EVANGELIO
Lc
1, 57-66. 80
Evangelio
de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas.
Cuando
llegó el tiempo en que Isabel debía ser madre, dio a luz un hijo. Al enterarse
sus vecinos y parientes de la gran misericordia con que Dios la había tratado,
se alegraban con ella. A los ocho días, se reunieron para circuncidar al niño,
y querían llamarlo Zacarías, como su padre; pero la madre dijo: "No, debe
llamarse Juan". Ellos le decían: "No hay nadie en tu familia que lleve
ese nombre". Entonces preguntaron por señas al padre qué nombre quería que
le pusieran. Éste pidió una pizarra y escribió: "Su nombre es Juan".
Todos quedaron admirados, y en ese mismo momento, Zacarías recuperó el habla y
comenzó a alabar a Dios. Este acontecimiento produjo una gran impresión entre
la gente de los alrededores, y se lo comentaba en toda la región montañosa de
Judea. Todos los que se enteraron guardaban este recuerdo en su corazón y se
decían: "¿Qué llegará a ser este niño?". Porque la mano del Señor
estaba con él. El niño iba creciendo y se fortalecía en su espíritu; y vivió en
lugares desiertos hasta el día en que se manifestó a Israel.
Palabra
del Señor.
La
importancia de llamarse Juan
La
tendencia de hacer a los hijos iguales a sus padres, llamándolos con el mismo
nombre, se ve que es cosa que viene de lejos. También en el Israel de los
tiempos de Jesús existía esta costumbre. Sin embargo, no hay semejanzas ni
parentescos que puedan anular o disminuir la irrepetible originalidad de cada
uno. De ahí la importancia del gesto de Zacarías, secundando a su mujer Isabel,
de darle a su hijo el hombre de Juan. Zacarías significa “El Señor se acuerda”;
y, aunque ese nombre tiene sentido en la situación de un hijo inesperado en la
vejez, le cuadra mejor a sus padres, pues tiene una inevitable referencia al
pasado. El nombre de Juan, “Dios es propicio” (o misericordioso), y también
“Don de Dios”, habla de la inminencia de la novedad que Juan habrá de preparar.
Zacarías, viejo y mudo, es una buena imagen del Antiguo Testamento, que apenas
tiene ya nada que decir, pero que recibe todavía fuerzas para dar un último
fruto que pondrá punto final a esa larga historia del Dios de las promesas,
depositadas en Israel a favor de toda la humanidad, y dará el testigo a una
época nueva, la del cumplimiento. Al darle el nombre de Juan, Zacarías intuye
una novedad que el Bautista no inaugura, pero a la que abre el camino en la
inminencia de su venida.
En
el nombre va implícita la misión que el hombre tiene que desempeñar en la vida,
es decir su vocación. A veces, ante una conversión radical, se exige un cambio
de nombre, que significa un cambio de vida. Es el caso del nombre nuevo, Pedro,
que Jesús le da a Simón, el hijo de Juan. También es frecuente que los adultos
que acceden al bautismo elijan un nombre nuevo; o los que se consagran a Dios
al hacer su profesión religiosa. En contextos de vigencia del cristianismo ha
sido tradición dar nombres de santos, que son modelos de auténtica vida
cristiana.
En
Juan, cuya cercanía con Jesús la expresa la liturgia reservando el término
“natividad” para el nacimiento de Jesús, de María y del mismo Juan, descubrimos
algunos rasgos esenciales de la vocación humana y cristiana. En primer lugar,
la llamada: desde el seno materno el hombre está llamado a cumplir una misión
en la vida. Es importante entender que no se trata de un destino ineludible que
esté escrito de antemano; este carácter abierto de la llamada se expresa muy
bien en la pregunta que “todo se hacían”: “¿qué va a ser de este niño?” Se
trata, pues, de una llamada dialogal dirigida a la propia libertad y que el ser
humano debe realizar tomando decisiones propias para responder a ella.
En
segundo lugar, esta llamada que se nos dirige y que nos trasciende, y que debe
ser libremente respondida, nos dice ya que la vida tiene sentido y que ese
sentido comparece desde el mismo momento de su concepción. Por tanto, somos
responsables no sólo de nuestra propia vida, sino también de la vida de los
demás, que nos es confiada cuando ésta no puede todavía valerse por sí misma.
Ahora bien, esta proclamación de sentido puede ser impugnada y lo es con mucha
frecuencia. Tenemos permanentemente la tentación de reducir nuestra vida a un
cúmulo de casualidades, que vacían de sentido nuestra existencia: “En vano me
he cansado, en viento y en nada he gastado mis fuerzas”. Existen ciertamente
experiencias vitales de decepción y frustración que pueden inclinarnos a pensar
así. Pero si se considera atentamente, caemos en la cuenta de que las mismas
decepción y frustración hablan de sentido, de expectativas que, por algún
motivo, no han podido realizarse. Cuando alguien proclama que la vida carece de
sentido lo hace siempre con un deje de protesta que reconoce implícitamente el
sentido que niega. Si la vida careciera de todo sentido, ni siquiera nos
daríamos cuenta de ello y no haría falta proclamarlo.
Así
pues, Juan, desde el seno materno nos habla de un sentido que es vocación
(llamada) y misión, y que es, además, servicio. Este es el tercer rasgo
esencial que debemos señalar en la vocación humana y que en Juan es
especialmente visible. La misión de Juan es la de abrir camino y luego hacerse
a un lado, disminuir él, para que crezca Jesús. Realmente, para poder realizar
la propia misión en la vida hay que saber que estamos al servicio de algo que
es más grande que nosotros y que, por tanto, no es demasiado importante figurar
y estar en el centro. Los grandes acontecimientos, igual que los grandes
personajes, no serían nada si no fuera por una multitud de personas que, sin
figurar especialmente, han vivido con fidelidad su propia vocación y han
allanado el camino de eso y esos que son más grandes que ellos, pero que sin ellos
no serían nada. El mismo Jesús se ha sometido a esta misma ley de la
encarnación, de modo que para poder realizar su misión salvadora ha necesitado
del cumplimiento fiel de su misión de otras personas que como Juan de modo muy
especial le han preparado el camino.
El
filósofo cristiano Emmanuel Mounier expresó esta verdad con precisión al
afirmar que “una persona sólo alcanza su plena madurez en el momento en que ha
elegido fidelidades que valen más que la vida”. Y es que el hombre no crece ni
madura cuando se afirma como centro del mundo y proclama una independencia tan
absoluta como imposible, sino cuando, tomando las riendas de su propia vida, se
consagra (se somete libremente y no de manera servil) a algo que descubre como
más grande que él, pero que lo libera de los estrechos límites de sí mismo y,
así, lo engrandece. Esta verdad, que vemos tan patente en Juan el Bautista, es
igualmente evidente en Jesús, que no vive para sí, sino sometido a la voluntad
de su Padre, al servicio del Reino de Dios y al servicio de sus hermanos (cf.
Lc 22, 27. 42).
Al
contemplar la figura de Juan el Bautista y meditar con él sobre nuestra
vocación y el sentido de nuestra vida podemos comprender que en toda vocación
cristiana hay un componente que nos asemeja al Precursor. Jesús sigue viniendo
al mundo, acercándose a los hombres, muchos de los cuales no lo conocen, no
saben de él. Para que Jesús pueda llegar hasta ellos, siguiendo las leyes de la
encarnación, necesita de precursores y mediadores que allanen el camino y
preparen su venida. Todo cristiano está llamado a realizar esta misión, cuando,
por medio del testimonio de sus palabras y obras, está señalando al “Cordero de
Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1, 29, 36).
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