Estando cerca la Pascua de los judíos, Jesús subió a Jerusalén, y encontró en el templo a los vendedores de novillos, ovejas y palomas, y a otros sentados en sus puestos cambiando dinero. Entonces hizo un azote de cuerdas y los expulsó a todos del templo, lo mismo que a los novillos y las ovejas, y tiró al suelo las monedas de los que cambiaban dinero y les volcó las mesas. Y a los que vendían las palomas les dijo: “¡Quiten esto de aquí! ¡No sigan haciendo de la casa de mi Padre un mercado!”. Sus discípulos se acordaron de lo que está escrito: “El celo por tu casa me devorará”.
Las autoridades judías se dirigieron a Jesús y le dijeron: “¿Qué prueba nos das de que tienes derecho a hacer esto?” Jesús les respondió. “Destruyan este santuario, y en tres días lo reconstruiré”. Las autoridades judías le replicaron: “Cuarenta y seis años llevan restaurando este santuario, ¿y tú lo vas a reconstruir en tres días?” Pero el santuario del que hablaba era su cuerpo. Así pues, cuando Jesús resucitó de entre los muertos, sus discípulos cayeron en la cuenta de que a eso se refería y dieron fe a la Escritura y a las palabras que había dicho Jesús (Evangelio según san Juan 2, 13-22).
El 9 de noviembre la liturgia conmemora la dedicación de la Basílica de Letrán, la más antigua de Roma y de la Iglesia. El nombre de Basílica, que en griego significa Casa del Rey, lo llevan algunos templos a los que el Papa les concede ese honor. El Palacio de Letrán -preexistente a la iglesia-, que había pertenecido a una familia noble romana de nombre Laterani, le fue donado por el emperador romano Constantino, convertido al cristianismo, al Papa san Silvestre (314-355), quien lo consagró como templo católico el 9 de noviembre del año 324, y desde entonces se constituyó en Catedral del Papa como Obispo de Roma, y como tal fue su sede (o su cátedra -de donde proviene la palabra catedral-) hasta el siglo XIV en que los Papas se trasladaron al Vaticano, después de haber estado la residencia papal en la ciudad francesa de Avignon entre los años 1309 y 1377.
En su entrada se lee: Madre y Cabeza de toda las Iglesias de la Ciudad y del Mundo. Aunque inicialmente fue dedicada al Divino Salvador, hoy se llama Basílica de San Juan de Letrán porque tiene dos capillas dedicadas respectivamente a san Juan Bautista y a san Juan Evangelista. En la edificación contigua llamada Palacio de Letrán, que fue la residencia papal en Roma antes del traslado de los papas al Vaticano, se celebraron cinco Concilios (reuniones de los obispos de todo el mundo). Hoy en el Palacio de Letrán vive el Vicario Episcopal de Roma, un Arzobispo delegado por el Papa para el gobierno de su Catedral-Basílica de San Juan de Letrán. Para celebrar su dedicación, la liturgia propone varios textos bíblicos relacionados con el tema del templo: Ezequiel 47, 1-12; Salmo 46 (45); 1 Corintios 3, 9-17 y Juan 2, 13-22.
1. ¡No sigan haciendo de la casa de mi Padre un mercado!
El Templo de Jerusalén era para los judíos el lugar de la presencia de Dios. En él se guardaba el Arca de la Alianza, un cofre con los diez mandamientos promulgados doce siglos antes en el monte Sinaí. Un primer templo, edificado por el rey Salomón hacia el siglo X a.C., había sido arrasado en el año 587 bajo el imperio babilónico de Nabucodonosor. El segundo templo, al que se refiere el profeta Ezequiel en la primera lectura, fue construido en el mismo sitio por Zorobabel, descendiente de Salomón, del 520 al 515 a. C., después del cautiverio de los judíos en Babilonia. Unos 5 siglos más tarde el rey Herodes el Grande había iniciado su reconstrucción con mayor esplendor, En tiempos de Jesús todavía continuaba su restauración, y unos 40 años después, en el 70, iba a ser incendiado por el ejército romano, quedando en pie sólo lo que existe hoy con el nombre de “Muro de las Lamentaciones”.
El Evangelio nos muestra la actitud tajante de Jesús contra toda forma de comercio de la religión. Hoy podría repetirse este mismo episodio en muchos lugares en los cuales se trafica con la fe religiosa, tanto dentro del catolicismo como de otras confesiones religiosas cristianas y no cristianas. “El celo por tu casa me devorará”, dice el texto de Juan citando el verso 9 del Salmo 69 (68); en los otros tres Evangelios (Mt 21, 12-13; Mc 11, 15-18; Lc 19, 45-46), Jesús les dice a los mercaderes, evocando al profeta Isaías (57, 9), “Mi casa es casa de oración”, y agrega: “y ustedes la han convertido en cueva de ladrones”. Estas mismas palabras pueden ser aplicadas a las formas de mercadeo religioso que encontramos con frecuencia cuando se considera la relación con Dios como un asunto de compraventa, y no pocos mercachifles se aprovechan de la credulidad ingenua de muchos para explotarlos, especialmente a los pobres. Por eso el Evangelio nos interpela de manera especial a quienes tenemos la misión de hacer de la Iglesia un espacio en el que tenga lugar la verdadera relación con Dios, que “ni se compra ni se vende”.
2. Destruyan este santuario, y en tres días lo reconstruiré
Esta referencia de Jesús a su muerte y resurrección después de expulsar a los mercaderes del templo se encuentra únicamente en el relato del Evangelio de Juan, y el propio evangelista explica a renglón seguido su significado: “el santuario del que hablaba era su cuerpo”.
Pues bien, así como Jesús considera su cuerpo el lugar de la presencia de Dios (Él es el “Emmanuel”, el “Dios-con-nosotros”, como había dicho Isaías refiriéndose al Mesías), también nosotros podemos reconocer en la Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo, la continuación de esa misma presencia en la historia humana, una presencia que se actualiza especialmente en el sacramento de la Eucaristía, lugar por excelencia de la acción salvadora de Dios que llega hasta cada uno de nosotros.
3. Ustedes son el templo de Dios, y el Espíritu de Dios habita en ustedes
San Agustín recomienda: “Cuando recordemos la consagración de un templo, pensemos en aquello que dijo san Pablo (segunda lectura de hoy): Cada uno de nosotros es un templo del Espíritu Santo. Conservemos nuestra alma bella y limpia, como le agrada a Dios que sean sus templos santos”. A la luz de esta reflexión, y específicamente al recibir a Cristo resucitado en la Eucaristía, preguntémonos: ¿Qué he hecho, que estoy haciendo, qué debo hacer para vivir como un auténtico templo de Dios?
Para ser verdaderos santuarios de Dios, es preciso que el Espíritu Santo nos llene de Dios mismo, que es Amor, y expulse de nuestros corazones toda forma de egoísmo, de odio, de rencor, de envidia, todo aquello que en nuestras actitudes y comportamientos se oponga a Él. Por tanto, terminemos esta reflexión con la plegaria que nos invita a hacer la liturgia para invocar al Espíritu de Dios: Ven Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en nosotros el fuego de tu amor.-
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