Evangelio del domingo 12 de junio del 2011
(Jn 20,19-23): Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estando cerradas, por miedo a los judíos, las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: «La paz con vosotros». Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron de ver al Señor. Jesús les dijo otra vez: «La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío». Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos».
Todo es miedo y desesperanza al caer la tarde, hay un dejo de opresión en todos.
La escena se transforma en un instante cuando aparece Jesús resucitado: Él les da la paz y ellos se llenan de alegría. Para que no quede lugar a dudas les muestra las heridas de los claves en sus manes y la abertura que ha dejado la lanza en su costado. La paz, la alegría y la seguridad son las primeras consecuencias de la presencia de Jesús. Todo podía haber terminado ahí: una vez recuperada la tranquilidad, quedarse todos juntos como buenos amigos celebrando la resurrección de Jesucristo y gozando de su compañía. Pero Jesús añade unas palabras que abren una nueva perspectiva a la vida de sus discípulos: "Como el Padre me envió, así los envío yo a ustedes". Los apóstoles no tienen que quedarse encerrados, sino que tienen que salir al mundo: para eso son enviados como el mismo Jesús fue enviado por el Padre. Jesús no era de este mundo, pero Dios, por el gran amor que tiene a los hombres. lo envió para que nos hiciera conocer al Padre y nos llevara hacia Él, para que nos liberara de la esclavitud del pecado y nos hiciera hijos de Dios, para que nos quitara el temor de la muerte y nos hiciera gozar de la vida eterna. Jesús envía ahora a sus discípulos para que continúen con la misma misión. Es la misma misión originada en el mismo amor de Dios. Pero Cristo pudo llevarla a cabo porque estaba unido con el Padre: Él dijo claramente: "Yo y el Padre somos uno'• Jesús contaba con la vida y con la fuerza divina para realizar esta obra de salvar a los hombres. Los discípulos podrán decir: "Esta no es una obra que esté a nuestro alcance. No tenemos fuerzas suficientes". Por esta razón Jesús sopló sobre ellos y dijo: "Reciban el Espíritu Santo". Cuando Dios creó al primer hombre, sopló sobre él y de una estatua de barro se formó un hombre viviente. El soplo de Dios es vida, y puede vivificar un trozo de barro.
EL ESPIRITU SANTO
A estos discípulos débiles y frágiles como el barro, Jesús los transforma soplando sobre ellos la vida de Dios. El Espíritu Santo que ellos reciben en ese memento es uno solo con el Padre y con el Hijo: es una persona de la Trinidad y representa la Vida, la Fuerza, el Amor de Dios. Así como el Padre nos dio a su Hijo como Redentor, ahora entrega al Espíritu Santo para que dé vida, fuerza y amor a los creyentes. El Espíritu Santo es dado para que actúen. Por eso, de todas las obras que tienen que realizar los discípulos enviados por Jesús, en el Evangelio se menciona una sola que parece ser la que de ninguna manera puede ser llevada a cabo por un simple hombre, la de perdonar los pecados. pecados, sino solamente Dios?", dijeron una vez aquellos hombres que oyeron a Jesús perdonando los pecados. Ahora Jesús les concede este poder a los hombres, lo que equivale a decir que les está otorgando el poder de hacer cosas que solamente pueden ser hechas por Dios. Y si algunos hombres pueden perdonar los pecados es porque han recibido este Espíritu Santo que es el mismo Dios. El Espíritu de Dios, el Espíritu Santo que da vida al barro, es el único capaz de envolver a un pecador y convertirlo en un Santo. Cuando los hombres perdonamos a nuestros hermanos lo hacemos olvidando las ofensas o los delitos que los otros han cometido. En cambio cuando Dios perdona hace mucho más que olvidar: transforma al delincuente en un hombre justo, el fuego de Dios hace desaparecer totalmente el pecado cometido, es un nuevo acto de creación, es como comenzar a existir otra vez. Tenían razón los que decían: "¿Quién puede perdonar los pecados sino solamente Dios?", porque los hombres que pueden perdonar los pecados lo hacen una vez que han recibido el Espíritu Santo, que actúa en estos hombres para que de distintas maneras perdonen los pecados administrando los Sacramentos y anunciando la palabra de Dios en la Iglesia. Sabemos que esos discípulos que unos mementos antes estaban encerrados, llenos de miedo, quedaron transformados al recibir el Espíritu Santo. Olvidaron el temor y la tristeza, y con valor y alegría salieron a cambiar el mundo anunciando el Evangelio por todas partes. Ni las amenazas, ni las cárceles, ni las torturas y el martirio fueron suficientes para hacerlos callar porque hablaban y actuaban impulsados por el Espíritu Santo que es fuerza, vida y amor de Dios.
ENVÍA SENOR TÚ ESPIRITU
Si miramos a nuestro alrededor no será difícil descubrir que muchos viven como los discípulos de Jesús en los primeros días después de la crucifixión del Señor. Algunos viven encerrados por temor. Los discípulos habían sido testigos del juicio en el que Jesús fue condenado a muerte y ahora tenían miedo de que también a ellos les pudiera suceder lo mismo. Por eso no salen a la calle, no hablan en público, no se muestran ni se dan a conocer. En la actualidad ese mismo temor existe en muchos que se llaman cristianos. Temen las burlas o las falsas acusaciones, temen ser perseguidos por vivir cristianamente, temen perder la seguridad que les da el vivir de acuerdo con un mundo que no se comporta de acuerdo con la voluntad de Dios. Este temor les hace asumir actitudes contradictorias, opuestas al nombre de cristiano. Reducen su vida cristiana a todo lo que es oculto, a lo que se hace en el secrete del corazón o en la penumbra de una iglesia. Pero en la vida cotidiana nada hacen que los pueda hacer aparecer como discípulos de Jesús. Otros viven sumergidos en la tristeza. Los acontecimientos de la vida, los sufrimientos personales, las noticias de lo que pasa en el mundo, los temores de lo que puede pasar en el futuro, tienen tanta fuerza que han logrado apagar en ellos la alegría cristiana. Siempre viven tristes, todo lo juzgan negativamente y el pesimismo parece ser la norma por la que se rigen para pensar, hablar y actuar. Y por último están aquellos que viven totalmente desorientados. Ante las circunstancias adversas que les ha tocado vivir o ante algún fracaso que se les ha presentado, ya no saben para donde mirar. Todo les parece oscuro y difícil, no encuentran el camino e ignoran el valor que puede tener la vida, el trabajo o cualquier otra cosa que tengan que realizar. El temor, la tristeza y la desorientación se disipan con la presencia de Cristo resucitado. El evangelio nos dice que los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor. El mismo Jesús les dijo por dos veces que les daba la paz. Esa paz que significa tranquilidad, felicidad, plena posesión de todas las bendiciones que Dios ha prometido a los hombres. Pero sobre todo desaparece el temor, la tristeza y la desorientación cuando Cristo otorga el Espíritu Santo. El soplo de Dios tiene tal fuerza que puede hacer desaparecer los temores, las tristezas y las desorientaciones de los hombres, y en su lugar crea seguridad, alegría, firmeza y decisión.
EL BARRO QUE SE TRANSFORMA
Los que no se atreven a manifestarse como cristianos porque tienen miedo al "qué dirán'' o a las reacciones de los demás, aquellos que no se animan a asumir una actitud plenamente cristiana porque se sienten muy cómodos en su tibieza o en su pecado, los que no se atreven a sufrir por Cristo, tienen que pedir insistentemente que se les conceda la gracia de recibir el Espíritu Santo en esta fiesta de Pentecostés. El Espíritu Santo los llenara de una fuerza desconocida que los transformará como transformó a los Apóstoles. También los tristes deben pedir la venida del Espíritu Santo porque así sentirán que su tristeza se convierte en alegría. El Espíritu Santo les hará ver que el dolor, el sufrimiento y la misma muerte no carecen de sentido para un cristiano. Cuando Jesús se manifestó resucitado a sus discípulos les mostró ante todo las llagas de sus manes y la herida del costado: a partir de ese momento los discípulos comprendieron que lo que ellos habían interpretado como un fracaso, ante los ojos de Dios era un triunfo; que los dolores y la muerte son como un camino por el cual Dios nos hace ir hacia la gloria de la resurrección. Si para los hombres sin fe el dolor carece de sentido, para quien cree en la resurrección de Jesús los sufrimientos tienen valor porque se unen a los sufrimientos de Cristo en la cruz. Dicho de otra forma, el cristiano no puede pensar en el sufrimiento sin pensar al mismo tiempo en la gloria y la alegría de la resurrección. Y esto mismo es lo que hace encontrar el rumbo a los desorientados. El Espíritu Santo nos hace hijos de Dios y al mismo tiempo nos hace tomar conciencia de nuestra condición de hijos. Es el mismo Espíritu el que en nuestro interior nos mueve para que recemos y podamos invocar a Dios como Padre. El Espíritu Santo enriquece nuestra vida, nos hace valorar nuestro trabajo, nos hace tomar en consideración la vida de los demás.
ENVIADOS COMO JESÚS
El soplo de Dios es capaz de transformar una estatua de polvo en un hombre viviente, puede cambiar a los débiles y temerosos discípulos en ardientes e intrépidos misioneros que llegan a derramar su propia sangre por anunciar el Evangelio. El Espíritu Santo provoca en nosotros un nuevo nacimiento haciéndonos nacer como hijos de Dios; se puede decir que recibir el Espíritu Santo es como ser creados de nuevo. Si el Espíritu Santo nos da una nueva vida esto significa que nos da también un nuevo dinamismo. Al recibir al Espíritu nos comprometemos en la misma misión de Cristo: así como el Padre lo envió a Él, ahora somos enviados nosotros. El amor de Dios nos impulsa por medio del Espíritu para que salgamos a transformar el mundo. Todo lo que el Espíritu Santo hizo en el grupo de los Apóstoles, ahora lo vuelve a realizar en nosotros, pero a través de nosotros lo quiere hacer en todo el mundo. A un mundo envejecido, desilusionado y triste hay que llevarle la presencia del Espíritu Santo para que lo rejuvenezca, le de nueva fuerza y alegría. Pero para eso hacen falta apóstoles dinámicos y valientes, testigos de Cristo que vivan bajo la fuerza del Espíritu, y no estatuas de barro que se deshagan ante la primera contrariedad.
EL ESPÍRITU Y NUESTRA MISIÓN
La donación del Espíritu Santo no se limita al memento en que lo recibieron los apóstoles en la tarde del primer domingo de resurrección. Jesús sigue entregando el Espíritu a su Iglesia, y este Espíritu hace que los cristianos lleguen a ser testigos. La fuerza del Espíritu, obrando en los hombres, les hace sentir y experimentar la presencia de Dios y el amor del Padre expresado en Cristo para que todos puedan hablar de lo que “han visto y oído", y actuar como verdaderos testigos y no como repetidores de cosas aprendidas en los libros o dichas por otros. El Espíritu Santo actúa en los cristianos para hacerlos verdaderos evangelizadores, y también despliega su fuerza en la Iglesia y en sus ministros para que mediante los sacramentos puedan hacer renacer a los hombres a la vida divina y alimenten y acrecienten esa misma vida. Finalmente, la presencia del Espíritu que une con Cristo y con el Padre es la que mantiene unidos a los cristianos en una sola Iglesia y la que da impulses a los que están separados para que busquen la unidad. La fiesta de Pentecostés nos llama a reunirnos en torno a Jesús para que le pidamos insistentemente el Espíritu Santo. Pidamos el Espíritu Santo que nos capacite para ser evangelizadores, viviendo la vida de hijos de Dios y acompañando a los demás hombres para que lleguen a ser participantes de esa misma vida. Esto es lo que hizo Jesús y nos dejó como tarea a los cristianos. "Harán las mismas obras que yo he hecho, y las harán también mayores" dijo el Señor. Pidamos el Espíritu Santo que nos una con Dios y también entre nosotros. Pidamos ese Espíritu que haga cesar todas las divisiones entre los hijos de Dios. El Espíritu es el que da la unidad, y tenemos que disponernos para recibirla. Pidamos el Espíritu que reavive cada día más el ímpetu misionero de la Iglesia, para que todos los hombres puedan llegar a ser hijos de Dios. ¡Que el Espíritu Santo descienda abundantemente sobre toda la Iglesia para que no desfallezca en su misión de llevar una nueva vida al mundo entero!
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