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domingo, 2 de julio de 2000

LOS ELEGIDOS DEL REINO





Evangelio del Domingo 3 de Julio del 2011

Lectura del santo evangelio según san Mateo (11,25-30):

En aquel tiempo, exclamó Jesús: «Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, así te ha parecido mejor. Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce al Hijo más que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar. Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis vuestro descanso. Porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera.»

LOS ELEGIDOS DEL REINO

Jesús ha anunciado la llegada del reino de los cielos, y ha enviado a sus discípulos para que lleven esa buena noticia a todos. El evangelio de san Mateo muestra que este anuncio no fue bien recibido salvo por los más humildes y los pecadores. Por esa razón Jesús se vuelve ahora hacia el  Padre para darle gracias porque reveló a los pequeños lo que dejó oculto a los sabios y prudentes.

La página del evangelio que se proclama este domingo incluye tres frases de Jesús. La primera es una alabanza al Padre ("Te alabo, Padre...''); la segunda es una frase de revelación ("Todo me ha sido dado.. ."), y la tercera es un llamado ("Vengan...). Las dos primeras se encuentran también en el evangelio de Lucas, pero la tercera es exclusiva del evangelio de san Mateo.


LA ALABANZA AL PADRE

El texto que comentamos comienza con una alabanza que Jesús dirige al Padre porque ha revelado ciertas cosas a los pequeños, aun cuando las ha ocultado a los sabios y a los prudentes. En el contexto en que san Mateo ha ubicado este texto, las palabras aparecen como una contraparte a las palabras de lamentación que Jesús acaba de pronunciar contra las ciudades de Corazaín, Betzaida y Cafarnaúm, que no se convirtieron a pesar de los milagros que se realizaron en ellas. Así como hay palabras de reproche a quienes no abrieron su corazón y su mente a la revelación, ahora hay palabras de alabanza a Dios que ha trazado este misterioso plan según el cual los soberbios y orgullosos, confiados en su propia ciencia, han quedado excluidos, mientras que los pequeños y humildes han sido favorecidos con el conocimiento de Dios. Los pequeños ocupan un lugar destacado en el evangelio de san Mateo. En cierto sentido, se puede decir que en este evangelio es un nombre de los cristianos. Se dice que para ser discípulo de Jesús es necesario hacerse pequeño como un niño, que hay que tener gran cuidado por los pequeños porque el Padre no quiere que se pierda ni uno solo de ellos, y que lo que se haga a los pequeños es como si se hiciera al mismo Cristo. Se podrían seguir citando muchos otros textos en este mismo sentido. La pequeñez designa esa cualidad que Jesús señala como primera condición para poder ser su discípulo. Es equivalente a la pobreza de corazón, a la humildad, a la mansedumbre. Es todo lo opuesto a la soberbia, al orgullo, a la autosuficiencia, a la confianza puesta en la fuerza o en los bienes. Pero también hay que incluir en este grupo de los pequeños a los pobres y a los ignorantes, que eran menospreciados por los más religiosos de su tiempo, pero que gozaban de la predilección de Jesús. Los que tienen esta cualidad de la pequeñez son los destinatarios de esa revelación que Dios ha negado a los sabios y prudentes, porque son los únicos capacitados para comprender el lenguaje que habla Dios. Esta predilección del Padre por los pequeños es la que alaba Jesús en su oración.



LA REVELACION

¿Y qué es lo que Dios revela a los pequeños? Jesús declara solemnemente que nadie puede conocer al Padre sino solamente el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar. El Padre permanece en el misterio. La mente humana, por sus propias fuerzas, puede conocer muy poco sobre la existencia de Dios. Pero sobre la persona del Padre, su amor por los hombres, su deseo de redimir y de hacer participar a los hombres de su propia vida y de su felicidad, no sabíamos absolutamente nada si el Hijo no viniera a darlo a conocer. El Hijo de Dios ha venido para que nosotros conozcamos y experimentemos el amor del Padre por nosotros. Jesús, según el designio de Dios, ha elegido a los pequeños para hacerles conocer el misterio del Padre. Ha puesto una condición para poder ser discípulo  suyo: es necesaria esa pobreza de corazón que en este texto se llama pequeñez. Los soberbios quedan excluidos de su escuela. Los sabios,  los prudentes quieren explicarse el misterio de Dios con sus propios razonamientos y no aceptan ser alumnos. Ellos quieren ser solamente maestros. Por esa razón no alcanzan a conocer al Padre y quedan excluidos del plan de la salvación. Para poder conocer verdaderamente al Padre, para poder experimentar su amor, para poder ser alcanzado por su gracia y su perdón, es necesario tener humildad como para sentarse a escuchar como discípulo a Aquél que es el único que conoce al Padre y experimenta desde toda la eternidad su amor porque es el Hijo único que vive desde siempre en la intimidad de Dios. Por esta razón el evangelio completa este texto incluyendo el llamado de Jesús a los hombres para que se dispongan a frecuentar su escuela. 



EL YUGO PARA LOS AGOBIADOS

En la última parte del Evangelio que comentamos, Jesús hace un llamado a los hombres. La forma de expresarse nos trae a la memoria los discursos de la Sabiduría del Antiguo Testamento. Jesús es presentado como la misma Sabiduría de Dios que llama a los hombres y los invita a dejarse instruir por ella: "Vengan a mi..." El Señor se dirige a los que están cansados y agobiados y los invita a cargar su yugo. El yugo, esa pesada madera que se coloca sobre la nuca de los animales de tiro (los bueyes) para que arrastren las carretas y las cargas, es para los judíos el símbolo de la enseñanza de la Ley de Dios. Ya desde antiguo los discípulos que se inscribían en las escuelas de los famosos maestros para aprender la Ley de Dios decían con orgullo que "cargaban el yugo en la escuela del maestro Tal...". Pero el yugo de la Ley engendraba hombres cansados y agobiados. Se buscaba agradar a Dios mediante el cumplimiento exacto de toda la legislación del Antiguo Testamento, y de esa manera la santificación del hombre aparecía como obra del mismo hombre, que jamás era capaz de llegar a cumplir a la perfección todas las prescripciones. El sentimiento de fracaso por una parte y la angustia de sentirse culpable por la otra, hacían que los piadosos estuvieran siempre bajo el peso de una carga insoportable. El apóstol san Pedro, en otro momento, se referirá a la Ley diciendo: “ese yugo que ni nuestros padres ni nosotros pudimos soportar" Jesús, como maestro, llama a todos los que se encuentran en esa situación. Llama a los que quieren cumplir la voluntad de Dios pero que por el camino de la Ley solamente encuentran cansancio y desazón. Son los que quieren ser justos pero no pueden. Son los mismos que en otra parte del evangelio de san Mateo son llamados con el título de “los que tienen hambre y sed de ser justos". A todos ellos se dirige el Señor y los invita a cargar otro yugo, el yugo de Jesús. Pero este yugo contiene otra enseñanza: en vez de aprender la Ley con todas sus implicancias y todas sus meticulosidades, los discípulos deben aprender del mismo Jesús. “Aprendan de mí..." dice el Señor. ¿Y qué es lo que hay que aprender de Jesús? No se trata de aquellas cosas que sólo  puede hacer porque es el Hijo de Dios, ni tampoco de cosas muy difíciles que solamente son accesibles a los sabios. Lo que hay que aprender es que Jesús es "paciente y humilde de corazón". Estos títulos constituyen el tema de las dos primeras bienaventuranzas del evangelio de san Mateo, y aparecen en la profecía de Zacarías que se ha proclamado en la primera lectura de la Misa de este día. Por esta razón el yugo de Jesús aporta descanso a los hombres. La búsqueda de la santidad no se hace desde la debilidad humana, sino desde una apertura humilde y sencilla, que permite a Jesús imprimir su propia imagen en el alumno, y elevarlo con su propia fuerza hasta la dignidad de hijo de Dios. En el mundo actual encontramos a muchos maestros que prometen a los hombres sacarlos de sus conflictos y de sus angustias. Todos prometen mundos de felicidad y bienestar, y conducen a sus discípulos por caminos de doctrinas extrañas con la práctica de severas disciplinas. Incluso algunos cristianos piensan que agradarán más a Dios si se dedican a santificarse a sí mismos mediante rigurosas disciplinas centradas en la Ley y no en el amor de Dios. Si querernos encontrar descanso debemos escuchar al único maestro que verdaderamente conoce al Padre y nos puede conducir a Él. Jesús es el único que nos puede garantizar el encuentro con el Padre, porque no cuenta solamente con la debilidad de nuestra naturaleza humana, sino que está investido con la fuerza de Dios. Él es el único que nos puede purificar de todas nuestras culpas, puede curar todas nuestras heridas, librarnos de todos nuestros vicios y malas inclinaciones y hacer que se realice en nosotros el plan de hacernos vivir como hijos de Dios.


"Aprendan de mí” Que el pueblo escuche al que dice "Aprendan de mí'', y responda: "¿Qué aprenderemos de ti?" No sé qué le oiremos decir a este gran artífice cuando clama "Aprendan de mí". ¿Quién es el que dice 'Aprendan de mí'? El que formó la tierra, separó el mar de la tierra seca, creó los pájaros, los animales terrestres y acuáticos, puso los astros en el cielo, distinguió entre el día y la noche, estableció el firmamento y separó la luz de las tinieblas. ¿Acaso el que dice "Aprendan de mí" nos dirá que hagamos con Él todas estas cosas? ¿Quién puede hacerlas, si sólo las hace Dios? "No temas, dice, no te impongo esta carga... Aprende de mí, no a formar la creatura que fue hecha por mí. Tampoco te digo que aprendas aquellas cosas que no les di a todos sino a algunos, a los que yo quise: resucitar muertos, dar vista a los ciegos, abrir los oídos a los sordos... Si a alguno no le dio el poder de resucitar a los muertos y a otro no le dio el don de la palabra, ¿qué es lo que le dio a todos? Lo oímos cuando decía: "Aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón". Hermanos míos ¿qué provecho tiene el soberbio que hace milagros, y no es manso y humilde de corazón?"

San Agustín, Sermón CXLII, 11

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