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sábado, 11 de agosto de 2012

PAN PARA LA VIDA ETERNA





EVANGELIO
Jn 6, 41-51
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Juan.
Los judíos murmuraban de Jesús, porque había dicho: "Yo soy el pan bajado del cielo". Y decían: "¿Acaso este no es Jesús, el hijo de José? Nosotros conocemos a su padre y a su madre. ¿Cómo puede decir ahora: 'Yo he bajado del cielo?'". Jesús tomó la palabra y les dijo: "No murmuren entre ustedes. Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre que me envió; y yo lo resucitaré en el último día. Está escrito en el libro de los Profetas: 'Todos serán instruidos por Dios'. Todo el que oyó al Padre y recibe su enseñanza, viene a mí. Nadie ha visto nunca al Padre, sino el que viene de Dios: sólo él ha visto al Padre. Les aseguro que el que cree, tiene Vida eterna. Yo soy el pan de Vida. Sus padres, en el desierto, comieron el maná y murieron. Pero éste es el pan que desciende del cielo, para que aquél que lo coma no muera. Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente, y el pan que yo daré es mi carne para la Vida del mundo".
Palabra del Señor.

Pan para compartir.

 El Maestro desafía a sus discípulos y enfrenta su capacidad de fe al preguntarles: "¿Dónde compraremos pan para darles de comer?" Las posibilidades no son muchas. Para que todos coman un mendrugo de pan deben disponer de una suma exorbitante para sus arcas siempre vacías. Un niño posee cinco panes de cebada y dos peces. Algún pastorcito seguramente. Lo que hoy llamaríamos la merienda de un obrero de la construcción. La calidad del pan es ínfima. La harina de cebada es inferior a la de trigo e indica la precariedad del alimento de los más pobres. Lo que desea Jesús es saciar el hambre de su palabra. Lo han acompañado hasta allí para verlo y escucharlo. Debe enseñarles a compartir, a producir el milagro de la transformación de un alimento insuficiente y de baja calidad en otro, nutritivo y abundante. 

 Ausencia y presencia del amor. 

Para ello dispone ordenadamente a unos junto a los otros, en el extenso prado del mundo, para que la proximidad constituya la invitación a compartir lo poco y pobre y, de esa manera, se opere la prodigiosa multiplicación. La predisposición a compartir parece anteceder necesaria e inmediatamente a la multiplicación del alimento.  Compartir es clave para que el alimento existente, me refiero a todos los bienes, sacie el hambre de los hombres, mujeres y niños de nuestro maltratado planeta. La siembra del amor verdadero florece y se expresa al partir el pan de los bienes y al bendecir a Dios. La ausencia de ese amor, devenido desierto árido, no permite partir el pan, y menos bendecir a Dios, mientras otorgue la totalidad de los bienes al gozo de unos pocos y el dolor de su carencia a la mayoría.

El Evangelio vuelve, sin pausa, a recordar que Jesucristo es el Pan que alimenta al hombre que se ha propuesto humanizar la creación, conforme al mandato original de "dominar la tierra". No cualquier dominio. El hombre es síntesis e interprete de la obra visible de Dios. No puede arrogarse derechos que no tiene, no debe ceder al despotismo que lo intenta seducir desde un proyecto falso de sí mismo. El manejo indiscriminado de las relaciones interpersonales y el maltrato ecológico del universo manifiestan la debilidad y decrepitud que afectan a la inteligencia y a la voluntad del hombre. 

Cuando nos referimos a Cristo "Pan bajado del Cielo", como Él mismo lo da a entender, no pensamos únicamente en el Sacramento de la Eucaristía. El hombre que, de alguna manera, no se alimenta de ese misterioso Pan, muere irremediablemente: "Pero este es el pan que desciende del cielo, para que aquel que lo coma no muera". Nuestra preocupación por la evangelización responde a la urgencia de distribuir ese Pan a todos. Que nadie padezca hambre y, sobre todo, que todos recuperen el apetito.

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