EVANGELIO
Lc 3, 1-6
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas.
El
año decimoquinto del reinado del emperador Tiberio, cuando Poncio
Pilato gobernaba la Judea, siendo Herodes tetrarca de Galilea, su
hermano Filipo tetrarca de Iturea y Traconítide, y Lisanias tetrarca de
Abilene, bajo el pontificado de Anás y Caifás, Dios dirigió su palabra a
Juan, hijo de Zacarías, que estaba en el desierto. Éste comenzó
entonces a recorrer toda la región del río Jordán, anunciando un
bautismo de conversión para el perdón de los pecados, como está escrito
en el libro del profeta Isaías: "Una voz grita en el desierto: Preparen
el camino del Señor, allanen sus senderos. Los valles serán rellenados,
las montañas y las colinas serán aplanadas. Serán enderezados los
senderos sinuosos y nivelados los caminos desparejos. Entonces, todos
los hombres verán la Salvación de Dios".
Dios se comunica en la historia humana
El Evangelio que acabamos de leer sitúa en una época específica de la historia humana el inicio de la predicación de Juan el Bautista, el precursor de Jesús. El relato comienza haciendo referencia a la situación de dependencia política de la provincia de Judea, cuya capital era Jerusalén, sometida al imperio romano, para ubicar la acción de Juan que predicaba en el desierto, a orillas del río Jordán, “un bautismo de conversión para el perdón de los pecados”. Recordemos que, en su significado ritual originario, bautizarse era sumergirse en el agua del río, que simboliza el torrente de la vida, para salir de ella vitalmente renovado.
También hoy, en este preciso momento de la historia presente, en este tiempo litúrgico del Adviento, comenzando el último mes del año y estando próximas las fiestas de Navidad, la palabra de Dios nos invita a reconocer la necesidad de convertirnos, rectificando nuestro comportamiento en todo lo que implica seguir el camino que nos conduce a Él, para que así se renueve en nosotros la vida espiritual que un día recibimos en nuestro bautismo.
El Evangelio que acabamos de leer sitúa en una época específica de la historia humana el inicio de la predicación de Juan el Bautista, el precursor de Jesús. El relato comienza haciendo referencia a la situación de dependencia política de la provincia de Judea, cuya capital era Jerusalén, sometida al imperio romano, para ubicar la acción de Juan que predicaba en el desierto, a orillas del río Jordán, “un bautismo de conversión para el perdón de los pecados”. Recordemos que, en su significado ritual originario, bautizarse era sumergirse en el agua del río, que simboliza el torrente de la vida, para salir de ella vitalmente renovado.
También hoy, en este preciso momento de la historia presente, en este tiempo litúrgico del Adviento, comenzando el último mes del año y estando próximas las fiestas de Navidad, la palabra de Dios nos invita a reconocer la necesidad de convertirnos, rectificando nuestro comportamiento en todo lo que implica seguir el camino que nos conduce a Él, para que así se renueve en nosotros la vida espiritual que un día recibimos en nuestro bautismo.
“Preparen el camino del Señor”
En nuestro lenguaje contemporáneo solemos emplear el término “voz que clama en el desierto” para referirnos a un mensaje que nadie escucha o que no es tomado en cuenta. Sin embargo, el significado original de esta expresión, que el Evangelio toma del profeta Isaías (40, 3-5) para aplicarla a la predicación de Juan el Bautista en el desierto de Judea, es el de un anuncio que proviene de Dios y llega a todos los hombres y mujeres de buena voluntad.
Tanto esta profecía de Isaías como la evocada en la primera lectura (Baruc 5, 1-9), se habían escrito cinco siglos y medio antes de Jesucristo, cuando los judíos se preparaban para emprender el camino de regreso a Jerusalén después de su destierro en Babilonia. La liberación de aquel cautiverio en el que habían permanecido durante cuarenta años, fue precisamente el origen del Salmo 126 [125], que este domingo se propone como salmo responsorial y en el cual se expresa la esperanza en Dios que para quienes sufren y se acogen a Él puede cambiar la tristeza en alegría, el llanto en canciones de gozo.
En el texto del profeta Baruc, es Dios mismo quien “ha ordenado que sean rebajados todo monte elevado y los collados eternos, y colmados los valles hasta allanar la tierra, para que Israel marche en seguro”. En el de Isaías, evocado por el Evangelio, hay una exhortación específica a que los beneficiarios de la acción liberadora de Dios colaboren activamente en la preparación del camino. En efecto, la traducción de este pasaje en la versión titulada “Biblia de Jerusalén” dice así: “Una voz clama: „En el desierto abrid el camino a Yahvé, trazad en la estepa una calzada recta a nuestro Dios‟...”.
En todo caso, se trata de una imagen simbólica para indicar que el camino que conduce al reencuentro con Dios es necesario no sólo recorrerlo sino rehacerlo, allanando los senderos y enderezando lo torcido. Hoy diríamos, repitiendo el verso de los “Cantares” del poeta Antonio Machado, que tan bellamente llevó Joan Manuel Serrat a la música moderna: “Caminante, no hay camino; se hace camino al andar”…
En nuestro lenguaje contemporáneo solemos emplear el término “voz que clama en el desierto” para referirnos a un mensaje que nadie escucha o que no es tomado en cuenta. Sin embargo, el significado original de esta expresión, que el Evangelio toma del profeta Isaías (40, 3-5) para aplicarla a la predicación de Juan el Bautista en el desierto de Judea, es el de un anuncio que proviene de Dios y llega a todos los hombres y mujeres de buena voluntad.
Tanto esta profecía de Isaías como la evocada en la primera lectura (Baruc 5, 1-9), se habían escrito cinco siglos y medio antes de Jesucristo, cuando los judíos se preparaban para emprender el camino de regreso a Jerusalén después de su destierro en Babilonia. La liberación de aquel cautiverio en el que habían permanecido durante cuarenta años, fue precisamente el origen del Salmo 126 [125], que este domingo se propone como salmo responsorial y en el cual se expresa la esperanza en Dios que para quienes sufren y se acogen a Él puede cambiar la tristeza en alegría, el llanto en canciones de gozo.
En el texto del profeta Baruc, es Dios mismo quien “ha ordenado que sean rebajados todo monte elevado y los collados eternos, y colmados los valles hasta allanar la tierra, para que Israel marche en seguro”. En el de Isaías, evocado por el Evangelio, hay una exhortación específica a que los beneficiarios de la acción liberadora de Dios colaboren activamente en la preparación del camino. En efecto, la traducción de este pasaje en la versión titulada “Biblia de Jerusalén” dice así: “Una voz clama: „En el desierto abrid el camino a Yahvé, trazad en la estepa una calzada recta a nuestro Dios‟...”.
En todo caso, se trata de una imagen simbólica para indicar que el camino que conduce al reencuentro con Dios es necesario no sólo recorrerlo sino rehacerlo, allanando los senderos y enderezando lo torcido. Hoy diríamos, repitiendo el verso de los “Cantares” del poeta Antonio Machado, que tan bellamente llevó Joan Manuel Serrat a la música moderna: “Caminante, no hay camino; se hace camino al andar”…
“Y todos verán la salvación de Dios”
El texto del Evangelio de hoy termina con esta frase de la cita del profeta Isaías, que constituye una promesa para quienes efectivamente se dispongan a encontrarse con Dios, rectificando lo que hay que rectificar, corrigiendo lo que hay que corregir. “Ver la salvación de Dios” es, en el sentido más profundo de este texto bíblico, experimentar vitalmente su acción liberadora, que Él ha querido realizar por medio de Jesús, Dios hecho hombre, Hijo de Dios e Hijo del hombre -como Jesús mismo solía llamarse-, cuyo nacimiento nos disponemos a celebrar una vez más al terminar este año .
El tiempo litúrgico del Adviento en el cual nos encontramos no sólo se refiere a la primera venida de Jesús hace poco más de 20 siglos, sino que implica también una esperanza activa en su venida gloriosa y definitiva al final de los tiempos, que para cada uno de nosotros será el momento nuestro con Él cunado pasemos a la eternidad. En la segunda lectura de este domingo (Filipenses 1, 4-6.8-11), el apóstol san Pablo les dice a los primeros cristianos de la ciudad de Filipos, ciudad situada en Macedonía, al norte de Grecia, unas palabras que también vienen dirigidas hoy a nosotros y que constituyen una plegaria a la cual podemos unirnos aquí y ahora: “Pido en mi oración que el amor de Cristo Jesús siga creciendo más y más en ustedes (…). Así podrán vivir una vida limpia y avanzar sin tropiezos hasta el día en que Cristo vuelva (…)”.
Preparémonos, pues, para que en las fiestas de Navidad podamos realmente ver la salvación que quiere realizar el Señor en cada uno y cada una de nosotros, si lo dejamos actuar en nuestra vida. Tal salvación sólo es posible para quien quiera de verdad convertirse a Él saliendo del cautiverio del egoísmo, de la violencia y de la injusticia, rectificando lo que hay que corregir para ponerse en camino, con la ayuda de Dios, hacia el encuentro pleno y feliz con Él en una verdadera comunidad de amor.-
El texto del Evangelio de hoy termina con esta frase de la cita del profeta Isaías, que constituye una promesa para quienes efectivamente se dispongan a encontrarse con Dios, rectificando lo que hay que rectificar, corrigiendo lo que hay que corregir. “Ver la salvación de Dios” es, en el sentido más profundo de este texto bíblico, experimentar vitalmente su acción liberadora, que Él ha querido realizar por medio de Jesús, Dios hecho hombre, Hijo de Dios e Hijo del hombre -como Jesús mismo solía llamarse-, cuyo nacimiento nos disponemos a celebrar una vez más al terminar este año .
El tiempo litúrgico del Adviento en el cual nos encontramos no sólo se refiere a la primera venida de Jesús hace poco más de 20 siglos, sino que implica también una esperanza activa en su venida gloriosa y definitiva al final de los tiempos, que para cada uno de nosotros será el momento nuestro con Él cunado pasemos a la eternidad. En la segunda lectura de este domingo (Filipenses 1, 4-6.8-11), el apóstol san Pablo les dice a los primeros cristianos de la ciudad de Filipos, ciudad situada en Macedonía, al norte de Grecia, unas palabras que también vienen dirigidas hoy a nosotros y que constituyen una plegaria a la cual podemos unirnos aquí y ahora: “Pido en mi oración que el amor de Cristo Jesús siga creciendo más y más en ustedes (…). Así podrán vivir una vida limpia y avanzar sin tropiezos hasta el día en que Cristo vuelva (…)”.
Preparémonos, pues, para que en las fiestas de Navidad podamos realmente ver la salvación que quiere realizar el Señor en cada uno y cada una de nosotros, si lo dejamos actuar en nuestra vida. Tal salvación sólo es posible para quien quiera de verdad convertirse a Él saliendo del cautiverio del egoísmo, de la violencia y de la injusticia, rectificando lo que hay que corregir para ponerse en camino, con la ayuda de Dios, hacia el encuentro pleno y feliz con Él en una verdadera comunidad de amor.-
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