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martes, 27 de noviembre de 2012

NO HACERSE DAÑO A UNO MISMO-Partícipes de la naturaleza divina



Partícipes de la naturaleza divina
 
Todavía se aproxima más a lo que la psicología transpersonal llama consciencia, la afirmación de la segunda Carta de Pedro, en la que tropiezan muchos exegetas y a la que consideran no cristiana y exclusivamente helenista. Pero no es sino el intento de llevar el mensaje cristiano a círculos imbuidos por la filosofía griega y la cultura helenista. «Dios, con su poder y mediante el conocimiento de aquel que nos llamó con su propia gloria y potencia, nos ha otorgado todo lo necesario para la vida y la religión. Y también nos ha otorgado valiosas y sublimes promesas, para que, evitando la corrupción que las pasiones han introducido en el mundo, os hagáis partícipes de la naturaleza divina. Por eso mismo, poned todo vuestro empeño en unir a vuestra fe una vida honrada; a la vida honrada, el conocimiento; al conocimiento, el dominio de sí mismo; al dominio de sí mismo, la paciencia; a la paciencia, la religiosidad sincera; a la religiosidad sincera, el aprecio fraterno; y al aprecio fraterno, el amor. Pues si poseéis en abundancia todas estas cosas, no quedaréis inactivos ni estériles en orden al conocimiento de nuestro Señor Jesucristo» (2 Pe 1, 3-8). La salvación por Jesucristo se describe aquí con el lenguaje del culto de los misterios y de la gnosis como un regalo de Dios, que en Jesucristo nos hace partícipes de la naturaleza divina. La idea del parentesco divino del hombre era familiar para los griegos. 

Aquí nos dice el autor de la segunda Carta de Pedro que justamente por el don de Cristo participamos del modo de ser y de la naturaleza de Dios (cf. Grundmann, 7U). Los padres griegos insisten una y otra vez que por la encarnación de Cristo hemos sido deificados. La deificación del hombre por Cristo nos hace bien. Nos da vida verdadera (zoe) y piedad (eusebeia), el lugar correcto ante Dios y ante el mundo, el respeto ante el misterio de Dios que atraviesa toda la creación. Junto con la naturaleza divina se nos dio también parte en la gloria y fuerza de Jesucristo. Y esta fuerza nos libra de la corrupción que la concupiscencia ha traído al mundo. Muchos interpretan este texto desde una perspectiva moral.
 El encuentro con la psicología transpersonal me ha enseñado a entender estas afirmaciones como camino hacia la libertad. El que vive conscientemente, el que está en contacto con su patria interior, con ese sitio donde Dios habita en él, el que vive sabiendo que tiene una naturaleza divina, ese se ve libre de la corrupción (phthora), de la ausencia de horizontes, de la falta de éxito, del vacío y del sinsentido, de la falsificación y de la profanación de la vida verdadera. Ese ya no será movido por la concupiscencia, no tendrá por qué tener todo lo que ve. No tendrá por qué conseguir, todo lo que se puede conseguir. Puede embarcarse en la vida que Dios le da. No tiene por qué estar siempre pendiente de lo que tienen los demás. Vive consciente de su naturaleza divina. Así vive de verdad. Y al vivir totalmente presente, plenamente en el ahora, con «los ojos bien abiertos», vive a fondo y no necesita nada más. La libertad frente al poder de las propias pasiones no es el resultado de una dura ascesis, sino de una nueva experiencia de la vida divina. Así lo ve también la psicología transpersonal: «Los hábitos perjudiciales y las necesidades aparentemente irrenunciables palidecen poco a poco, cuando se ve que las experiencias transpersonales proporcionan una mayor satisfacción» (Fadiman, 194). 

El maestro Eckhart confirma las afirmaciones de la segunda Carta de Pedro sobre la libertad frente a las pasiones: «El alma no descansa hasta que rompe con todo lo que no es Dios y llega a la libertad divina. Es libre quien de nada depende y al que nada le prende. Es totalmente libre el alma que se eleva por encima de todo lo que no es Dios, mientras que con su concupiscencia no se agarra ni a las criaturas ni a sí misma» (Eckhart, 158).
Hablar de la naturaleza divina, de la que somos partícipes por Cristo, no es una defección del mensaje cristiano de la salvación ni, como piensa Käsemann, una «recaída del cristianismo en el dualismo helenista» (Grundmann, 77), sino un camino para traducir el mensaje cristiano al lenguaje místico del culto de los misterios y de la gnosis.
La segunda Carta de Pedro es el escrito más tardío del Nuevo Testamento, que se escribió probablemente entre los años 120-125. Aventura un prudente equilibrio entre un paso hacia la helenización del mensaje cristiano y una fuerte protesta en nombre de la escatología apocalíptica contra una excesiva helenización, que diluiría la sustancia cristiana» (Vötgle, 128).
Su teología de la deificación del hombre fue asumida sobre todo por los padres griegos, empezando por Clemente de Alejandría y pasando por Orígenes hasta Atanasio. La auténtica salvación y liberación del hombre está para los padres griegos en la participación en la naturaleza divina y en la fuerza divina de Cristo. En ella se nos libra del carácter efímero y perecedero de nuestra naturaleza mortal. En ella participamos en la verdadera vida que no puede ser destruida ni siquiera por la muerte. En ella somos liberados del miedo a la muerte, que corroe y corrompe (phthora) la vida humana.

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