la de los ángeles. Es un modo de indicar que la resurrección no es una vuelta a la existencia material, sino el paso a una nueva vida de carácter espiritual. De manera semejante el apóstol san Pablo, al explicar como será la resurrección de los que han muerto, dice en una de sus cartas que se siembra un cuerpo natural y resucita un cuerpo espiritual (1 Corintios 15, 44). En efecto, si quienes han muerto regresaran a la vida con el mismo cuerpo natural o material de antes, se volverían a morir. Pero la vida nueva que nosotros esperamos tener después de la actual, es precisamente una vida perdurable, cuya forma concreta no puede expresar adecuadamente nuestro limitado lenguaje y por eso necesitamos recurrir a imágenes simbólicas para referirnos a ella. La resurrección es un misterio de fe, que no corresponde al plano de la materia sino al del espíritu.
2. La creencia en la reencarnación no es compatible con la fe en Jesús resucitado
Un error frecuente con respecto a lo que ocurrirá después de la muerte es la idea de la “reencarnación”, que afirma la preexistencia de unas almas que vuelven a este mundo revestidas de otro cuerpo con el fin “purificarse”. La creencia en la reencarnación no es compatible con nuestra fe, pues la antropología cristiana considera al individuo humano como un solo ser que, mientras existe en las dimensiones actuales del espacio y del tiempo, está ligado a condiciones materiales, pero cuando muere pasa a otra forma de vida en condiciones distintas, ya no de orden material sino espiritual. Por lo tanto, cuando nos referimos al “cielo” no estamos hablando de un lugar material, sino de un estado espiritual de felicidad completa que esperamos como nuestra vida futura después de la presente. Esa “vida del mundo futuro” -como dice la versión del Credo proclamada por los Concilios de Nicea y Constantinopla- es una vida nueva en otra dimensión y no un regreso a este mundo; es la vida que esperamos quienes creemos en un Dios que, como dice Jesús en el Evangelio aludiendo a Moisés -a quien se remitían los saduceos-, no es Dios de muertos sino de vivos. Es la vida futura que esperaban los Macabeos, aquellos judíos del siglo II antes de Cristo, hermanos de sangre, de quienes nos cuenta la primera lectura que defendieron hasta la muerte el respeto a sus convicciones religiosas (2 Macabeos 7, 1-2.9-14). Y será nuestra participación plena de la vida resucitada y gloriosa de nuestro Señor Jesucristo.
3. “Al despertar, Señor me saciaré de tu semblante”
El Salmo 17 (16) expresa con la imagen del despertar de un sueño el paso de esta forma actual de nuestra existencia terrena a la futura: Al despertar, Señor me saciaré de tu semblante. Este semblante es lo que también se denomina el rostro de Dios. Es un modo de expresar la felicidad que tendremos cuando nos encontremos, por decirlo así, “cara a cara” con el Señor, para disfrutar de la participación en la resurrección gloriosa de Jesucristo, quien precisamente por su encarnación es el rostro humano de Dios. La seguridad de una vida nueva y sin fin que no sólo aguardamos para el futuro, sino cuyas primicias ya poseemos en la medida en que le abrimos espacio a Jesús y a su Espíritu Santo en nuestra existencia, es precisamente, como nos lo recuerda el apóstol Pablo en la segunda lectura (2 Tesalonicenses 2,16 - 3,5), la gran esperanza que expresamos de manera especial en la liturgia de cada domingo y cada vez que evocamos la memoria de quienes nos han precedido en la fe, como lo hemos hecho en los dos días iniciales de este mes de noviembre al celebrar la fiesta de todos los Santos -con María la Madre de Jesús como la primera entre ellos- y el día de todos los Difuntos. Tal es el verdadero sentido de la resurrección, que reconocemos ya obrada en la naturaleza humana de Cristo y que aguardamos también para nosotros. Y es en este sentido como podemos dar razón de nuestra esperanza, no con creencias falsas, sino con una fe auténtica en Él, que así como nos creó para esta vida, si dejamos que actúe en nosotros su Espíritu de Amor puede re-crearnos para una vida nueva en la eternidad.-
Evangelio según San Lucas 19,1-10. Jesús entró en Jericó y atravesaba la ciudad.
Allí vivía un hombre muy rico llamado Zaqueo, que era jefe de los publicanos.
El quería ver quién era Jesús, pero no podía a causa de la multitud, porque era de baja estatura.
Entonces se adelantó y subió a un sicomoro para poder verlo, porque iba a pasar por allí.
Al llegar a ese lugar, Jesús miró hacia arriba y le dijo: "Zaqueo, baja pronto, porque hoy tengo que alojarme en tu casa".
Zaqueo bajó rápidamente y lo recibió con alegría.
Al ver esto, todos murmuraban, diciendo: "Se ha ido a alojar en casa de un pecador".
Pero
Zaqueo dijo resueltamente al Señor: "Señor, voy a dar la mitad de mis
bienes a los pobres, y si he perjudicado a alguien, le daré cuatro
veces más".
Y Jesús le dijo: "Hoy ha llegado la salvación a esta casa, ya que también este hombre es un hijo de Abraham,
porque el Hijo del hombre vino a buscar y a salvar lo que estaba perdido"
LOS COBRADORES DE IMPUESTOS
Desde
la distancia en el tiempo, tal vez no lleguemos a darnos cuenta de la
importancia del signo que hizo Jesús al entrar a la casa de Zaqueo.
Como
se dijo el domingo pasado, en aquellos tiempos para los habitantes de
Judea y Galilea los cobradores de impuestos, o publicanos como también
se los llama, eran lo peor entre los más males. Cuando se los nombraba
era para ponerlos como representantes de los peores pecadores.
UNA VISITA PARA ZAQUEO
Zaqueo
era nada menos que el Jefe de los cobradores. Esto significa que había
comprado el cargo de cobrador de impuestos para todo un territorio, y
tenía varios subordinados que cobraban para él. Este hombre quería ver a
Jesús pero no podía conseguirlo.
No
queda muy claro en el texto si Zaqueo era la persona de baja estatura, y
no podía ver porque los más altos se lo impedían, o si era Jesús, y
entonces Zaqueo no podía verlo porque la multitud lo tapaba. Pero a
pesar de todo, para ver a Jesús no encontró mejor manera que treparse a
una higuera de las que abundan por Palestina, llamadas también higueras
egipcias o sicómoros. Era tan grande su curiosidad que no pensó en que
podía quedar en ridículo. Cuando Jesús llegó a ese lugar miró hacia
arriba y lo llamó. Todos se habían reído de Zaqueo: una persona tan
importante en una situación tan cómica. Pero a Zaqueo le importaba muy
poco, ya que él estaba deseoso de ver al Señor. Pero Jesús no señaló a
Zaqueo para reírse de él ni para que se rieran los demás. El Señor llamó
a Zaqueo diciéndole que iba a ir a alojarse a su casa; Tremenda
sorpresa para Zaqueo, que no esperaba tanto, y también para el pueblo
que estaba alrededor, que no aprobaba de ninguna manera esa clase de
visitas prohibidas por las normas religiosas«Todos murmuraban» dice el
Evangelio. A todos les pareció muy mal la actitud de Jesús, que también
se manchaba yendo a casa de un pecador tan grande, traidor a la patria,
que trataba con paganos y que se enriquecía injustamente con el dinero
de los pobres. El Evangelio no relata la conversación entre Zaqueo y
Jesús. Solamente nos dice las últimas palabras para contrastarlas con
las criticas del pueblo. A pesar de las criticas, Zaqueo demostró que
todavía era capaz de convertirse. Dividió la fortuna en dos partes: la
mitad la dio a los pobres, y con la otra parte reparó, pagando cuatro
veces más, como se estipulaba para las estafas, el robo que había hecho
al pueblo. Sin embargo, aquí es necesario hacer una salvedad. Si se
presta atención a la forma en que está redactada la Frase que dice
Zaqueo, el texto puede ser leído de una forma diferente. Algunos
comentaristas observan que Zaqueo no dice que "dará" la mitad de sus
bienes ni "restituirá" lo que cobró de más. Traduciendo fielmente el
texto original griego, así como está en el Leccionario que se lee en la
Misa, él se expresa en tiempo presente: "yo doy la mitad de mis
bienes... le doy cuatro veces más". Entonces ¿Zaqueo está haciendo un
propósito para el futuro? ¿o más bien responde a la critica de la gente
mostrando lo que él habitualmente hace? En este último caso, Zaqueo
tendría muy mala fama entre la gente a pesar de ser una persona honesta.
ES UN HIJO DE ABRAHAM
Aparte
de la forma en que interpretemos las palabras de Zaqueo, prestemos
atención ahora a lo que Jesús dice explicando su visita a la casa del
cobrador de impuestos: Él vino a traer la salvación porque este hombre
es también un hijo de Abraham. Aquí está io sorprendente para los
oyentes: los juicios que hacen los hombres no impiden la actuación de
Dios. Hay una promesa de Dios dirigida "a Abraham y a su descendencia,
para siempre". No importa cuál era el comportamiento de Zaqueo, Dios
sólo se acuerda de la promesa de salvación que un día le hizo a Abraham,
y ha venido a cumplirla. Por más que los hombres excluyan a algunos
porque los consideran pecadores - tanto si lo son verdaderamente, como
si no lo son - Dios no se olvida de su promesa de salvación. Para Dios
no hay excluidos. Sin entrar a discutir en este lugar cómo se deben
entender las -palabras de Zaqueo, quedémonos por ahora con la
interpretación más difundida. Supongamos, aunque sea por un momento, que
este hombre era un gran pecador, un pecador tan grande que de él ya no
se podía esperar nada bueno. Los religiosos lo habían dejado de lado y
ya no se preocupaban más. A tal punto desesperaban, que vieron mal que
Zaqueo recibiera a Jesús en su casa, así como vieron mal que el Señor
entrara en casa de Zaqueo. Si Zaqueo era un pecador, su pecado habrá
sido muy grande porque es el de un hombre que ha cerrado su corazón y
que sólo ha pensado en su propio interés, en cómo aumentar su riqueza
sin detenerse a pensar en los medios. Pero entró Jesús en su vida. Jesús
no es un predicador que con palabras y argumentos más o menos
brillantes ha tratado de hacer que su vida cambiara, sino que es la
misma Palabra de Dios, poderosa como en el primer día de la creación,
que vino a anunciarle la salvación, que se presentó para hacerle conocer
el amor de Dios que le ofrecía su salvación. Era la misma Palabra que
al principio dijo «Que haya luz» la que ahora le abría los ojos para que
viera a los demás hombres y comprendiera que todos son hijos del mismo
Padre: Zaqueo abrió su corazón y en él actuó la obra salvadora de Dios.
La Palabra de Jesús es tan poderosa que pudo cambiar el corazón de
Zaqueo. Este comenzó a comprender que no estaba solo en el mundo y que
no podía seguir pensando solamente en sí mismo. Se abrió a Dios y se
abrió a sus hermanos. Si hasta ese memento había traicionado a los
suyos, ahora compartía sus bienes con todos; si hasta ese memento había
sido injusto, reparaba todas las injusticias que había hecho; si hasta
ese memento había sido considerado como un impuro, al escuchar la
palabra de Dios había dejado que esta Palabra lo purificara y lo
colocara otra vez en la familia de los hijos de Abraham, herederos de
las promesas de Dios. Nuestros criterios son muchas veces muy estrechos.
Al ver a ciertos pecadores ya decidimos por nuestra cuenta que la
salvación de Dios no es para ellos. Las palabras del libro de la
Sabiduría que en este domingo se proclaman como primera lectura nos
muestra el preceder amoroso de Dios, que aparta los ojos de los pecados
de los hombres esperando la conversión de todos. Nosotros, en cambio,
olvidamos con frecuencia aquellas palabras de la Escritura: "Dios quiere
que todos los hombres se salven...". Para nuestros criterios, muchos ya
están "perdidos" y no se puede esperar de ellos ningún cambio. Pero
Jesús vino para buscar a estos que ya estaban perdidos y que habían
endurecido sus corazones. El, como Buen Pastor buscó la oveja perdida y
cambió el corazón de Zaqueo. Al utilizar la palabra "perdido", el autor·
del evangelio nos remite a otro texto: en el capítulo de la parábola
del hijo pródigo se utiliza este término con respecto a la oveja, a la
moneda y al hijo. Si unimos ahora los dos textos podremos descubrir
muchas relaciones enriquecedoras.No desesperemos de nosotros mismos si
nos vemos agobiados por grandes pecados, y tampoco consideremos a nadie
indigno del perdón de Dios.
Y refiriéndose a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, dijo también esta parábola:
"Dos hombres subieron al Templo para orar: uno era fariseo y el otro, publicano.
El fariseo, de pie, oraba así: 'Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos y adúlteros; ni tampoco como ese publicano.
Ayuno dos veces por semana y pago la décima parte de todas mis entradas'.
En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: ¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!'.
Les aseguro que este último volvió a su casa justificado, pero no el primero. Porque todo el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado".
El argumento de la parábola es muy simple y se lo puede entender sin ninguna dificultad: hay dos personas que rezan dedistinta manera y solamente hay que prestar atención a quiénes son y qué es lo que están diciendo.
EL PRIMERO ERA UN FARISEO
Los fariseos eran los miembros de un partido político-religioso que comenzó a existir aproximadamente un siglo antes del nacimiento de Jesús. Ellos estaban muy preocupados porque veían que los paganos y los enemigos de la religión hacían toda clase de esfuerzos para impedir el culto al Verdadero Dios: con la enseñanza y con el ejemplo, con amenazas y persecuciones, buscaban la forma para que los judíos adoptaran las costumbres y las formas de pensar y actuar de los paganos. Los judíos más piadosos se unieron y formaron un partido que se empeñó en conservar la religión. Este era el partido de los Fariseos.
Cada uno de los fariseos se preocupaba por estudiar a fondo la religión heredada de los antepasados. Tenían como ideal llegar a conocer todo lo que decía la Biblia y todo lo que se conocía Y practicaba por tradición. Ponían mucho cuidado en cumplir todas las leyes de Dios y las tradiciones religiosas hasta en sus más pequeños detalles. Y esto lo hacían también para que los demás aprendieran a hacer lo mismo. Al mismo tiempo que se destacaban por este cumplimiento tan exigente, los fariseos se caracterizaban también por su oposición a las novedades: cuando alguien decía o hacía algo que no era tradicional, o no era igual a lo que habían hecho en la antigüedad, los fariseos ya sospechaban que se podía tratar de un desvío de la verdadera religión. "¿Esta nueva forma de hablar o de actuar no será una forma más o memos oculta que tienen los paganos para introducirse entre nosotros y destruirnos?"
Con respecto a esto último tenemos muchos ejemplos en el Evangelio: ¡cuántas veces los fariseos se opusieron a Jesús y discutieron con El porque decía cosas que no habían dicho otros maestros de épocas anteriores!
Se puede ver fácilmente cómo los fariseos tenían ideales muy nobles. Su forma de estudiar y de actuar también era buena, pero sin embargo encerraba un peligro muy grande: con mucha frecuencia caían en la vanidad y en la arrogancia de creerse más buenos y más santos que los otros. Así también su temor a las novedades los cerró en más de una ocasión para que algunos de ellos no pudieran sentir el soplo renovador del Espíritu de Dios.
EL OTRO ERA PUBLICANO
Los cobradores de impuestos o publicanos como se los llama muchas veces, eran un gremio que se encontraba en el polo opuesto de los fariseos. No eran un partido político sino una categoría social: personas que trabajaban en este oficio que existe hasta en nuestros días. Pero las condiciones políticas de esos años hacían que el ser cobrador de impuestos fuera considerado como un pecado gravísimo. En la época en que Jesús predicaba, los judíos habían perdido su independencia. Los romanos habían tomado el poder y gobernaban sobre el reino que había pasado a ser una provincia del Imperio. Los judíos no soportaban esa invasión ni esa opresión: odiaban a los romanos y hacían esfuerzos por liberarse de ellos. Constantemente había intentos revolucionarios e incluso había grupos terroristas que trataban de conseguir nuevamente la libertad. Además los romanos eran paganos: en sus costumbres y en su religión eran todo lo opuesto al judaísmo.
Pero había algunos hombres que no tenían sentimientos religiosos y que no participaban del patriotismo de sus conciudadanos. Cuando los odiados romanos necesitaron gente que se ocupara de cobrar los impuestos (a beneficio de ellos, por supuesto), ellos se presentaron y comenzaron a colaborar con los invasores. Por eso merecieron el odio de todos los demás que luchaban por conseguir la libertad.
En Galilea, donde Jesús predicaba, gobernaba Herodes Antipas, que era judío. Pero este gobernante estaba totalmente volcado a las costumbres paganas y además era un títere de los romanos. De modo que los judíos también veían como una traición que se cobraran impuestos en beneficio de Herodes, ya que en parte el dinero servía para sostener una corte paganizada, y en parte iba a parar a las áreas romanas. En Judea tenían un gobernador romano, que en esos años era Poncio Pilato. En este caso, los cobradores de impuestos recaudaban directamente para el gobierno romano.
Para poder tener este oficio, los publicanos pagaban una suma al gobierno, y luego podían quedarse con todo lo que cobraban, de modo que se enriquecían rápidamente, porque no tenían alguien que controlara lo que ellos establecían. Contaban, además, con la protección del ejército romano, y nadie podía decir nada ni tenía a quién ir a quejarse.
Los judíos de esos años consideraban a los cobradores de impuestos como los hombres más pecadores: carentes de conciencia, sin principios morales, colaboradores de sus propios enemigos, enriquecidos de la manera más injusta. Las riquezas de los cobradores de impuestos iban siempre en aumento, pero eso se conseguía a un precio vergonzoso. Por esa razón los cobradores de impuestos eran tenidos como impuros. Había que tratarlos como si fueran paganos. Comprendemos ahora la razón por la que la gente se sorprende y se
escandaliza cuando ve que Jesús se sienta a comer en una reunión de cobradores de impuestos, como se relata en otro lugar del Evangelio
YO TE DOY GRACIAS
Esas dos personas tan distintas entran un día, a la misma hora, a rezar al Temple. Los dos rezan de pie, como era la antigua costumbre de rezar entre los judíos y entre los primeros cristianos. Pero las palabras de ellos dos son tan diferentes como las personas.
El fariseo, el hombre tan religioso y tan exigente, piensa en la forma en que vive y en todo lo que hace por cumplir los preceptos y mandamientos de la religión. Lo primero que se le ocurre decir es que él se siente diferente de los demás, y para eso nada mejor que señalar los defectos de los otros: los demás son todos pecadores, como también es un pecador ese cobrador de impuestos que ve rezando en otro rincón del Temple. Y no solamente él es un santo porque no se parece a todos los demás, sino que hace cosas que ni siquiera son obligatorias. No se conforma con ayunar el día que está mandado por la Ley de Dios, sino que él ayuna todas las semanas, y hasta dos veces por semana! (muchos fariseos acostumbraban a ayunar los lunes y los jueves). No sólo paga el impuesto de lo que corresponde, sino que da la décima parte de «todo lo que tiene», ¡también de lo que no está incluido en la ley de impuestos!
El fariseo, por lo tanto, es una persona ejemplar. Lo sabe y se siente contento por eso.
¡TEN PIEDAD DE Mí!
El cobrador de impuestos también está de pie pero en otra parte del Temple, tal vez junto a la puerta. No se atreve a mirar hacia arriba, y baja los ojos como si fuera un chico avergonzado a quien han descubierto haciendo una travesura.
El no tiene nada de qué alegrarse delante de Dios. Por eso lo único que hace es golpearse el pecho mientras dice: "¡Ten piedad de mí, que soy un pecador!". El cobrador de impuestos ve su vida con tanta claridad como el fariseo. Esa claridad le hace ver que todo está mal en él, y que no es digno de presentarse delante del Señor. En su oración tan breve reconoce dos cosas: que lo único bueno viene de Dios: la misericordia, y que lo que él presenta es solamente lo malo: el pecado.
UNO SOLO FUE ESCUCHADO
Jesús termina su parábola explicando que de estos dos hombres, uno solo fue escuchado. Y ese hombre era el pecador. Los que escuchaban a Jesús habrán pensado que era al revés: la opinión más común es que Dios escucha y premia a los buenos, y que no atiende a los males. Pero el caso que Jesús nos presenta es diferente.
Aquí tenemos a uno que es bueno y que se satisface mostrando todas las cosas buenas que hace. Pero comete un grave error: habla con Dios como esperando que Dios le diga: "¡Te felicito!", y no contento con eso, cae en otro defecto más grave: comienza a compararse con los demás: «¡No soy como los otros! ¡No me parezco en nada a ese cobrador de impuestos!». En su oración parece decirle a Dios que él se puede arreglar solo, y que Dios solamente tiene que intervenir para premiarlo: «¡Yo hago esto! ¡Yo hago lo otro!». El fariseo no le dejó lugar a Dios. Todo el espacio lo ocupó él. Y por eso Dios lo dejó ir del Temple tal como había venido. Vino con una santidad que él mismo había fabricado y no se dio cuenta de que en su interior llevaba también una pesada carga de pecado: la soberbia de creerse mejor que los otros y de despreciar a los demás. El cobrador de impuestos, por el contrario, no tenía nada. Solamente tenía que pedirle a Dios que actuara: «¡necesito misericordia!». No acusó a los otros, sino que dijo: «¡yo soy un pecador!» Y como le dejó espacio a Dios, el Señor actuó y lo santificó. El Evangelio dice que «fue justificado», es decir «Dios lo hizo justo». El cobrador de impuestos volvió a su casa cambiado. No llevó una santidad hecha por él, sino la que concede Dios cuando toma a un hombre y lo crea de nuevo haciéndolo semejante a su Hijo Jesús. La santidad que consiguió el cobrador de impuestos es infinitamente más grandiosa que la que había ganado el fariseo con su propio esfuerzo
¡CUIDADO CON LAS COMPARACIONES!
A casi todos nos· gusta hablar de los demás. Comentamos lo que los otros hacen y los criticamos. Al criticar, estamos dando a entender que nosotros no somos como ellos. Al obrar así estamos cayendo en los dos pecados en que cayó el fariseo de la parábola: en primer lugar pecamos porque hablamos como si nuestra bondad fuera obra nuestra y nos olvidamos de que todo depende de Dios. Somos buenos porque Dios nos hace buenos, y el mismo esfuerzo que hacemos para ser buenos es comenzado, acompañado y terminado por Dios. Lo único que podemos decir cuando nos damos cuenta de que somos buenos es: «¡No me vayas a soltar de tu mano, porque entonces no podré seguir siendo bueno!».
En segundo lugar, pecamos porque nos colocamos como jueces de los otros. Nos olvidamos de que el único Juez de todos los hombres es Dios. Para poder juzgar a un hombre tendríamos que conocer muchas cosas que están totalmente ocultas: ¿qué habríamos hecho nosotros en su lugar? ¿cómo se ha educado? ¿qué fuerzas le ha dado Dios? ¿cómo es su debilidad?
El mismo pecado no es igualmente grande en todas las personas. Dios es el único que puede conocer todos los resortes interiores del hombre y medir la ceguera y la debilidad de cada uno como para poder acusar, castigar o premiar en cada uno de los cases. Y a cada uno se le va a pedir según lo que se le ha dado: «A quién se le dio más, se le pedirá más», ha dicho Jesús. Si la santidad dependiera solamente de nuestro esfuerzo y todos fuéramos exactamente iguales, tendriamos derecho a compararnos. Pero como la santidad es la obra de Dios en nosotros, y todos somos muy distintos («cada hombre es un mundo», se dice), no podemos hacer comparaciones.
DIOS ELEVA AL QUE SE HUMILLA
Como en otras partes del Evangelio, aquí también se nos enseña que la condición que Dios ha puesto para que seamos elevados es que nos empeñemos en hacernos más pequeños. Dios ha prometido elevar al que se haga inferior a los demás. En cambio el que se ponga por encima de los otros recibirá únicamente humillación.
El fariseo de la parábola habría ganado más si se hubiera puesto en una actitud de misericordia y comprensión hacia al pecador que estaba junto a él en el Temple. O si hubiera aprovechado esa oportunidad para humillarse delante de Dios al contemplar esta realidad: que todo lo bueno que encontraba en su vida era solamente obra de Dios. Y en ese caso tendría que haber agradecido por lo que recibía, así como debería haber pedido perdón por las trabas que él mismo, indudablemente, le pondría a la acción de Dios. Su oración tendría que haber sido muy parecida a la del pecador: "¡yo soy un pecador! Pero a pesar de todo no lo tomas en cuenta, y todos los días siento que tu misericordia me va haciendo más bueno. Ayúdame para que no te ponga trabas y llegue a ser tan bueno como quieres!"
Lectura del santo evangelio según san Lucas (18,1-8):
En aquel tiempo, Jesús, para explicar a sus discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse, les propuso esta parábola: «Había un juez en una ciudad que ni temía a Dios ni le importaban los hombres. En la misma ciudad había una viuda que solía ir a decirle: "Hazme justicia frente a mi adversario." Por algún tiempo se negó, pero después se dijo: "Aunque ni temo a Dios ni me importan los hombres, como esta viuda me está fastidiando, le haré justicia, no vaya a acabar pegándome en la cara."»
Y el Señor añadió: «Fijaos en lo que dice el juez injusto; pues Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?; ¿o les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar. Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?»
Esperamos en la justicia de Dios
La fe alienta nuestra esperanza. No puede ser de otra manera. Esperamos que Dios haga la justicia que nosotros no hemos sabido hacer. Porque cuando creemos que hacemos justicia a veces liamos más la madeja. Terminamos pensando que hacer una guerra y derrotar y humillar al enemigo es hacer justicia. Confundimos la venganza con la justicia. Saciamos nuestro deseo de revancha pero lo único que hacemos es alimentar la espiral de la violencia. Y nos vemos metidos en un laberinto en el que no sabemos encontrar la salida. Hasta que no nos queda más que pisar para no ser pisados. Lo malo es que el otro tiene exactamente la misma motivación.
No puede ser la nuestra, pues, una esperanza en una justicia que se parezca a la de la primera lectura. No podemos ni pensar en derrotar al enemigo como lo hizo Josué: a filo de espada. Se llame Amalec o con cualquier otro nombre. Porque Jesús nos ha descubierto que todos somos hijos de Dios. En consecuencia, a poco que discurramos, nos daremos cuenta de que toda guerra es siempre una guerra civil, fratricida. La justicia de Dios no puede ser como la nuestra. Será diferente. Tendrá que ser diferente.
No sabemos como será exactamente la justicia de Dios. Pero con el Evangelio en la mano podemos decir que ciertamente no estará hecha de venganza ni de odio. Es una justicia que dará a cada uno lo suyo (pero eso “suyo” no se identifica necesariamente con unos títulos de propiedad), lo que necesita para vivir en plenitud, para gozar y disfrutar de este regalo que Dios nos ha dado: la vida, el amor, la libertad, la fraternidad... Es una justicia que estará hecha de perdón y misericordia, de reconciliación. Es una justicia que cura y sana, que nos permite comenzar de nuevo y ver el mundo y a las personas con ojos limpios.
Un nuevo estilo de vivir
Esperar en esa justicia nos hace comprometernos aquí y ahora. La justicia de Dios que esperamos nos provoca a la fe y nos hace comportarnos de una manera justa, al estilo de Dios, con los hermanos y hermanas, con nuestro mundo, con nuestra tierra. A la pregunta de Jesús al final del evangelio podemos responder que sí, que aquí estamos nosotros creyendo y viviendo la fe en el día a día, en nuestro trabajo, en nuestra familia, con los amigos, a la hora de votar en las elecciones, creando espacios de libertad y diálogo, siendo tolerantes y comprensivos, acompañando al que está sólo y abandonado, compartiendo lo que tenemos...
La Palabra alienta nuestra fe. Como dice la segunda lectura, es la sabiduría que nos conduce a la salvación. La salvación la esperamos en el futuro. La plenitud de Dios la esperamos en el futuro. Porque Dios es nuestro futuro. Pero ya está incoada en el presente. Y cada vez que tendemos la mano al hermano, que curamos una herida, que perdonamos, que hacemos justicia, la salvación de Dios se va haciendo realidad en nuestro mundo, aquí y ahora. Esta es nuestra fe y nuestra esperanza.
Evangelio según San Lucas 17,5-10. En aquel tiempo, los apóstoles le pidieron al Señor: «Auméntanos la fe.» El Señor contestó: - «Si ustedes tuvieran fe como un granito de mostaza, le dirían a esa montaña: "Arráncate de raíz y plántate en el mar." Y les obedecería. Supongan que un empleado de ustedes trabaja como labrador o como pastor; cuando vuelve del campo, ¿quién de ustedes le dice: "En seguida, ven y ponte a la mesa”? ¿No le dirán: "Prepárame de cenar, cíñete y sírveme mientras yo como y bebo, y después comerás y beberás tú"? ¿Tienen ustedes que estar agradecidos al empleado porque ha hecho lo mandado? Lo mismo ustedes: Cuando hayan hecho todo lo mandado, digan: "Somos unos pobres servidores, hemos hecho lo que teníamos que hacer." » (Lucas 17, 5-10).
Jesús le dice a los discípulos que siempre se debe perdonar al hermano al punto que si por día ese hermano nos ofende siete veces y en cada vez vuelve arrepentido, las siete veces debemos perdonarlo. Pero no es un caso matemático, donde llevamos la cantidad de veces que debemos perdonar, sino que se refiere al sentido de los orientales por el número siete: la totalidad, la perfección. Sería lo mismo que decir siempre.
El cristiano por la sangre de Cristo ha sido reconciliado con Dios, y por eso debe vivir reconciliado con los demás hombres, sin poner ninguna objeción ni limites. Una persona que no perdona a los demás se incapacita para recibir el perdón de Dios.
En el Padrenuestro aparece para que no se nos olvide “perdona …así como nosotros perdonamos”
¿Quién puede tener tal generosidad de alma?
Diríamos que humanamente es imposible. Por eso los discípulos hablan de un aumento de fe. Solamente desde la fe se puede aceptar esta exigencia del Señor.
GRANOS DE MOSTAZA
LA RESPUESTA DE JESÚS
Pero cuando ellos piden aumento de fe, Jesús les responde que no se trata del tamaño, de la cantidad de fe, sino del hecho de tenerla o no, de tener una fe auténtica o una apariencia de fe. La fe es un regale que nos hace Dios, es una donación que transforma todo nuestro ser y nuestra vida. Como todas las virtudes que llamamos sobrenaturales, es algo divino que se introduce en nosotros y nos eleva, dando a nuestra condición algo de divino.
Un mínimo contacto con lo divino nos capacita para vivir de una manera por encima de lo que puede nuestra debilidad y nuestra limitación humana. Jesús lo compara con un grano de mostaza. Es decir, con una pequeña semilla. Si la fe se pudiera comparar con un objeto material y así fuera posible medirla y pesarla, bastaría una cantidad mínima para que ya fuéramos capaces de hacer lo que se considera imposible. Esto último también es tomado por el Señor y explicado con ejemplos que parecen imposibles para nosot
ros: darle órdenes a los árboles y ser obedecidos; plantar árboles en un terreno tan inapropiado como el mar, como haría un mago.
Todos estos son ejemplos que nos pone Jesús para que comprendamos lo que puede hacer la fe en nuestra vida. No caigamos en el ridículo de algunos fanáticos que quieren poner a prueba la fe exigiendo milagros o pensando que tener fe significa hacer cosas portentosas como obtener que con una orden de nuestros labios un árbol se traslade por el aire. Si entendemos bien las palabras del Evangelio, Jesús nos ensena, con estos ejemplos, que gracias al don de la fe estamos capacitados para realizar cosas tan asombrosas como es el perdonar a nuestros hermanos todas sus ofensas y mantenernos siempre en actitud de perdón. Esto es mucho más portentoso que trasladar un árbol con sólo pronunciar una palabra.
LA RECOMPENSA DE LOS ESCLAVOS
Si nos sentimos enriquecidos por la fe y nos damos cuenta de que gracias a ella podemos realizar cosas que de otra manera eran irrealizables, es lógico que experimentemos la tentación de creemos más de lo que somos.
No hay nada peor que la arrogancia de quien se cree virtuoso. Todos tenemos ejemplos de lo desagradable que resulta aquella persona que hace ostentación de su religiosidad. Por eso Jesús continúa hablando por medio de comparaciones, y después de haber dicho lo que puede hacer el hombre gracias a la fe, nos explica que todo eso se debe vivir con un espíritu de profunda humildad.
Para eso nos pone el ejemplo de lo que sucedía con los esclavos. En los tiempos antiguos, cuando había esclavos, éstos debían trabajar sin descanso, y nunca se les pagaba un salario, ni les daban las gracias por lo que hacían. El esclavo era propiedad de un patrón que lo había comprado. Y Jesús dice que con respecto a Dios nosotros somos así: no tenemos nada propio, todo lo que tenemos es de Dios, y todo lo que hacemos se lo debemos a El, ya que nos da la vida y las posibilidades de obrar. Así es que Dios no tiene por qué estar agradecido a nosotros por lo que hacemos. Es cierto que en otro orden de cosas también somos hijos de Dios, y somos amigos, y somos participantes de su misma naturaleza. Pero no por eso dejamos de ser esclavos.
San Pablo, que sabía muy bien todas estas cosas, se llamaba a sí mismo «esclavo, servidor de Dios y de Jesucristo, porque comprendía que era el título más importante que tenía.
EL PODER DE NUESTRA FE
Tenemos delante de nosotros una inmensa tarea para realizar. El Evangelio nos propone cambiar el mundo para que llegue a ser el Reino de Dios. Si lo miramos desde nuestra debilidad humana, debemos decir que es imposible. Pero Jesús nos explica, con este texto del evangelio, que la fuerza para hacer lo que parece imposible ya nos ha sido dada cuando en el bautismo se nos dio la fe.
Lo único que hace falta ahora es que la vivamos. La palabra del Evangelio que llevamos en nuestros labios tiene poder para realizar lo que dice. Es una palabra que puede cambiar nuestro corazón rencoroso, injusto, avaro, sensual... y convertirlo en un corazón semejante al de Cristo. Reconozcamos agradecidos que todo lo que podamos hacer desde la fe se lo debemos a Dios. No caigamos en la tentación de enorgullecernos como si se debiera a nosotros. No somos más que servidores inútiles: hacemos lo que se nos ha dado, y de nuestra parte no hemos puesto nada.
Pidamos al Señor esa fe auténtica que necesitamos para vivir como cristianos y para realizar la obra que nos exige el Evangelio: Que el Señor nos conceda también que la vivamos humildemente.
Evangelio según San Lucas 19,1-10. Jesús entró en Jericó y atravesaba la ciudad.
Allí vivía un hombre muy rico llamado Zaqueo, que era jefe de los publicanos.
El quería ver quién era Jesús, pero no podía a causa de la multitud, porque era de baja estatura.
Entonces se adelantó y subió a un sicomoro para poder verlo, porque iba a pasar por allí.
Al llegar a ese lugar, Jesús miró hacia arriba y le dijo: "Zaqueo, baja pronto, porque hoy tengo que alojarme en tu casa".
Zaqueo bajó rápidamente y lo recibió con alegría.
Al ver esto, todos murmuraban, diciendo: "Se ha ido a alojar en casa de un pecador".
Pero Zaqueo dijo resueltamente al Señor: "Señor, voy a dar la mitad de mis bienes a los pobres, y si he perjudicado a alguien, le daré cuatro veces más".
Y Jesús le dijo: "Hoy ha llegado la salvación a esta casa, ya que también este hombre es un hijo de Abraham,
porque el Hijo del hombre vino a buscar y a salvar lo que estaba perdido"
LOS COBRADORES DE IMPUESTOS
Desde la distancia en el tiempo, tal vez no lleguemos a darnos cuenta de la importancia del signo que hizo Jesús al entrar a la casa de Zaqueo.
Como se dijo el domingo pasado, en aquellos tiempos para los habitantes de Judea y Galilea los cobradores de impuestos, o publicanos como también se los llama, eran lo peor entre los más males. Cuando se los nombraba era para ponerlos como representantes de los peores pecadores.
UNA VISITA PARA ZAQUEO
Zaqueo era nada menos que el Jefe de los cobradores. Esto significa que había comprado el cargo de cobrador de impuestos para todo un territorio, y tenía varios subordinados que cobraban para él. Este hombre quería ver a Jesús pero no podía conseguirlo.
No queda muy claro en el texto si Zaqueo era la persona de baja estatura, y no podía ver porque los más altos se lo impedían, o si era Jesús, y entonces Zaqueo no podía verlo porque la multitud lo tapaba. Pero a pesar de todo, para ver a Jesús no encontró mejor manera que treparse a una higuera de las que abundan por Palestina, llamadas también higueras egipcias o sicómoros. Era tan grande su curiosidad que no pensó en que podía quedar en ridículo. Cuando Jesús llegó a ese lugar miró hacia arriba y lo llamó. Todos se habían reído de Zaqueo: una persona tan importante en una situación tan cómica. Pero a Zaqueo le importaba muy poco, ya que él estaba deseoso de ver al Señor. Pero Jesús no señaló a Zaqueo para reírse de él ni para que se rieran los demás. El Señor llamó a Zaqueo diciéndole que iba a ir a alojarse a su casa; Tremenda sorpresa para Zaqueo, que no esperaba tanto, y también para el pueblo que estaba alrededor, que no aprobaba de ninguna manera esa clase de visitas prohibidas por las normas religiosas«Todos murmuraban» dice el Evangelio. A todos les pareció muy mal la actitud de Jesús, que también se manchaba yendo a casa de un pecador tan grande, traidor a la patria, que trataba con paganos y que se enriquecía injustamente con el dinero de los pobres. El Evangelio no relata la conversación entre Zaqueo y Jesús. Solamente nos dice las últimas palabras para contrastarlas con las criticas del pueblo. A pesar de las criticas, Zaqueo demostró que todavía era capaz de convertirse. Dividió la fortuna en dos partes: la mitad la dio a los pobres, y con la otra parte reparó, pagando cuatro veces más, como se estipulaba para las estafas, el robo que había hecho al pueblo. Sin embargo, aquí es necesario hacer una salvedad. Si se presta atención a la forma en que está redactada la Frase que dice Zaqueo, el texto puede ser leído de una forma diferente. Algunos comentaristas observan que Zaqueo no dice que "dará" la mitad de sus bienes ni "restituirá" lo que cobró de más. Traduciendo fielmente el texto original griego, así como está en el Leccionario que se lee en la Misa, él se expresa en tiempo presente: "yo doy la mitad de mis bienes... le doy cuatro veces más". Entonces ¿Zaqueo está haciendo un propósito para el futuro? ¿o más bien responde a la critica de la gente mostrando lo que él habitualmente hace? En este último caso, Zaqueo tendría muy mala fama entre la gente a pesar de ser una persona honesta.
ES UN HIJO DE ABRAHAM
Aparte de la forma en que interpretemos las palabras de Zaqueo, prestemos atención ahora a lo que Jesús dice explicando su visita a la casa del cobrador de impuestos: Él vino a traer la salvación porque este hombre es también un hijo de Abraham. Aquí está io sorprendente para los oyentes: los juicios que hacen los hombres no impiden la actuación de Dios. Hay una promesa de Dios dirigida "a Abraham y a su descendencia, para siempre". No importa cuál era el comportamiento de Zaqueo, Dios sólo se acuerda de la promesa de salvación que un día le hizo a Abraham, y ha venido a cumplirla. Por más que los hombres excluyan a algunos porque los consideran pecadores - tanto si lo son verdaderamente, como si no lo son - Dios no se olvida de su promesa de salvación. Para Dios no hay excluidos. Sin entrar a discutir en este lugar cómo se deben entender las -palabras de Zaqueo, quedémonos por ahora con la interpretación más difundida. Supongamos, aunque sea por un momento, que este hombre era un gran pecador, un pecador tan grande que de él ya no se podía esperar nada bueno. Los religiosos lo habían dejado de lado y ya no se preocupaban más. A tal punto desesperaban, que vieron mal que Zaqueo recibiera a Jesús en su casa, así como vieron mal que el Señor entrara en casa de Zaqueo. Si Zaqueo era un pecador, su pecado habrá sido muy grande porque es el de un hombre que ha cerrado su corazón y que sólo ha pensado en su propio interés, en cómo aumentar su riqueza sin detenerse a pensar en los medios. Pero entró Jesús en su vida. Jesús no es un predicador que con palabras y argumentos más o menos brillantes ha tratado de hacer que su vida cambiara, sino que es la misma Palabra de Dios, poderosa como en el primer día de la creación, que vino a anunciarle la salvación, que se presentó para hacerle conocer el amor de Dios que le ofrecía su salvación. Era la misma Palabra que al principio dijo «Que haya luz» la que ahora le abría los ojos para que viera a los demás hombres y comprendiera que todos son hijos del mismo Padre: Zaqueo abrió su corazón y en él actuó la obra salvadora de Dios. La Palabra de Jesús es tan poderosa que pudo cambiar el corazón de Zaqueo. Este comenzó a comprender que no estaba solo en el mundo y que no podía seguir pensando solamente en sí mismo. Se abrió a Dios y se abrió a sus hermanos. Si hasta ese memento había traicionado a los suyos, ahora compartía sus bienes con todos; si hasta ese memento había sido injusto, reparaba todas las injusticias que había hecho; si hasta ese memento había sido considerado como un impuro, al escuchar la palabra de Dios había dejado que esta Palabra lo purificara y lo colocara otra vez en la familia de los hijos de Abraham, herederos de las promesas de Dios. Nuestros criterios son muchas veces muy estrechos. Al ver a ciertos pecadores ya decidimos por nuestra cuenta que la salvación de Dios no es para ellos. Las palabras del libro de la Sabiduría que en este domingo se proclaman como primera lectura nos muestra el preceder amoroso de Dios, que aparta los ojos de los pecados de los hombres esperando la conversión de todos. Nosotros, en cambio, olvidamos con frecuencia aquellas palabras de la Escritura: "Dios quiere que todos los hombres se salven...". Para nuestros criterios, muchos ya están "perdidos" y no se puede esperar de ellos ningún cambio. Pero Jesús vino para buscar a estos que ya estaban perdidos y que habían endurecido sus corazones. El, como Buen Pastor buscó la oveja perdida y cambió el corazón de Zaqueo. Al utilizar la palabra "perdido", el autor· del evangelio nos remite a otro texto: en el capítulo de la parábola del hijo pródigo se utiliza este término con respecto a la oveja, a la moneda y al hijo. Si unimos ahora los dos textos podremos descubrir muchas relaciones enriquecedoras.No desesperemos de nosotros mismos si nos vemos agobiados por grandes pecados, y tampoco consideremao a nadie indigno del perdón de Dios.