EVANGELIO
Lc 4, 21-30
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas.
Después
que Jesús predicó en la sinagoga de Nazaret, todos daban testimonio a
favor de él y estaban llenos de admiración por las palabras de gracia
que salían de su boca. Y decían: "¿No es éste el hijo de José?". Pero él
les respondió: "Sin duda ustedes me citarán el refrán: 'Médico, sánate a
ti mismo'. Realiza también aquí, en tu patria, todo lo que hemos oído
que sucedió en Cafarnaúm". Después agregó: "Les aseguro que ningún
profeta es bien recibido en su tierra. Yo les aseguro que había muchas
viudas en Israel en el tiempo de Elías, cuando durante tres años y seis
meses no hubo lluvia del cielo y el hambre azotó todo el país. Sin
embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una viuda de
Sarepta, en el país de Sidón. También había muchos leprosos en Israel,
en el tiempo del profeta Eliseo, pero ninguno de ellos fue sanado, sino
Naamán, el sirio". Al oír estas palabras, todos los que estaban en la
sinagoga se enfurecieron y, levantándose, lo empujaron fuera de la
ciudad, hasta un lugar escarpado de la colina sobre la que se levantaba
la ciudad, con intención de despeñarlo. Pero Jesús, pasando en medio de
ellos, continuó su camino.
Palabra de Señor.
El relato que nos trae el Evangelio de hoy es continuación del que leímos el domingo pasado, en el cual, después de leer en la sinagoga de Nazaret un texto del libro profético de Isaías, Jesús se presentaba como el Mesías, el ungido o consagrado y enviado por Dios para darles una “buena noticia” de liberación a los pobres y oprimidos (Lucas 4, 14-21). Ahora el mismo Evangelio según san Lucas nos narra el conflicto que ocasionó entre Jesús y sus oyentes la falta de fe con que lo recibieron. Veamos cómo podemos aplicar a nuestra situación actual lo que nos dice hoy la Palabra de Dios.
Y decían: “¿No es éste el hijo de José?”
Esta pregunta de los paisanos de Jesús, que aparece varias veces en los Evangelios, corresponde a la incredulidad de quienes lo habían visto crecer en Nazaret como “el hijo del carpintero”, un ser humano común y corriente que había mantenido entre sus vecinos lo que hoy diríamos “un bajo perfil” y ahora se presentaba nada menos que como el Mesías prometido. Es curioso el contraste entre la actitud inicial y el comportamiento final de quienes escuchaban a Jesús. Primero, “todos le expresaban su aprobación y se admiraban de las palabras de gracia que salían de sus labios”, y poco después reaccionan ante lo que Jesús les dice: “Al oír esto, todos en la sinagoga se pusieron furiosos y, levantándose, lo empujaron fuera hasta un barranco del monte en donde se alzaba su pueblo, con intención de despeñarlo”.
La razón de este contraste parece ser la exigencia que le hacían sus oyentes de señales prodigiosas para creer, cuando el orden debido es al revés: es la disposición de fe la que hace posible experimentar la acción milagrosa del Señor. Algo parecido puede suceder entre nosotros. Podemos aceptar intelectualmente la palabra de Dios que encontramos en las Sagradas Escrituras, pero esto no basta. Necesitamos una disposición de fe para ponernos confiadamente en las manos de Dios sin exigirle que demuestre su poder.
Esta pregunta de los paisanos de Jesús, que aparece varias veces en los Evangelios, corresponde a la incredulidad de quienes lo habían visto crecer en Nazaret como “el hijo del carpintero”, un ser humano común y corriente que había mantenido entre sus vecinos lo que hoy diríamos “un bajo perfil” y ahora se presentaba nada menos que como el Mesías prometido. Es curioso el contraste entre la actitud inicial y el comportamiento final de quienes escuchaban a Jesús. Primero, “todos le expresaban su aprobación y se admiraban de las palabras de gracia que salían de sus labios”, y poco después reaccionan ante lo que Jesús les dice: “Al oír esto, todos en la sinagoga se pusieron furiosos y, levantándose, lo empujaron fuera hasta un barranco del monte en donde se alzaba su pueblo, con intención de despeñarlo”.
La razón de este contraste parece ser la exigencia que le hacían sus oyentes de señales prodigiosas para creer, cuando el orden debido es al revés: es la disposición de fe la que hace posible experimentar la acción milagrosa del Señor. Algo parecido puede suceder entre nosotros. Podemos aceptar intelectualmente la palabra de Dios que encontramos en las Sagradas Escrituras, pero esto no basta. Necesitamos una disposición de fe para ponernos confiadamente en las manos de Dios sin exigirle que demuestre su poder.
«Les aseguro, ningún profeta es bien mirado en su tierra».
Esta aseveración de Jesús se ha convertido en un refrán precisamente porque expresa una realidad continuamente verificable en la vida cotidiana. No resulta fácil para quienes han visto crecer a alguien desde su infancia y han conocido su familia, todavía menos si es pobre y humilde, reconocer después en esa persona algo más de lo que se supone que debería ser por su origen. No pueden ver más allá de las apariencias y prejuicios, y por eso se resisten a creer en ella.
Jesús, presentándose a sí mismo como un profeta, es decir, como quien habla en nombre de Dios (que es lo que significa este término), evoca a dos profetas del Antiguo Testamento, conocidos por lo que se cuenta de ellos en los libros I y II de los Reyes. Se trata de Elías y su discípulo Eliseo, quienes vivieron en el siglo VIII antes de Cristo y fueron rechazados por sus coterráneos porque su mensaje les resultaba incómodo. Elías y Eliseo se habían opuesto a la idolatría que pretendía poner la divinidad al servicio de intereses egoístas de poder terrenal, lo cual llevaba inevitablemente a situaciones de injusticia social. En este sentido, aquellos dos profetas habían invitado a los habitantes de Israel a creer en el Dios único creador de todo el universo, que no abandona a sus hijos que confían en él y ajustan su comportamiento a las exigencias de justicia y de opción por los oprimidos que exige esa misma fe. Sin embargo, mientras sus propios paisanos los rechazaban, los extranjeros acogían sus enseñanzas al reconocerse necesitados de salvación, y por eso pudieron experimentar en sus vidas la acción transformadora de Dios.
La primera lectura de este domingo, tomada del libro de Jeremías (1, 4-5-17-19), nos presenta la vocación o llamamiento que recibió este otro profeta de parte de Dios para cumplir con una misión que ciertamente no seria fácil de realizar, sino que encontraría resistencias e incomprensiones, y en este sentido tanto Jeremías como los demás profetas del Antiguo Testamento son prefiguraciones de lo que iba a suceder con Jesús.
Esta aseveración de Jesús se ha convertido en un refrán precisamente porque expresa una realidad continuamente verificable en la vida cotidiana. No resulta fácil para quienes han visto crecer a alguien desde su infancia y han conocido su familia, todavía menos si es pobre y humilde, reconocer después en esa persona algo más de lo que se supone que debería ser por su origen. No pueden ver más allá de las apariencias y prejuicios, y por eso se resisten a creer en ella.
Jesús, presentándose a sí mismo como un profeta, es decir, como quien habla en nombre de Dios (que es lo que significa este término), evoca a dos profetas del Antiguo Testamento, conocidos por lo que se cuenta de ellos en los libros I y II de los Reyes. Se trata de Elías y su discípulo Eliseo, quienes vivieron en el siglo VIII antes de Cristo y fueron rechazados por sus coterráneos porque su mensaje les resultaba incómodo. Elías y Eliseo se habían opuesto a la idolatría que pretendía poner la divinidad al servicio de intereses egoístas de poder terrenal, lo cual llevaba inevitablemente a situaciones de injusticia social. En este sentido, aquellos dos profetas habían invitado a los habitantes de Israel a creer en el Dios único creador de todo el universo, que no abandona a sus hijos que confían en él y ajustan su comportamiento a las exigencias de justicia y de opción por los oprimidos que exige esa misma fe. Sin embargo, mientras sus propios paisanos los rechazaban, los extranjeros acogían sus enseñanzas al reconocerse necesitados de salvación, y por eso pudieron experimentar en sus vidas la acción transformadora de Dios.
La primera lectura de este domingo, tomada del libro de Jeremías (1, 4-5-17-19), nos presenta la vocación o llamamiento que recibió este otro profeta de parte de Dios para cumplir con una misión que ciertamente no seria fácil de realizar, sino que encontraría resistencias e incomprensiones, y en este sentido tanto Jeremías como los demás profetas del Antiguo Testamento son prefiguraciones de lo que iba a suceder con Jesús.
Jesús se abrió paso entre ellos y se alejó
Este desenlace del relato del Evangelio de hoy nos pone de presente la autoridad de Jesús, distinta del falso poder de los milagreros o magos obradores de prodigios espectaculares. Una de las características de Jesús es su libertad frente a quienes lo criticaban, concretamente los líderes religiosos de aquel tiempo, los engreídos doctores de la Ley, que seguramente fueron quienes azuzaron al pueblo para llevarlo al despeñadero. Jesús iba a entregar más tarde su vida como consecuencia del rechazo de quienes se oponían a sus enseñanzas, pero lo iba a hacer con plena libertad, en el momento en que él lo decidiera. Esto es lo que parece querer mostrar el evangelista.
Con este ejemplo de libertad, Jesús nos invita a no dejarnos llevar por la búsqueda de una aceptación de los demás renunciando a nuestros principios y convicciones, a nuestros deberes éticos y a las implicaciones de confrontación que muchas veces nos exige la misión que cada no de nosotros tiene que cumplir en la vida. Pidámosle entonces al Señor que nos dé siempre la energía del Espíritu Santo para asumir nuestros deberes con valentía hasta las últimas consecuencias.-
Este desenlace del relato del Evangelio de hoy nos pone de presente la autoridad de Jesús, distinta del falso poder de los milagreros o magos obradores de prodigios espectaculares. Una de las características de Jesús es su libertad frente a quienes lo criticaban, concretamente los líderes religiosos de aquel tiempo, los engreídos doctores de la Ley, que seguramente fueron quienes azuzaron al pueblo para llevarlo al despeñadero. Jesús iba a entregar más tarde su vida como consecuencia del rechazo de quienes se oponían a sus enseñanzas, pero lo iba a hacer con plena libertad, en el momento en que él lo decidiera. Esto es lo que parece querer mostrar el evangelista.
Con este ejemplo de libertad, Jesús nos invita a no dejarnos llevar por la búsqueda de una aceptación de los demás renunciando a nuestros principios y convicciones, a nuestros deberes éticos y a las implicaciones de confrontación que muchas veces nos exige la misión que cada no de nosotros tiene que cumplir en la vida. Pidámosle entonces al Señor que nos dé siempre la energía del Espíritu Santo para asumir nuestros deberes con valentía hasta las últimas consecuencias.-
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