EVANGELIO
Mc
9, 38-43. 45. 47-48
Evangelio
de nuestro Señor Jesucristo según san Marcos.
Juan
dijo a Jesús: "Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu
Nombre, y tratamos de impedírselo porque no es de los nuestros". Pero
Jesús les dijo: "No se lo impidan, porque nadie puede hacer un milagro en
mi Nombre y luego hablar mal de mí. Y el que no está contra nosotros, está con
nosotros. Les aseguro que no quedará sin recompensa el que les dé de beber un
vaso de agua por el hecho de que ustedes pertenecen a Cristo. Si alguien
llegara a escandalizar a uno de estos pequeños que tienen fe, sería preferible
para él que le ataran al cuello una piedra de moler y lo arrojaran al mar. Si
tu mano es para ti ocasión de pecado, córtala, porque más te vale entrar en la
Vida manco, que ir con tus dos manos al infierno, al fuego inextinguible. Y si
tu pie es para ti ocasión de pecado, córtalo, porque más te vale entrar lisiado
en la Vida, que ser arrojado con tus dos pies al infierno. Y si tu ojo es para
ti ocasión de pecado, arráncalo, porque más te vale entrar con un solo ojo en
el Reino de Dios, que ser arrojado con tus dos ojos al infierno, donde el
gusano no muere y el fuego no se apaga".
Palabra
del Señor.
En las
dos semanas pasadas Jesús nos ha anunciado el difícil mensaje de la Cruz. La fe
vivida con coherencia implica la disposición a aceptar persecuciones y, si
llega el caso, al sacrificio de la propia vida. Pero la disposición al martirio
no debe convertirse en los creyentes en victimismo, en cerrazón sectaria o en
un rigorismo pronto a condenar a los demás. Existe, en efecto, un rigorismo de
la fe que puede llevar al fanatismo, a la negación del distinto, a la disposición
a acabar violentamente con los “desviados”. Por desgracia, la historia ha sido
generosa en ejemplos de esta perversión de la experiencia religiosa, y hoy
mismo abundan los fundamentalismos, más prontos a matar que a dar la vida, pese
que algunos de estos matones se autodenominen “mártires”.
El
Evangelio de Jesús es, por el contrario, un espíritu de apertura que, sin
renunciar a las propias convicciones religiosas y morales, incluso estando
dispuesto a dar la vida por ellas, sabe descubrir las huellas del Dios en todo
el mundo. Es esta apertura la que nos enseña Jesús en el evangelio de hoy cuando,
de modo similar a lo que hace Moisés con Josué, corrige el exceso de celo de
Juan: no se debe impedir a otros hacer el bien en el nombre de Jesús, pues
quien “no está contra nosotros, está a favor nuestro”. Es verdad que en otros
momentos Jesús parece expresar casi lo contrario, cuando afirma que “el que no
está conmigo está contra mí” (Mt 12, 30 y Lc 11, 23). Pero esa contradicción es
sólo aparente, pues la verdadera cuestión es en qué consiste “estar con Jesús”.
No se puede entender este “estar con Jesús” como una actitud numantina, cerrada
y a la defensiva, excluyente y agresiva con toda forma de diversidad. Al
contrario, desde la experiencia del encuentro con Jesús y la confesión de él como
el Cristo, el creyente sale de sí hacia el mundo con un corazón nuevo y una
mirada transfigurada para ver las semillas del Verbo presentes en la creación,
para, como nos exhorta San Pablo, tener en cuenta “todo cuanto hay de verdadero, de
noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto es virtud y cosa digna de elogio” (Flp
4, 8), no para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él (Jn 3,
17), para buscar y rescatar lo que estaba perdido (cf. Lc 19, 10). Así pues, la
confesión del nombre de Jesús como el Mesías y el Salvador del mundo en el
altar de la Cruz produce un anuncio que no es una conquista, una campaña para
hacer prosélitos para el propio partido, esto es, para la propia parcialidad,
sino una proclamación de que el bien y la verdad y la belleza, y todo lo que de
positivo hay en el mundo, tienen una raíz (un Creador) y también una meta (un
Salvador) que ha venido a visitarnos y con el que podemos encontrarnos. Es un
anuncio que no violenta ni impone su verdad, sino que la propone desde el
respeto a la libertad de cada uno y desde el reconocimiento de la bondad presente
en cada ser humano, en cada pueblo y cultura. Sólo desde esa positividad se
pueden y deben denunciar las formas de maldad presentes también en el mundo, y
que impiden una plenitud, que ahora es posible precisamente porque la fuente
del bien y la verdad se ha encarnado y hecho cercano en Jesucristo. Este
espíritu de apertura y diálogo, que no impone sino que propone, ve en los otros
no sólo “destinatarios” de la misión, sino sobre todo “interlocutores” con los que
Dios, por medio de Jesús y de sus discípulos, quiere iniciar un diálogo. Porque
sólo de forma dialogal puede entenderse la revelación de un Dios que se nos ha
manifestado como Palabra que interpela nuestra libertad y nos llama a una
respuesta libre. El verdadero espíritu cristiano acepta y afirma que el bien no
es patrimonio exclusivo de nadie. Ni tan siquiera Jesús lo pretende, a tenor de
su corrección a Juan. Jesús no deja que sus discípulos hagan de él, el Maestro
bueno, una propiedad privada. Pero no siendo patrimonio exclusivo de nadie, no
por eso deja de tener una fuente y una raíz: un Dios (el único bueno), fuente
de todo bien y Padre suyo. Los cristianos tenemos que hacer nuestra la apertura
universal (católica) de Jesús, renunciando a poseerlo, pero siendo radicales en
la pertenencia a su persona, tratando de vivir como él vivió. Esta pertenencia
radical a Jesucristo, que se abre sin límites al bien presente por doquier, es
lo que nos hace entender la aparente intransigencia con toda forma de mal que
el mismo Jesús nos propone en la segunda parte del evangelio de hoy. El
contraste puede sorprendernos, pero no debe hacerlo, pues la pertenencia
radical a Cristo nos debe llevar a romper con toda forma de mal, aunque ello
nos parezca a veces, desde la lógica de este mundo, una pérdida dolorosa. Así
es como deben entenderse las llamadas a perder un ojo, una mano o un pie.
Porque la confesión de Jesús como el Cristo es la experiencia positiva del Bien
que nos viene al encuentro con rostro humano y que quiere alcanzar a todos
(apertura dialogal y universal), precisamente por eso hay que ser intransigente
con el mal, que es un espíritu de cerrazón y de exclusión. El que está
dispuesto a dar la vida por el Bien y la Justicia, por la fe en Jesucristo y en
Dios Padre, ese tiene que renunciar (a veces con dolor) a falsas promesas de
vida y felicidad que se alcanzan a costa del bien de los demás (el escándalo de
los pequeños y la explotación de los pobres que denuncia Santiago), y, en
realidad, a costa del propio y verdadero bien: el Reino de Dios en el que
merece la pena entrar tuerto o manco o cojo.
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