Domingo XXIII del tiempo ordinario - Ciclo C - (8 de septiembre de 2013)
Mucha gente seguía a Jesús; y él se volvió y dijo: -Si alguno viene a mí y no me ama más que a su padre, a su madre, a su esposa, a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, y aun más que a sí mismo, no puede ser mi discípulo. Y el que no toma su propia cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo. Si alguno de ustedes quiere construir una torre, ¿acaso no se sienta primero a calcular los gastos, para ver si tiene con qué terminarla? De otra manera, si pone los cimientos y después no puede terminarla, todos los que lo vean comenzarán a burlarse de él diciendo: 'Este hombre empezó a construir y no pudo terminar.' O si algún rey tiene que ir a la guerra contra otro, ¿no se sienta primero a calcular si con diez mil soldados puede hacer frente a quien va a atacarlo con veinte mil? Y si no puede hacerle frente, cuando el otro esté aún lejos le mandará mensajeros a pedir la paz. Así pues, cualquiera de ustedes que no deje todo lo que tiene, no puede ser mi discípulo. (Lucas 14, 25-33).
En el Evangelio de este domingo Jesús plantea las exigencias que implica la decisión de seguirlo. Tratemos de aplicar este texto del Evangelio a nuestra vida, teniendo en cuenta también las otras lecturas bíblicas de la liturgia eucarística de hoy: Sabiduría 9, 13-18; Salmo 90 (89); Carta de san Pablo a Filemón 9b-10. 12-17.
1. La verdadera sabiduría
En el lenguaje bíblico la sabiduría es entendida como la capacidad de identificar y emplear lo smedios que más y mejor puedan conducirnos a cumplir la voluntad de Dios y así alcanzar la verdadera felicidad, que es el fin último para el cual fuimos creados. Dios quiere que cada persona llegue a ser plenamente feliz, viviendo en armonía con su propia conciencia, con la naturaleza, con todos los seres humanos y con Él, de acuerdo con su plan creador que es un plan de amor. Jesús, con sus enseñanzas y su ejemplo, nos mostró cómo lograr este fin y nos invita a seguirlo, dándole prioridad a la voluntad de Dios por encima de cualquier lazo afectivo, incluso de la propia familia y de los propios intereses. Así lo entendieron y vivieron los primeros cristianos, cuando dentro de sus parientes encontraban oposición para el seguimiento de Jesucristo. La primera lectura (Sabiduría 9, 13-18) dice: ¿Quién conocerá tu designio, si tú no le das sabiduría, enviando tu Santo Espíritu desde el cielo? El designio de Dios es su voluntad, que se va concretando para cada persona en el transcurso de su vida. Y esta voluntad de Dios para cada cual la descubrimos mediante la oración personal.
2. La importancia de planear para el futuro
Con las alegorías de la construcción de la torre y la preparación de la batalla, Jesús nos indica la importancia de la planeación del futuro. En todas las empresas humanas, en todo proyecto que una persona decida realizar, tiene que programar no sólo los pasos o las etapas requeridas para lograr con éxito su objetivo -que además debe estar muy claro desde el principio-, sino también la utilización de los medios o recursos necesarios.
Jesús les propone a sus discípulos, a toda persona que quiera seguirlo, un proyecto concreto de vida que consiste básicamente en colaborar con Él para que Dios, o sea el Amor, reine en su existencia personal, y mediante esto, conseguir la felicidad eterna. Esta tarea, que no es otra que el establecimiento y el desarrollo de lo que en los Evangelios se llama el Reino de Dios, implica un constante discernimiento, una reflexión que, desde el examen y la oración personal, nos conduzca a identificar cómo quiere el Señor que actuemos para seguirlo en nuestras opciones fundamentales y en las situaciones cotidianas de nuestra vida, con qué medios contamos y en qué forma debemos emplearlos para lograr el fin para el cual Dios nos creó, que es precisamente el de ser felices. Todo esto supone y exige que tengamos en cuenta la finitud de nuestra existencia. En el salmo responsorial -Salmo 90 (89)- encontramos esta petición: Enséñanos a calcular nuestros años, para que adquiramos un corazón sensato. Se trata de adquirir la verdadera sabiduría, de modo que aprovechemos al máximo el poco tiempo que tenemos en nuestra existencia terrena, comparado con la eternidad.
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