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jueves, 13 de diciembre de 2012

NO HACERSE DAÑO A UNO MISMO-AUTOLESIÓN Y RELACIÓN CON DIOS



Autolesión y relación con Dios
¿Tienen las afirmaciones de la segunda Carta de Pedro algo que ver con nuestro tema de la autolesión y de la libertad interior? El que siempre está girando alrededor de sí y de sus problemas, se hiere a sí mismo. Aquel cuya única meta es liberarse de sus miedos, permanecerá siempre anclado en su miedo. El que quiere controlarlo todo, seguro que tendrá una vida descontrolada. El que todo quiere hacerlo bien, comprobará al final que todo lo ha hecho mal.
Son principios básicos de nuestra vida. Pero muchas veces no somos conscientes de ello. Estamos tan compenetrados con nuestros viejos modelos vitales que los seguimos a cierra ojos y por tanto nos continuamos hiriendo a nosotros mismos. Le fijamos una meta muy corta a nuestra vida. Sólo queremos lograr que disminuyan nuestras necesidades, pero no las rebasamos para llegar a Dios como verdadero fundamento de nuestra vida.
De ahí que cuando superamos una necesidad, venga inmediatamente otra. Pues la causa de nuestras necesidades radica en muestra falsa concepción de la vida. Para los budistas, la causa de todo sufrimiento está en ser prisioneros de este mundo. Para la segunda Carta de Pedro es, sin embargo, «la corrupción que las pasiones han introducido en el mundo» (2 Pe 1, 4).
Mientras seguimos dando vueltas, tratando de satisfacer nuestros deseos y de cambiar las situaciones dolorosas, nos seguiremos hiriendo a nosotros mismos. De lo que más bien se trata es de descubrir la causa de nuestras necesidades, de que abandonemos los viejos modelos de vida y de que descubramos en la fe el verdadero camino para vivir.
Para la segunda Carta de Pedro, la vida es el conocimiento de que por Cristo hemos sido hechos partícipes de la naturaleza divina, de que Dios es el fundamento auténtico de nuestro ser, de que todo nuestro ser está penetrado por Dios. Si esto lo tomamos en serio, si permanecemos en este conocimiento y en esta experiencia, entonces seremos verdaderamente libres, entonces dejaremos de herirnos a nosotros mismos, entonces dejaremos de quejarnos como niños pequeños cuando no se cumplen nuestros deseos.
Así pues, la experiencia de lo que Dios ha hecho en nosotros por Jesucristo es la premisa para una vida auténtica, para una vida donde el mecanismo de la autolesión desaparece por completo. Penetrados por la naturaleza divina, viviremos como corresponde a nuestro auténtico ser.
Para este tiempo nuestro, que ha perdido su relación con Dios, ha descrito Pascal Bruckner cómo los hombres le están buscando un sustituto, cómo sustituyen el vacío y la fría racionalidad por un nuevo encantamiento del mundo, mientras éste les presenta una superoferta de cosas que dan la impresión de una infinita plenitud. «El consumo es una religión venida a menos, la fe en la resurrección sin fin de las cosas, cuya iglesia es el supermercado y cuyo evangelio es la publicidad» (Bruckner, 57). La promesa de que se pueden satisfacer todos los deseos sustituye nuestro más profundo anhelo de lo divino. El que participa de la naturaleza divina, no necesita en absoluto de este sustituto de la religión que es el consumo, en el que nos herimos continuamente a nosotros mismos porque nos esforzamos en vano. Otra razón de que nos hiramos a nosotros mismos es que muchas cosas que encontramos en nosotros ya de antemano pensamos que son malas, corruptas, sucias y molestas en nuestro camino. Si interpretamos místicamente la afirmación sobre la naturaleza divina, como hicieron los padres griegos de la Iglesia a excepción de Plotino, entonces todo es fundamentalmente bueno.
El mundo en sí mismo no está corrompido, sólo lo está cuando lo dominan las pasiones, cuando todo lo vemos desde nuestro ego. Pero en principio todo es bueno porque todo viene de Dios y ha fluido de Dios. Todo lo finito participa de Dios. Por tanto no podemos hallar a Dios al margen del mundo, sino sólo a través de él. El maestro Eckhart insiste machaconamente en ello: «El que permanece en la interioridad como debe, ese está bien en todos los lugares y con todas las personas. Pero el que no está bien, no está bien en ningún sitio y con ninguna persona. Ahora bien, está bien interior mente el que tiene realmente a Dios en sí mismo. El que tiene a Dios en la verdad, le tiene también en todos los lugares, le tiene en la calle y en toda la gente tan bien como en la iglesia, o en el desierto o en la celda, y todo lo que hace no lo hace tanto él como Dios que está en él» (Eckhart, 182).
Si hemos sido hechos por Cristo partícipes de la naturaleza divina, todo en nosotros está por completo impregnado de la naturaleza divina. No podemos pues separar algunas esferas, como la sexualidad y la agresividad, y considerarlas malas. Y como muchos cristianos han contrapuesto totalmente Dios y mundo, naturaleza terrena y naturaleza divina, han desencadenado a menudo un ascetismo salvaje contra sí mismos y se han hecho un serio daño.
En mi tarea de acompañamiento veo con frecuencia cómo la gente espiritual es la que más suele herirse, y ello justamente porque demoniza y oprime las dos fuerzas básicas del hombre, la agresividad y la sexualidad. Pero a Dios no se le encuentra almargen de la agresividad y de la sexualidad, sino a través de ellas. Quien secciona la agresividad y la sexualidad, pierde una gran parte de la energía creadora que Dios nos ha dado.
La segunda Carta de Pedro nos dice: «Dios, con su poder (dynamis, fuerza, energía, potencia, fuerza salvadora, fuerza para vivir) y mediante el conocimiento de aquel que nos llamó con su propia gloria y potencia, nos ha dado todo lo necesario para la vida y la religión» (2 Pe 1, 3).
La fuerza divina nos ha dado también la energía (dynamis) de la agresividad y de la sexualidad, como fuerzas buenas (o necesarias, cf. Vögtle, 137) para nuestra vida y nuestra religiosidad. Por lo tanto no es cuestión de cercenarlas sino de tratarlas con humanidad, de integrarlas en la concepción de nuestra vida.

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