EVANGELIO
Mc 10, 2-16
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Marcos.
Se
acercaron a Jesús algunos fariseos y, para ponerlo a prueba, le
plantearon esta cuestión: "¿Es lícito al hombre divorciarse de su
mujer?". Él les respondió: "¿Qué es lo que Moisés les ha ordenado?".
Ellos dijeron: "Moisés permitió redactar una declaración de divorcio y
separarse de ella". Entonces Jesús les respondió: "Si Moisés les dio
esta prescripción fue debido a la dureza del corazón de ustedes. Pero
desde el principio de la creación, 'Dios los hizo varón y mujer'. 'Por
eso, el hombre dejará a su padre y a su madre, y los dos no serán sino
una sola carne'. De manera que ya no son dos, 'sino una sola carne'. Que
el hombre no separe lo que Dios ha unido". Cuando regresaron a la casa,
los discípulos le volvieron a preguntar sobre esto. Él les dijo: "El
que se divorcia de su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra
aquélla; y si una mujer se divorcia de su marido y se casa con otro,
también comete adulterio". Le trajeron entonces a unos niños para que
los tocara, pero los discípulos los reprendieron. Al ver esto, Jesús se
enojó y les dijo: "Dejen que los niños se acerquen a mí y no se lo
impidan, porque el Reino de Dios pertenece a los que son como ellos. Les
aseguro que el que no recibe el Reino de Dios como un niño, no entrará
en él". Después los abrazó y los bendijo, imponiéndoles las manos.
Palabra del Señor.
“De manera que ya no son dos, sino una sola
carne”
La doctrina de Jesús
sobre el matrimonio constituye un ideal propuesto a todas las parejas que
deciden unirse en un proyecto de vida común para formar una familia. Se trata
del ideal de una unidad indisoluble, expresado en la frase con la que Jesús
evoca la unión del primer varón con la primera mujer en el relato del libro del
Génesis (2, 18-24), del cual está tomada la 1ª lectura de este domingo: “ya
no son dos, sino una sola carne”. Cuando el matrimonio corresponde a una
decisión madura y responsable de los contrayentes- tal unidad es la expresión
de una completa entrega mutua por amor.
Por eso el sacramento
del matrimonio, signo sensible de la presencia y la acción salvadora de Dios en
el amor conyugal del varón y la mujer, no puede reducirse al rito en el que los
novios se convierten en esposos al expresar su consentimiento. La realización
de lo que significa el sacramento como tal sólo puede darse en verdad cuando
ambos cónyuges, a lo largo de su vida en pareja, manifiestan un auténtico
testimonio de amor en la mutua entrega.
“Lo que Dios unió no debe separarlo el
hombre”
¿Cómo aplicar esta
doctrina de Jesús a las circunstancias de la vida moderna? Para responder hay
que tener en cuenta dos tipos de situaciones.
Por una parte, la de
los matrimonios que se celebraron por el rito sacramental y sin embargo han
llegado a convertirse en un infierno y se mantienen artificialmente, no
propiamente por el amor -que ya no existe o nunca existió-, sino por guardar
las apariencias. En estos casos resulta preferible una separación, y en este
sentido la verdad de la afirmación de Jesús sigue vigente, pues lo que dice es
que no separe el ser humano aquello que Dios ha unido, es decir, la unión que
haya sido válida y que, como tal, tenga las condiciones necesarias y suficientes
para ser perdurable.
Y por otra, lo poco
que duran muchos matrimonios, en un ambiente de facilismo y superficialidad en
el que impera el rechazo a cualquier compromiso durable. A este respecto el
mensaje de Jesús nos invita a reafirmar el valor de la unión sacramental entre
el varón y la mujer como un acto de protesta contra el imperio del “bótese
después de usado”, propio de la mentalidad consumista que lleva a considerar y
tratar como desechables no sólo los artículos que ofrece el mercado, sino
también a las personas, reducidas a objetos para el disfrute egoísta y
pasajero.
“Quien se divorcia y se casa con otra -o con
otro- comete adulterio”
¿Cómo entender hoy
esta otra afirmación de Jesús en el Evangelio, cuando el divorcio y la
realización de un nuevo matrimonio con otra persona han llegado a convertirse
en algo corriente?
En la Iglesia
Católica el sacramento del matrimonio es indisoluble, y para que sea válido
deben darse las condiciones requeridas. Si se comprueba que alguna de tales
condiciones no se cumplía en el momento de celebrar el rito, puede ser
declarado nulo, y esto es a lo que se le suele llamar “anulación”, una palabra
poco precisa porque la sentencia de nulidad no “anula” una validez que ya existía,
sino declara que no hubo un verdadero matrimonio en el momento de la
realización del rito. Las causales de nulidad del matrimonio católico están
formuladas en el Derecho Canónico de la Iglesia.
El divorcio, en
cambio, consiste en la disolución jurídica del vínculo matrimonial, que es
posible para los matrimonios civiles e incluso también para otros tipos de
matrimonio religioso, como es el caso por ejemplo del matrimonio judío, al que
se refiere la pregunta de los fariseos en el relato del Evangelio.
Ahora bien,
sólo Dios puede juzgar en definitiva la conciencia humana. Por eso, para
determinar si quien se divorcia y se casa con otra u otro comete o no el pecado
de adulterio, es decir, de infidelidad con respecto a su pareja anterior, hay
que remitirse al fuero interno de la conciencia de las personas, y del juicio
de Dios que trasciende las prescripciones institucionales y legales.
El matrimonio, como otras relaciones interpersonales, está claramente fundamentado en la verdad. Resulta tan evidente, que de ordinario no necesitan los que van a contraer hacer declaraciones oficiales sobre la veracidad de sus promesas, de sus proyectos, de su amor. El matrimonio presupone de suyo la lealtad: una lealtad entre esposos; es decir, exclusiva y permanente. Los que van a contraer matrimonio saben que se sienten amados con amor esponsal y que ese amor será para siempre y sólo entre los dos. Si no fuera así, no sería un amor entre esposos, no sería un amor matrimonial. Por eso en las nupcias –cuando comienzan a estar casados– se comprometen formalmente para vivir de por vida un amor conyugal exclusivo.
El matrimonio, pues, no es algo difícil de entender: es la unión esponsal indisoluble de una mujer y un hombre. ¡Cuántos malos entendidos se pueden dar, sin embargo, entre los casados! Ese amor intenso y con unos compromisos tan claramente definidos el día de la boda, con demasiada frecuencia se desdibuja en algunos matrimonios al pasar un tiempo. Bastaría, en efecto, la sencilla actitud de un niño para traer nuevamente al pensamiento y al corazón de los casados la franca realidad en la que están comprometidos.
No es éste –desde luego– el momento de pormenorizar el contenido del vínculo matrimonial, ni su fuerza, ni la responsabilidad de mantenerlo que pesa sobre marido y mujer. Limitémonos, por tanto, a implorar la luz del cielo sobre todos los esposos, en especial sobre los esposos cristianos, para que comprendan con una renovada evidencia la permanente verdad de este sacramento grande, que así llama san Pablo al matrimonio. Que tengan la misma claridad que brilla en la mirada inocente de los niños, que les lleva a reconocer las cosas sencillamente como son. A reconocer que no se puede romper con el tiempo un compromiso que se fundó indisoluble, con el poder de Dios, y fue querido así –indisoluble– para siempre. A reconocer que siempre será malo y condenable faltar al compromiso de fidelidad exclusiva del amor, por tedioso que pueda resultar con el paso del tiempo, o por fuertes que sean otros atractivos que se presenten.
Es dura, sin duda, la carga en el matrimonio cristiano, y casi todo el peso deben llevarlo los esposos. Han de desechar, sin embargo, el pensamiento de que es una tarea insoportable si se pretende vivir con la generosidad que quiere la Iglesia, también cuando se presentan circunstancias de una especial e imprevista dificultad. No olvidemos que Dios no pide a los hombres lo imposible. Los esposos tienen, para cada momento de su vida matrimonial, la luz y la fuerza para agradar a Dios. En sus vidas de casados –lo mismo que en la vida, sin considerar el matrimonio, de cualquier hombre y de cualquier mujer– habrá sin duda temporadas más difíciles, incluso con resultados menos perfectos de lo debido, quizá con objetivos sin cumplir. Pero ninguno debemos olvidar, que lo que Dios Nuestro Señor espera de sus hijos los hombres, no es tanto un resultado agradable a nuestros ojos, cuanto nuestro amor, manifestado en el deseo sincero –que quiere manifestarse en obras– de cumplir su voluntad.
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