El
matrimonio “igualitario” y sus polémicas
por Pérez del Viso, Ignacio ·
(Publicado
en la revista Criterio, nº 2363, Septiembre 2010.)
Los enfrentamientos que se dieron en
torno a ley de matrimonio entre personas del mismo sexo evidenciaron, más allá
de intolerancias y desaciertos, la imperiosa necesidad de saber leer los signos
de los tiempos.
La aprobación de la ley de matrimonio “igualitario”,
que equiparó el matrimonio entre un hombre y una mujer con la unión civil entre
personas del mismo sexo, incluyendo el derecho a la adopción, nos dejó a muchos
un gusto amargo, al menos en los primeros días. Ante todo, porque se aplicaba el
mismo nombre y la misma figura jurídica a dos realidades muy diversas, con la
confusión que de ello se seguirá. Cuando una maestra deba enseñar a sus
pequeños alumnos qué es el matrimonio, tendrá que caminar por el
filo de una navaja, exponiendo sus
propias convicciones sin dar motivo a ser denunciada por contradecir la ley y
“discriminar” a las parejas homosexuales.
En segundo lugar, a muchos nos
desagradó que se haya hablado de una votación de conciencia, que en realidad no
existió. En tales casos, los partidos y el gobierno presentan discretamente sus
posiciones, pero sin jugarse por una u otra, máxime cuando los partidos no
habían incorporado el tema a su plataforma electoral. Pero aquí fueron muchas
las presiones ejercidas para que algunos senadores estuvieran ausentes, se
abstuvieran o cambiaran su voto a último momento. Más aún, pareció que se
trataba de una pulseada personal contra el cardenal Jorge Bergoglio por
iniciativa del ex presidente Néstor Kirchner, quien afirmó que la Iglesia,
entiéndase la jerarquía, debía modernizarse. En realidad, razón no le faltaba,
ya que el Concilio Vaticano II fue convocado en 1959 por Juan XXIII
precisamente para que la Iglesia se modernizara o actualizara. Pero las miras
del Papa bueno ¿coincidirían con las del diputado Kirchner?
Ser signo de esperanza
Hay aspectos muy positivos que
podemos rescatar de este proceso, que nos permitirá mirar hacia delante y no
quedarnos lamiéndonos las heridas. Los creyentes, laicos y
sacerdotes, debemos ser un signo de
esperanza para nuestra propia comunidad y para los de otras comunidades, es
decir, para todas las personas de buena voluntad, sean creyentes o agnósticos.
Ello no significa que coincidamos en todo, pero sí al menos en ciertos valores
fundamentales. Comunidades judías o musulmanas pueden ser un signo
de esperanza para los cristianos en
la medida en que constituyen un testimonio en favor de la paz y la justicia. Lo
mismo podemos afirmar respecto de personas no creyentes que se esfuerzan por
construir un mundo mejor.
Dentro de la Iglesia católica, el
primer rasgo positivo en este proceso, el primer signo de esperanza, es la
movilización de los laicos. Cuando se habla de la Iglesia se piensa en los
obispos, a veces también en el clero, en los curas. Pero hemos visto declaraciones,
reuniones y manifestaciones, en todo el país, organizadas en forma espontánea.
No se pasaba lista, no se enviaba a las autoridades de los colegios con sus
abanderados.
Se oyeron expresiones muy
personales, como las de una salteña, que cito de memoria: “Me siento como una
leona parida que defiende a su cría, es decir, a mis hijos y a mis nietos.
Sepan que en Salta cada gaucho tiene su china”. Uno puede tomar distancia de
ese modo de hablar, más propio del interior que de la ciudad de Buenos Aires, pero
no cabe duda de que esas frases no se las sopló el obispo ni el cura. Le
salieron del alma. El signo de esperanza consiste en una mayor conciencia de
que cada creyente debe manifestar su fe y sus convicciones sin esperar órdenes
de arriba. La aprobación de esta
ley, en cambio, no fue un signo de
esperanza, porque obedeció órdenes que eran terminantes y no permitían cambiar
una coma de lo aprobado en Diputados.
Un segundo rasgo positivo consiste
en que la presentación del tema, realizada por el Departamento de Laicos,
dependiente del episcopado, no era en contra de las personas homosexuales sino
en pro de valores: concretamente el matrimonio, la familia y la vida. Si
algunos manifestaron animosidad contra los de la vereda de enfrente, debe
atribuirse al hecho de que no somos robots que ejecutan movimientos precisos
sino personas con convicciones muy arraigadas. Tales desbordes se dieron en las
dos “veredas” y no deben
ser magnificados. Estamos a leguas
del enfrentamiento entre la “laica” y la “libre”, del tiempo del presidente
Arturo Frondizi (1958-1962), cuando los manifestantes quemaban
autos en los puntos de choque. Esta
vez, en cambio, había globos anaranjados de un lado y pancartas del otro. En
medio siglo hemos aprendido a realizar manifestaciones sin necesidad de
agarrarnos a palos. Este progreso se vio ya, hace dos años, en las
concentraciones organizadas por los del campo, en Palermo, y los del gobierno,
frente al Congreso, previas al voto “no positivo” del vicepresidente Julio
Cobos.
Un examen de conciencia
Si nos atenemos a los números, la
posición oficial de la Iglesia católica y de otros cultos sufrió una derrota
contundente, ya que ni siquiera se rozó el empate en ninguna de las dos Cámaras
del Congreso. Esto debe llevarnos a un examen de conciencia, no para buscar
chivos expiatorios sino para saber dar razón de nuestra esperanza, como se nos
pide en la 1ª Carta de san Pedro (3,15).
Dar razón no es repetir lo que
creemos sino dialogar, buscando convencer a los que piensan de modo diferente.
Y si no lo logramos, que al menos consideren razonable nuestra posición. Cuando
se votó la ley de divorcio, en 1987, hubo obispos que hablaron con sensatez,
como Justo Oscar Laguna, mientras que otros, con la mejor buena voluntad,
manifestaron una belicosidad que resultó contraproducente. El obispo Emilio
Ogñénovich organizó una procesión a Plaza de Mayo, encabezada por la Virgen de
Luján, con escasa participación de fieles. Algunos obispos pensaron incluso que
debían excomulgar a los diputados que habían votado la ley, a los cuales no se
les había dejado margen de maniobra.
En aquella ocasión escribí unas
reflexiones en la Revista del CIAS, considerando un despropósito el
recurso a la excomunión. En cuanto a la declaración del episcopado sobre la ley
de matrimonio entre personas del mismo sexo, me permito una sugerencia, no
tanto mirando hacia atrás cuanto hacia delante. El documento fue presentado
como la posición de todos los obispos argentinos. Ahora bien, es un secreto a
voces que había dos posiciones en la asamblea episcopal, por lo cual la
declaración parecía una verdad a medias. La transparencia hoy es un valor
aceptado y exigido por todos. La mera sospecha de que se ha disimulado algo, se
convierte en una pendiente difícil de remontar. Tomemos como modelo al
Concilio, donde se hicieron públicos los votos de cada documento.
El que trataba de las religiones no
cristianas, Nostra aetate, recibió 2.221 votos a favor y 88 en contra.
El sector desconforme era un síntoma de que algunos puntos debían ser más trabajados,
lo que se procuró hacer después del Concilio.
Al presentar una sola posición se
manifestaba el deseo de reafirmar la identidad católica. Ahora bien, la
categoría de identidad es utilizada sobre todo por las minorías, tanto
religiosas, étnicas como culturales. Si presentan varias posiciones, su peso en
la sociedad se diluye. En cambio, cerrando filas, una minoría puede ejercer una
influencia muy superior al número de sus miembros.
E la Argentina, los católicos somos
amplia mayoría. Según algunos estudios, el 75% de los habitantes se considera
católico, aunque sea mucho menor el número de practicantes. Sin embargo, al
observar las expresiones de religiosidad popular, como el millón de peregrinos
a Luján en un día o el equivalente en otros santuarios del país, palpamos esa
mayoría. Por ello, pienso que no deberíamos encerrarnos en el paradigma de la
“identidad católica” monolítica, cerrando filas como una minoría, sino abrirnos
al legítimo pluralismo en la Iglesia, que nos enriquece siempre.
Dar razón de la esperanza
En una carta de lectores de La
Nación del 4 de junio, propuse que a las parejas de personas homosexuales
se les entregara una Libreta de Convivencia, no una Libreta de Matrimonio. El
domingo siguiente a la aprobación de la ley, leí en ese diario razonables
reflexiones del arzobispo de Santa Fe, José María Arancedo, reconociendo que
las parejas homosexuales poseen algunos derechos, como el de heredarse
mutuamente.
En esa línea iba el sector del
episcopado que buscaba dar una mejor razón de nuestra esperanza. La declaración
de la asamblea de obispos podía haberse centrado en lo que
coincidían todos, es decir, en la
reafirmación del matrimonio como unión de un hombre y una mujer. La llamada
“unión civil”, que cubría lagunas jurídicas, podía haberse dejado a la
interpretación de cada obispo, como un signo de flexibilidad y comprensión.
Otra forma de dar razón de nuestra
esperanza consiste en hacerlo “con suavidad y respeto”, como se añade en la
carta del apóstol san Pedro, antes citada. Ahora bien, algunas expresiones no
condecían con la suavidad ni con el respeto debido a los de vida homosexual.
Las afirmaciones que se atribuyeron al obispo Antonio Marino, auxiliar de La
Plata y encargado del seguimiento legislativo, parecieron cañonazos, como la
conjetura de que una persona homosexual podía llegar a tener 500 parejas en su
vida. Quizás un heterosexual también, pero no nos interesaban los casos límite
sino los promedios. La agencia de noticias católica AICA desmintió después esa
atribución, con grandes elogios a la bondad del obispo, pero quedaron flotando
las sorprendentes estadísticas, como provenientes de un equipo asesor.
Las personas homosexuales, por su
deseo de acceder a los beneficios del matrimonio, parecían ser los enemigos de
la humanidad, los destructores del orden social. No
distinguimos siempre entre el orden
objetivo y la dignidad de las personas.
Creo que no sintieron que les
prodigábamos el amor cristiano, debido incluso a los enemigos. Nos alegramos
cuando ex combatientes de las Malvinas, argentinos y británicos, se abrazan con
gran afecto y entablan una amistad. Pero respecto de los homosexuales
continuamos manteniendo una distancia convencional, como respecto de los
leprosos en tiempos de Jesús.
Signos de los tiempos
Podemos también dar razón de nuestra
esperanza cuando consideramos la situación de cada persona y no metemos a todos
en la misma bolsa. En este proceso se dijeron
muchas mentiras, como la ya indicada
de que sería una votación de conciencia. Pero no todos mentían, aunque
estuvieran equivocados.
Ahora bien, en la Biblia se habla
del padre de la mentira, que es Satán, cita retomada en la carta del cardenal
Jorge Bergoglio a las carmelitas. Desde el punto de vista teológico
la afirmación es correcta, pero dio
pie a reacciones extrapoladas, en el terreno político. La presidenta Cristina
Fernández habló de la Inquisición, infiltrada en este debate, y el senador
Miguel Ángel Pichetto, jefe de la bancada oficial, encontraba ecos de la
mentalidad nazi en el tema de la objeción de conciencia.
En ese contexto, parecía que el
proceso respondía a un plan demoníaco. Los partidarios de la ley se sentían
llevados a un terreno mágico, supersticioso, de ultratumba, donde
no vencen las razones sino los
temores. Por eso, mirando hacia delante, diría que en casos similares los
textos de los obispos deberían ser revisados por expertos en medios, de modo
que la belleza de la verdad, más que la podredumbre de la mentira, sea
siempre un signo de esperanza.
Cuando en 1870 le fueron arrebatados al Papa los Estados Pontificios, Pío IX
excomulgó a los responsables de ese atropello y se negó a todo diálogo con los
adversarios, que proponían diversas formas de arreglo. El
“No podemos” negociar resultó un
signo de falta de esperanza. Un siglo después, Pablo VI, al recordar aquellos
sucesos, reconoció allí la acción de la Providencia, que había
liberado a la Iglesia de sus
dominios temporales, ya que ésta carecía de la capacidad de desprenderse de
ellos en forma espontánea. Convirtió el signo de desesperación en signo de
esperanza, proceso ya iniciado por Pío XI mediante los Pactos de Letrán, en
1929. Como vemos, la lectura profética de los signos de los tiempos es más que
una interpretación histórica o sociológica de los hechos. Constituye incluso
una recreación de lo sucedido en tiempos pasados. Lo negativo adquiere una
dimensión positiva a la luz de la fe. Los mártires, comenzando por Jesús,
tuvieron una muerte horrible. Pero en la liturgia, la Iglesia convierte esos
martirios en testimonios de fe y motivos de alegría.
Con la ley de matrimonio igualitario
no perdió la Iglesia. Perdimos todos. Pero el mundo no se viene abajo, como no
se derrumbó después de la ley de divorcio. No añoremos lo que había antes.
Releamos creativamente este signo de los tiempos. Continuemos mejorando la
calidad de vida. Seamos solidarios con quienes padecen situaciones adversas, como la pobreza, la enfermedad o la
soledad. Y pensemos cómo podríamos ayudar a las personas homosexuales a
sentirse más cerca de Dios. Ahora se sienten más lejos de la Iglesia. Pero
cuando se apaguen los ruidos del enfrentamiento, vendrán “parejas” a pedir una
bendición.
En realidad, si se bendicen las
armas, bien podemos bendecir personas, aunque no sea fácil encontrar las
palabras adecuadas. Qué lugar podríamos darles en nuestras actividades
constituye un desafío a la imaginación. Pero a pesar de todos los obstáculos,
no perdamos la alegría de anunciar el Evangelio de las Bienaventuranzas y de
contagiar
con esa alegría a los que se sienten
lejos de nosotros.
El autor, jesuita, es profesor de
Doctrina Social de la Iglesia.