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lunes, 18 de junio de 2012

EL REINO DE DIOS



EVANGELIO
Mc 4, 26-34
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Marcos.
Jesús decía a sus discípulos: "El Reino de Dios es como un hombre que ech a la semilla en la tierra: sea que duerma o se levante, de noche y de día, la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo. La tierra por sí misma produce primero un tallo, luego una espiga, y al fin grano abundante en la espiga. Cuando el fruto está a punto, él aplica en seguida la hoz, porque ha llegado el tiempo de la cosecha". También decía: "¿Con qué podríamos comparar el Reino de Dios? ¿Qué parábola nos servirá para representarlo? Se parece a un grano de mostaza. Cuando se la siembra, es la más pequeña de todas las semillas de la tierra, pero, una vez sembrada, crece y llega a ser la más grande de todas las hortalizas, y extiende tanto sus ramas que los pájaros del cielo se cobijan a su sombra". Y con muchas parábolas como éstas les anunciaba la Palabra, en la medida en que ellos podían comprender. No les hablaba sino en parábolas, pero a sus propios discípulos, en privado, les explicaba todo.
Palabra del Señor.



El Evangelio de San Marcos, tal como lo tenemos hoy, es considerado el más antiguo de los Evangelios.  Para cualquier lector atento de los Evangelios es evidente que entre los tres primeros Evangelios – San Mateo, San Marcos y San Lucas- hay muchos episodios paralelos que tienen notables semejanzas, incluso de vocabula­rio. Esto es lo que permite ponerlos en columnas paralelas de manera que puedan percibirse con una sola mirada; en una «sinopsis». Por este motivo a estos tres Evangelios se les llama «Evange­lios sinópticos».
Examinando los episodios paralelos resulta evidente que existe dependencia entre ellos. Rige aquí el principio de Santo Tomás de Aquino: «Es necesario que en aquellas cosas que son semejantes, una sea causa de otra o que todas procedan de una sola causa». Puede demostrarse fácilmente que San Mateo y San Lucas son independientes. En efec­to, si San Lucas hubiera conocido el Evangelio de San Mateo sería impensable que hubie­ra desar­ticulado el Sermón de la Montaña, por ejemplo, y que hubiera dejado fuera de su Evangelio, la parábola de las diez vírgenes necias y prudentes, y la parábola del juicio final, que son textos propios del Evangelio de San Mateo. Por su parte, tampoco es posible concluir que San Mateo haya conocido el Evangelio de San Lucas, porque, en este caso habría debido prescindir del así llamado «Evangelio de la infan­cia» de San Lucas con los episodios de la Anunciación, de la Visita­ción, del Naci­miento de Jesús, y habría tenido que desesti­mar las magní­ficas parábolas del hijo pródigo y del buen samaritano, que aparecen sólo en Lucas.
Resta entonces la única conclusión posible para explicar las semejanzas entre los tres Evangelios sinópti­cos: que tanto San Mateo como San Lucas dependan de San Marcos, es decir, que ambos evangelistas, al escribir sus respectivos Evangelios, hayan tenido ante los ojos el Evangelio de San Marcos y lo hayan empleado como fuente. Esto significa que el Evangelio de San Marcos es el más antiguo y original -como hemos afirmado más arriba- y es el único que en un momento existió sólo.
Podemos concluir entonces que fue San Marcos el creador el género literario llamado «evangelio», que luego fue adoptado por todos los demás. Este género consiste en la revelación progresiva de la identidad de Jesús de Nazaret a través de un relato de su vida, predicación y milagros, de la hosti­lidad creciente de las autoridades judías, de su pasión y muerte en la cruz y de su resurrec­ción de entre los muertos. Cuando escribió su Evangelio, San Marcos pretendía dar una respuesta completa a la pregunta: ¿Quién es Jesús de Nazaret? En nuestra lectura de este Evangelio, que es el que se lee en la liturgia durante este año B, estamos procurando encontrar esa respuesta.
El ramo plantado en la montaña
Hemos dicho que la Primera Lectura tiene relación con el Evangelio. En efecto, la lectura del profeta Ezequiel (17,22-24) se dirige al pueblo en el exilio de Babilonia y anuncia que Dios tomará de la punta de un alto cedro un ramo que plantará en la montaña de Israel. Echará ramas y se convertirá en un cedro magnífico en cuya ramas habitará toda clase de pájaros. El profeta veía el futuro de Is­rael. Pero Dios veía mucho más allá. Jesús le da su pleno sentido, anunciando el desarrollo impresionante de la Iglesia, cuya realidad es precisamente hacer presente en el mundo el Reino de Dios.
¿Qué es el Reino de Dios?
En el Evangelio de hoy Jesús explica el misterio del Reino de Dios mediante dos parábolas: el Reino de Dios es como un grano de trigo echado en la tierra, que brota y crece hasta que, sin saber cómo, llega a ser trigo abun­dante; el Reino de Dios es como un grano de mostaza, que siendo la más pequeña de las semillas, crece hasta hacerse la mayor de las hortalizas, de modo que las aves del cielo anidan en sus ramas.
Las parábolas del trigo que crece indefectiblemente y del grano de mostaza que crece hasta un árbol magnífico, destacan el crecimiento del Reino de Dios en el mundo. Jesús extiende su mirada hacia el futuro y ve que, a pesar de la modestia de los orígenes, la Iglesia crecerá y llenará el mundo. Sólo dentro de la Iglesia de Cristo tenemos expe­riencia del Reino de Dios.
Si nos preguntamos: ¿Qué es el Reino de Dios?, nos responde el Santo Padre en su encíclica sobre las misiones: «El Reino de Dios no es un concepto, no es una doctrina, no es un programa sujeto a libre elaboración; el Reino de Dios es ante todo una persona, que tiene el rostro y el nombre de Jesús de Nazaret, imagen del Dios invisible»[1].  Por eso es que se puede encontrar sólo dentro de la Iglesia. Es que «la luz de los pueblos, que es Cristo, resplan­dece sobre la faz de la Iglesia», como leemos en la Lumen Gentium.
Las parábolas del crecimiento del Reino de Dios deberían ser suficientes para comprender que Jesucristo es el Señor de la historia. No es necesario tener fe para entender que aquí hay una auténtica profecía. Esta ense­ñanza fue propuesta por Jesús alrededor del año 30 de nuestra era y fue registrada por escrito en el Evangelio de San Marcos no después del año 70 (en realidad, mucho an­tes). A la luz del desarrollo posterior y de la situación actual del cristianismo en el mundo, cualquier persona inteligente debe reconocer que Jesús fue de una clarivi­dencia extraordinaria. Él anunció este desarrollo de su Iglesia cuando nada hacía preverlo y cuando nadie lo habría imaginado. Al contrario, todo hacía suponer que ese movimiento había sido sofocado con la muerte de Jesús en la cruz.
Tal vez la opinión más sensata haya sido la del Rabino Gamaliel. En un momento en que los seguidores de Jesús eran un minúsculo grupo, aconsejó al tribunal judío: «’Desentendeos de estos hombres y dejadlos. Porque si esta idea o esta obra es de los hombres, se destrui­rá; pero si es de Dios, no conseguiréis destruirlos. No sea que os encontréis luchando contra Dios’. Todos aceptaron su parecer» (Hch 5,38-39). La historia ha registrado numero­sos episodios de persecución; pero no han conseguido destruir la Iglesia. Los hombres sensatos de hoy tienen más elementos para concluir que la Iglesia es obra de Dios y que Él la conduce y gobierna. ¡Ojalá nadie se encuentre luchando contra Dios!
Una palabra del Santo Padre:
«Jesús de Nazaret lleva a cumplimiento el plan de Dios. Después de haber recibido el Espíritu Santo en el bautismo, manifiesta su vocación mesiánica: recorre Galilea proclamando “la Buena Nueva de Dios: El tiempo se ha cumplido y el Reino está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva” (Mc 1, 14-15; cf. Mt 4, 17; Lc 4, 43). La proclamación y la instauración del Reino de Dios son el objeto de su misión: “Porque a esto he sido enviado” (Lc 4, 43). Pero hay algo más: Jesús en persona es la “Buena Nueva”, como Él mismo afirma al comienzo de su misión en la sinagoga de Nazaret, aplicándose las palabras de Isaías relativas al Ungido, enviado por el Espíritu del Señor (cf. Lc. 4, 14-21). Al ser Él la “Buena Nueva”, existe en Cristo plena identidad entre mensaje y mensajero, entre el decir, el actuar y el ser. Su fuerza, el secreto de la eficacia de su acción consiste en la identificación total con el mensaje que anuncia; proclama la “Buena Nueva” no sólo con lo que dice o hace, sino también con lo que es.
El ministerio de Jesús se describe en el contexto de los viajes por su tierra. La perspectiva de la misión antes de la Pascua se centra en Israel; sin embargo, Jesús nos ofrece un elemento nuevo de capital importancia. La realidad escatológica no se aplaza hasta un fin remoto del mundo, sino que se hace próxima y comienza a cumplirse. “El Reino de Dios está cerca” (Mc 1, 15); se ora para que venga (cf. Mt 6, 10); la fe lo ve ya presente en los signos, como los milagros (cf. Mt 11, 4-5), los exorcismos (cf. Mt 12, 25-28), la elección de los Doce (cf. Mc 3, 13-19), el anuncio de la Buena Nueva a los pobres (cf. Lc 4, 18). En los encuentros de Jesús con los paganos se ve con claridad que la entrada en el Reino acaece mediante la fe y la conversión (cf. Mc 1, 15) Y no por la mera pertenencia étnica.
El Reino que inaugura Jesús es el Reino de Dios; Él mismo nos revela quién es este Dios al que llama con el término familiar “Abba”, Padre (Mc 14, 36). El Dios revelado sobre todo en las parábolas (cf. Lc 15, 3-32; Mt 20, 1-16) es sensible a las necesidades, a los sufrimientos de todo hombre; es un Padre amoroso y lleno de compasión, que perdona y concede gratuitamente las gracias pedidas.
San Juan nos dice que “Dios es Amor” (1 Jn 4, 8. 16). Todo hombre, por tanto, es invitado a “convertirse” y “creer” en el amor misericordioso de Dios por él; el Reino crecerá en la medida en que cada hombre aprenda a dirigirse a Dios como a un Padre en la intimidad de la oración (cf. Lc 11, 2; Mt 23, 9), y se esfuerce en cumplir su voluntad (cf. Mt 7, 21)».
Juan Pablo II. Encíclica Redemptoris Missio, 13.

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